Jorge de Montemayor
Los siete libros de la Diana




Argumento de este libro


En los campos de la principal y antigua ciudad de León, riberas del río Ezla, hubo una pastora llamada Diana, cuya hermosura fue extremadísima sobre todas las de su tiempo. Esta quiso y fue querida en extremo de un pastor llamado Sireno, en cuyos amores hubo toda la limpieza y honestidad posible. Y en el mismo tiempo la quiso más que a sí otro pastor llamado Silvano, el cual fue de la pastora tan aborrecido que no había cosa en la vida a quien peor quisiese.

Sucedió, pues, que como Sireno fuese forzadamente fuera del reino, a cosas que su partida no podía excusarse, y la pastora quedase muy triste por su ausencia, los tiempos y el corazón de Diana se mudaron y ella se casó con otro pastor llamado Delio, poniendo en olvido el que tanto había querido. El cual, viniendo después de un año de ausencia, con gran deseo de ver a su pastora, supo antes que llegase cómo era ya casada.

Y de aquí comienza el primero libro, y en los demás hallarán muy diversas historias de casos que verdaderamente han sucedido, aunque van disfrazados debajo de nombres y estilo pastoril.


Libro primero


Bajaba de las montañas de León el olvidado Sireno, a quien Amor, la fortuna, el tiempo trataban de manera que del menor mal que en tan triste vida padecía, no se esperaba menos que perderla. Ya no lloraba el desventurado pastor el mal que la ausencia le prometía, ni los temores del olvido le importunaban, porque veía cumplidas las profecías de su recelo, tan en perjuicio suyo, que ya no tenía más infortunios con que amenazarle.

Pues llegando el pastor a los verdes y deleitosos prados, que el caudaloso río Ezla, con sus aguas va regando, le vino a la memoria el gran contentamiento de que en algún tiempo allí gozado había, siendo tan señor de su libertad, como entonces sujeto a quien sin causa lo tenía sepultado en las tinieblas de su olvido. Consideraba aquel dichoso tiempo que por aquellos prados y hermosa ribera apacentaba su ganado, poniendo los ojos en solo el interés que de traerle bien apacentado se le seguía; y las horas que le sobraban gastaba el pastor en solo gozar del suave olor de las doradas flores, al tiempo que la primavera, con las alegres nuevas del verano, se esparce por el universo, tomando a veces su rabel, que muy pulido en un zurrón siempre traía; otras veces una zampoña, al son de la cual componía los dulces versos con que de las pastoras de toda aquella comarca era loado. No se metía el pastor en la consideración de los malos o buenos sucesos de la fortuna, ni en la mudanza y variación de los tiempos, no le pasaba por el pensamiento la diligencia y codicias del ambicioso cortesano, ni la confianza y presunción de la dama celebrada por solo el voto y parecer de sus apasionados; tampoco le daba pena la hinchazón y descuido del orgulloso privado: en el campo se crió, en el campo apacentaba su ganado, y así no salían del campo sus pensamientos, hasta que el crudo amor tomó aquella posesión de su libertad, que él suele tomar de los que más libres se imaginan.

Venía, pues, el triste Sireno los ojos hechos fuentes, el rostro mudado, y el corazón tan hecho a sufrir desventuras, que si la fortuna le quisiera dar algún contento, fuera menester buscar otro corazón nuevo para recibirle. El vestido era de un sayal tan áspero como su ventura, un cayado en la mano, un zurrón del brazo izquierdo colgando.

Arrimose al pie de una haya, comenzó a tender sus ojos por la hermosa ribera hasta que llegó con ellos al lugar donde primero había visto la hermosura, gracia, honestidad de la pastora Diana, aquella en quien Naturaleza sumó todas las perfecciones que por muchas partes había repartido. Lo que su corazón sintió imagínelo aquel que en algún tiempo se halló metido entre memorias tristes. No pudo el desventurado pastor poner silencio a las lágrimas, ni excusar los suspiros que del alma le salían, y volviendo los ojos al cielo, comenzó a decir de esta manera:

-¡Ay memoria mía, enemiga de mi descanso!, ¿no os ocuparais mejor en hacerme olvidar disgustos presentes que en ponerme delante los ojos contentos pasados? ¿Qué decís memoria? Que en este prado vi a mi señora Diana, que en él comencé a sentir lo que no acabaré de llorar, que junto a aquella clara fuente, cercada de altos y verdes alisos, con muchas lágrimas algunas veces me juraba que no había cosa en la vida, ni voluntad de padres, ni persuasión de hermanos, ni importunidad de parientes que de su pensamiento la apartase; y que cuando esto decía salían por aquellos hermosos ojos unas lágrimas, como orientales perlas, que parecían testigo de lo que en el corazón le quedaba, mandándome, so pena de ser tenido por hombre de bajo entendimiento, que creyese lo que tantas veces me decía. Pues espera un poco, memoria, ya que me habéis puesto delante los fundamentos de mi desventura (que tales fueron, pues el bien que entonces pasé fue principio del mal que ahora padezco), no se os olviden, para templarme este descontento, de ponerme delante los ojos uno a uno los trs, los desasosiegos, los temores, los recelos, las sospechas, los celos, las desconfianzas, que aún en el mejor estado no dejan al que verdaderamente ama. ¡Ay memoria, memoria, destruidora de mi descanso! ¡Cuán cierto está responderme que el mayor tr, que en estas consideraciones se pasaba, era muy pequeño en comparación del contentamiento que a trueque de él recibía! Vos, memoria, tenéis mucha razón, y lo peor de ello es tenerla tan grande.

Y estando en esto, sacó del seno un papel donde tenía envueltos unos cordones de seda verde y cabellos (¡y qué cabellos!), y poniéndolos sobre la verde hierba, con muchas lágrimas sacó su rabel, no tan lozano como lo traía al tiempo que de Diana era favorecido, y comenzó a cantar lo siguiente:



    «Cabellos, ¡cuánta mudanza
he visto después que os vi,
y cuán mal parece ahí
esa color de esperanza!
Bien pensaba yo, cabellos 5
(aunque con algún temor)
que no fuera otro pastor
digno de verse cabe ellos.

   ¡Ay cabellos, cuántos días
la mi Diana miraba, 10
si os traía, o si os dejaba,
y otras cien mil niñerías!
¡Y cuántas veces llorando,
ay lágrimas engañosas,
pedía celos, de cosas 15
de que yo estaba burlando!

   Los ojos que me mataban,
decí, dorados cabellos,
¿qué culpa tuve en creerlos,
pues ellos me aseguraban? 20
¿No visteis vos que algún día
mil lágrimas derramaba,
hasta que yo le juraba
que sus palabras creía?

   ¿Quién vio tanta hermosura 25
en tan mudable sujeto,
y en amador tan perfecto,
quién vio tanta desventura?
¡Oh cabellos!, ¿no os corréis
por venir de a do viniste, 30
viéndome como me viste,
en verme como me veis?

   Sobre el arena sentada
de aquel río, la vi yo,
do con el dedo escribió: 35
"Antes muerta que mudada".
¡Mira el amor lo que ordena,
que os viene a hacer creer
cosas dichas por mujer,
y escritas en el arena!» 40

No acabara tan presto Sireno el triste canto, si las lágrimas no le fueran a la mano, tal estaba como aquel a quien fortuna tiene atajados todos los caminos de su remedio. Dejó caer su rabel, toma los dorados cabellos, vuélvelos a su lugar diciendo:

-¡Ay prendas de la más hermosa y desleal pastora que humanos ojos pudieron ver! ¿Cuán a vuestro salvo me habéis engañado? ¡Ay que no puedo dejar de veros, estando todo mi mal en haberos visto!

Y cuando del zurrón sacó la mano acaso topó con una carta, que en tiempo de su prosperidad Diana le había enviado, y como la vio, con un ardiente suspiro que del alma le salía, dijo:

-¡Ay carta, carta, abrasada te vea por mano de quien mejor lo pueda hacer que yo, pues jamás en cosa mía pude hacer lo que quisiese! ¡Mal haya quien ahora te leyere! Mas ¿quién podrá dejar de hacerlo?

Y descogiéndola vio que decía de esta manera:

Carta de Diana a Sireno
«Sireno mío: ¡Cuán mal sufriría tus palabras quien no pensase que amor te las hacía decir! Dícesme que no te quiero cuanto debo, no sé en qué lo ves, ni entiendo cómo te pueda querer más. Mira que ya no es tiempo de no creerme, pues ves que lo que te quiero me fuerza a creer lo que de tu pensamiento me dices. Muchas veces imagino que así como piensas que no te quiero queriéndote más que a mí, así debes pensar que me quieres teniéndome aborrecida. Mira, Sireno, que el tiempo lo ha hecho mejor contigo de lo que al principio de nuestros amores sospechaste y que, quedando mi honra a salvo, la cual te debe todo lo del mundo, no habría cosa en él que por ti no hiciese. Suplícote todo cuanto puedo que no te metas entre celos y sospechas, que ya sabes cuán pocos escapan de sus manos con la vida, la cual te dé Dios con el contento que yo te deseo.»

-¿Carta es esta -dijo Sireno suspirando- para pensar que pudiera entrar olvido en el corazón donde tales palabras salieron? ¿Y palabras son estas para pasarlas por la memoria a tiempo que quien las dijo no la tiene de mí? ¡Ay triste, con cuánto contentamiento acabé de leer esta carta cuando mi señora me la envió, y cuántas veces en aquella hora misma la volví a leer! Mas págola ahora con las setenas, y no se sufría menos sino venir de un extremo a otro, que mal contado le sería a la fortuna dejar de hacer conmigo lo que con todos hace.

A este tiempo, por una cuesta que de la aldea venía al verde prado, vio Sireno venir un pastor, su paso a paso, parándose a cada trecho, unas veces mirando el cielo, otras el verde prado y hermosa ribera, que desde lo alto descubría; cosa que más le aumentaba su tristeza, viendo el lugar que fue principio de su desventura. Sireno le conoció y dijo, vuelto el rostro hacia la parte donde venía:

-¡Ay desventurado pastor, aunque no tanto como yo! ¿En qué han parado las competencias que conmigo traías por los amores de Diana, y los disfavores que aquella cruel te hacía, poniéndolo a mi cuenta? Mas si tú entendieras que tal había de ser la suma, cuánta mayor merced hallaras que la fortuna te hacía en sustentarte en un infeliz estado que a mí en derribarme de él al tiempo que menos lo temía.

A este tiempo el desamado Silvano tomó una zampoña y, tañendo un rato, cantaba con gran tristeza estos versos:



   «Amador soy, mas nunca fui amado,
quise bien y querré, no soy querido,
fatigas paso y nunca las he dado,
suspiros di, mas nunca fui oído,
quejarme quise y no fui escuchado, 5
huir quise de amor, que de corrido,
de solo olvido no podré quejarme,
porque aún no se acordaron de olvidarme.

   Yo hago a cualquier mal solo un semblante,
jamás estuve hoy triste, ayer contento, 10
no miro atrás, ni temo ir adelante;
un rostro hago al mal, o al bien que siento.
Tan fuera voy de mí como el danzante,
que hace a cualquier son un movimiento,
y así me gritan todos como a loco 15
pero según estoy aun esto es poco.

   La noche a un amador le es enojosa,
cuando del día atiende bien alguno;
y el otro de la noche espera cosa
que el día le hace largo e importuno. 20
Con lo que un hombre cansa otro reposa,
tras su deseo camina cada uno:
mas yo siempre llorando el día espero,
y en viniendo el día por la noche muero.

   Quejarme yo de Amor es excusado; 25
pinta en el agua, o da voces al viento,
busca remedio en quien jamás le ha dado,
que al fin venga a dejarle sin descuento.
Llegaos a él a ser aconsejado,
diraos un disparate, y otros ciento. 30
¿Pues quién es este Amor? Es una ciencia
que no la alcanza estudio ni experiencia.

   Amaba mi señora al su Sireno,
dejaba a mí, quizá que lo acertaba;
yo triste a mi pesar tenía por bueno, 35
lo que en la vida y alma me tocaba.
A estar mi cielo algún día sereno,
quejara yo de amor si le anublaba,
mas ningún bien diré que me ha quitado,
ved cómo quitará lo que no ha dado. 40

   No es cosa amor, que aquel que no lo tiene
hallará feria a do pueda comprarlo,
ni cosa que en llamándola se viene,
ni que le hallaréis yendo a buscarlo;
que si de vos no nace, no conviene 45
pensar que ha de nacer de procurarlo.
Y pues que jamás puede amor forzarse,
no tiene el desamado que quejarse.»



No estaba ocioso Sireno al tiempo que Silvano estos versos cantaba, que con suspiros respondía a los últimos acentos de sus palabras, y con lágrimas solemnizaba lo que de ellas entendía. El desamado pastor, después que hubo acabado de cantar, se comenzó a tomar cuenta de la poca que consigo tenía, y cómo por su señora Diana había olvidado todo el hato y rebaño, y esto era lo menos. Consideraba que sus servicios eran sin esperanza de galardón, cosa que a quien tuviera menos firmeza pudiera fácilmente atajar el camino de sus amores. Mas era tanta su constancia, que, puesto en medio de todas las causas que tenía de olvidar a quien no se acordaba de él, se salía tan a su salvo de ellas, y tan sin perjuicio del amor que a su pastora tenía, que sin medio alguno cometía cualquiera imaginación que en daño de su fe le sobreviniese.

Pues como vio a Sireno junto a la fuente, quedó espantado de verle tan triste, no porque ignorase la causa de su tristeza, mas porque le pareció que si él hubiera recibido el más pequeño favor que Sireno algún tiempo recibió de Diana, aquel contentamiento bastara para toda la vida tenerle. Llegose a él, y abrazándose los dos con muchas lágrimas se volvieron a sentar encima de la menuda hierba y Silvano comenzó a hablar de esta manera:

-¡Ay Sireno, causa de toda mi desventura, o del poco remedio de ella! Nunca Dios quiera que yo de la tuya reciba venganza, que cuando muy a mi salvo pudiese hacerlo, no permitiría el amor que a mi señora Diana tengo que yo fuese contra aquel en quien ella con tanta voluntad lo puso. Si tus trs no me duelen, nunca en los míos haya fin. Si luego que Diana se quiso desposar, no se me acordó que su desposorio y tu muerte habían de ser a un tiempo, nunca en otro mejor me vea que este en que ahora estoy. Pensar debes, Sireno, que te quería yo mal porque Diana te quería bien, y que los favores que ella te hacía eran parte para que yo te desamase. Pues no era de tan bajos quilates mi fe, que no siguiese a mi señora, no solo en quererla sino en querer todo lo que ella quisiese. Pesarme de tu fatiga no tienes por qué agradecérmelo, porque estoy tan hecho a pesares que aun de bienes míos me pesaría, cuanto más de males ajenos.

No causó poca admiración a Sireno las palabras del pastor Silvano; y así estuvo un poco suspenso, espantado de tan gran sufrimiento, y de la cualidad del amor que a su pastora tenía. Y volviendo en sí le respondió de esta manera:

-¿Por ventura, Silvano, has nacido tú para ejemplo de los que no sabemos sufrir las adversidades que la fortuna delante nos pone? ¿O acaso te ha dado naturaleza tanto ánimo en ellas que no solo baste para sufrir las tuyas, mas que aún ayudes a sobrellevar las ajenas? Veo que estás tan conforme con tu suerte que, no te prometiendo esperanza de remedio, no sabes pedirle más de lo que te da. Yo te digo, Silvano, que en ti muestra bien el tiempo que cada día va descubriendo novedades muy ajenas de la imaginación de los hombres. ¡Oh cuánta más envidia te debe tener este sin ventura pastor, en verte sufrir tus males, que tú podrías tenerle a él al tiempo que le veías gozar sus bienes! ¿Viste los favores que me hacía? ¿Viste la blandura de palabra con que me manifestaba sus amores? ¿Viste cómo llevar el ganado al río, sacar los corderos al soto, traer las ovejas por la siesta a la sombra de estos alisos, jamás sin mi compañía supo hacerlo? Pues nunca yo vea el remedio de mi mal, si de Diana esperé, ni deseé cosa que contra su honra fuese. Y si por la imaginación me pasaba, era tanta su hermosura, su valor, su honestidad, y la limpieza del amor que me tenía, que me quitaban del pensamiento cualquier cosa que en daño de su bondad imaginase.

-Eso creo yo por cierto -dijo Silvano suspirando- porque lo mismo podré afirmar de mí. Y creo que no viviera nadie que en Diana pusiera los ojos que osara desear otra cosa, sino verla y conversarla. Aunque no sé si hermosura tan grande en algún pensamiento, no tan sujeto como el nuestro, hiciera algún exceso; y más, si como yo un día la vi acertara de verla, que estaba sentada contigo junto a aquel arroyo, peinando sus cabellos de oro, y tú le estabas teniendo el espejo, en que de cuando en cuando se miraba. Bien mal sabíais los dos que os estaba yo acechando desde aquellas matas altas, que están junto a las dos encinas, y aún se me acuerda de los versos que tú le cantaste sobre haberle tenido el espejo en cuanto se peinaba.

-¿Cómo los hubiste a las manos? -dijo Sireno.

Silvano le respondió:

-El otro día siguiente hallé aquí un papel en que estaban escritos, y los leí, y aún los encomendé a la memoria. Y luego vino Diana por aquí llorando por haberlos perdido, y me preguntó por ellos, y no fue pequeño contentamiento para mí ver en mi señora lágrimas que yo pudiese remediar. Acuérdome que aquella fue la primera vez que de su boca oí palabra sin ira, y mira cuán necesitado estaba de favores que de decirme ella que me agradecía darle lo que buscaba, dice tan grandes reliquias, que más de un año de gravísimos males desconté por aquella sola palabra que traía alguna apariencia de bien.

-Por tu vida -dijo Sireno- que digas los versos que dices que yo le canté pues los tomaste de coro.

-Soy contento -dijo Silvano-. De esta manera decían:



«De merced tan extremada
ninguna deuda me queda,
pues en la misma moneda
señora quedáis pagada.
Que si gocé estando allí, 5
viendo delante de mí,
rostro, y ojos soberanos,
vos también, viendo en mis manos
lo que en vuestro rostro vi.

Y esto no os parezca mal, 10
que si de vuestra hermosura
viste sola la figura,
y yo vi lo natural.
Un pensamiento extremado,
jamás de amor sujetado, 15
mejor ve, que no el cautivo,
aunque el uno vea lo vivo,
y el otro lo dibujado.»



Cuando esto acabó Sireno de oír, dijo contra Silvano:

-Plega Dios, pastor, que el amor me dé esperanza de algún bien imposible, si hay cosa en la vida con que yo más fácilmente la pasase que con tu conversación; y si ahora en extremo no me pesa que Diana te haya sido tan cruel, que siquiera no mostrase agradecimiento a tan leales servicios, y a tan verdadero amor, como en ellos has mostrado.

Silvano le respondió suspirando:

-Con poco me contentara yo, si mi fortuna quisiera y bien pudiera Diana, sin ofender a lo que a su honra y a tu fe debía, darme algún contentamiento. Mas no tan solo huyó siempre de dármele, mas aún de hacer cosa por donde imaginase que yo algún tiempo podría tenerle. Decía yo muchas veces entre mí: ¿ahora esta fiera endurecida no se enojaría algún día con Sireno de manera que por vengarse de él fingiese favorecerme a mí? Que un hombre tan desconsolado, y falto de favores, aun fingidos los tendría por buenos. Pues cuando de esta ribera te partiste, pensé verdaderamente que el remedio de mi mal me estaba llamando a la puerta, y que el olvido era la causa más cierta que después de la ausencia se esperaba, y más en corazón de mujer. Pero cuando después vi las lágrimas de Diana, el no reposar en la aldea, el amar la soledad, los continuos suspiros, Dios sabe lo que sentí; que puesto caso que yo sabía ser el tiempo un médico muy aprobado para el mal que la ausencia suele causar, una sola hora de tristeza no quisiera yo que por mi señora pasara, aunque de ella se me siguieran a mí cien mil de alegría. Algunos días después que te fuiste, la vi junto a la dehesa del monte arrimada a una encina, de pechos sobre su cayado, y de esta manera estuvo gran pieza antes que me viese. Después alzó los ojos, y las lágrimas le estorbaron verme. Debía ella entonces imaginar en su triste soledad, y en el mal que tu ausencia le hacía sentir; pero de ahí a un poco, no sin lágrimas acompañadas de tristes suspiros, sacó una zampoña que en el zurrón traía y la comenzó a tocar tan dulcemente que el valle, el monte, el río, las aves enamoradas, y aun las fieras de aquel espeso bosque quedaron suspensas, y dejando la zampoña, al son que en ella había tañido, comenzó esta canción:


Canción



    «Ojos que ya no veis quien os miraba
(cuando erais espejo en que se veía)
¿qué cosa podréis ver que os dé contento?

   Prado florido y verde, do algún día
por el mi dulce amigo yo esperaba, 5
llorad conmigo el grave mal que siento.

   Aquí me declaró su pensamiento,
oíle yo cuitada
más que serpiente airada,
llamándole mil veces atrevido; 10
y el triste allí rendido,
parece que es ahora, y que lo veo,
y aun ese es mi deseo.
¡Ay si le viese yo, ay tiempo bueno!
Ribera umbrosa, ¿qué es del mi Sireno? 15

    Aquella es la ribera, este es el prado,
de allí parece el soto, y valle umbroso,
que yo con mi rebaño repastaba;

   veis el arroyo dulce y sonoroso,
a do pacía la siesta mi ganado 20
cuando el mi dulce amigo aquí moraba;

   debajo aquella haya verde estaba,
y veis allí el otero
a do le vi primero,
y a do me vio: dichoso fue aquel día, 25
si la desdicha mía
un tiempo tan dichoso no acabara.
¡Oh haya, oh fuente clara!,
todo está aquí, mas no por quien yo peno;
ribera umbrosa, ¿qué es del mi Sireno? 30

   Aquí tengo un retrato que me engaña,
pues veo a mi pastor cuando lo veo,
aunque en mi alma está mejor sacado.

   Cuando de verle llega el gran deseo,
de quien el tiempo luego desengaña, 35
a aquella fuente voy, que está en el prado.

   Arrímolo a aquel sauce, y a su lado
me asiento, ¡ay amor ciego!;
al agua miro luego,
y veo a mí, y a él, como le veía,
40
cuando él aquí vivía.
Esta invención un rato me sustenta,
después caigo en la cuenta,
y dice el corazón de ansias lleno:
Ribera umbrosa, ¿qué es del mi Sireno? 45

    Otras veces le hablo, y no responde,
y pienso que de mí se está vengando,
porque algún tiempo no le respondía;

   mas dígole yo triste así llorando:
Hablad, Sireno, pues estáis adonde 50
jamás imaginó mi fantasía.
No veis, decí, ¿que estáis en el alma mía?
Y él todavía callado,
y estarse allí a mi lado,
en mi seso le ruego que me hable; 55
¡qué engaño tan notable,
pedir a una pintura lengua o seso!
¡Ay tiempo, que en un peso
está mi alma y en poder ajeno!
Ribera umbrosa, ¿qué es del mi Sireno? 60

    No puedo jamás ir con mi ganado,
cuando se pone el sol a nuestra aldea,
ni desde allá venir a la majada,

   sino por donde aunque quiera vea,
la choza de mi bien tan deseado, 65
ya por el suelo toda derribada.

   Allí me asiento un poco, y descuidada
de ovejas y corderos,
hasta que los vaqueros
me dan voces diciendo: "Ah pastora, 70
¿en qué piensas ahora?
¿Y el ganado paciendo por los trigos?"
Mis ojos son testigos,
por quien la hierba crece al valle ameno.
Ribera umbrosa, ¿qué es del mi Sireno? 75

    Razón fuera, Sireno, que hicieras
a tu opinión más fuerza en la partida,
pues que sin ella te entregué la mía;

   ¿mas yo de quién me quejo? ¡Ay perdida!,
¿pudiera alguno hacer que no partieras, 80
si el hado, la fortuna lo quería?

   No fue la culpa tuya, ni podría
creer que tú hicieses
cosa, con que ofendieses
a este amor tan llano y tan sencillo, 85
ni quiero presumirlo,
aunque haya muchas muestras y señales;
los hados desiguales
me han anublado un cielo muy sereno.
Ribera umbrosa, ¿qué es del mi Sireno? 90

   Canción, mira que vayas donde digo,
mas quédate conmigo,
que puede ser te lleve la fortuna
a parte do te llamen importuna.»



Acabando Silvano la amorosa canción de Diana, dijo a Sireno, que como fuera de sí estaba oyendo los versos que después de su partida la pastora había cantado:

-Cuando esta canción cantaba la hermosa Diana en mis lágrimas pudieran ver si yo sentía las que ella por tu causa derramaba. Pues no queriendo yo de ella entender que la había entendido, disimulando lo mejor que pude, que no fue poco poderlo hacer, llegueme adonde estaba.

Sireno entonces le atajó diciendo:

-Ten punto Silvano, ¿que un corazón que tales cosas sentía pudo mudarse? ¡Oh constancia, oh firmeza, y cuán pocas veces hacéis asiento sobre corazón de hembra, que cuanto más sujeta está a quereros, tanto más pronta está para olvidaros! Y bien creí yo que en todas las mujeres había esta falta, mas en mi señora Diana jamás pensé que naturaleza había dejado cosa buena por hacer.

Prosiguiendo, pues, Silvano por su historia adelante le dijo:

-Como yo me llegase más a donde Diana estaba, vi que ponía los ojos en la clara fuente adonde prosiguiendo su acostumbrado oficio, comenzó a decir: «¡Ay ojos, y cuánto más presto se os acabarán las lágrimas que la ocasión de derramarlas! ¡Ay mi Sireno! Plega a Dios que antes que el desabrido invierno desnude el verde prado de frescas y olorosas flores, y el valle ameno de la menuda hierba, y los árboles sombríos de su verde hoja, vean estos ojos tu presencia, tan deseada de mi alma, como de la tuya debo ser aborrecida.» A este punto alzó el divino rostro, y me vio; trabajó por disimular el triste llanto, mas no lo pudo hacer de manera que las lágrimas no atajasen el paso a su disimulación. Levantose a mí diciendo: «Siéntate aquí, Silvano, que asaz vengado estás, y a costa mía. Bien paga esta desdichada lo que dices que a su causa sientes, si es verdad que es ella la causa.» «¿Es posible, Diana», le respondí, «que eso me quedaba por oír? En fin no me engaño en decir que nací para cada día descubrir nuevos géneros de tormentos; y tú para hacerme más sinrazones de las que en tu pensamiento pueden caber. ¿Ahora dudas ser tú la causa de mi mal? Si tú no eres la causa de él, ¿quién sospechas que mereciese tan gran amor? O ¿qué corazón habría en el mundo si no fuese el tuyo a quien mis lágrimas no hubiesen ablandado?» Y a esto añadí otras muchas cosas de que ya no tengo memoria. Mas la cruel enemiga de mi descanso atajó mis razones diciendo: «Mira Silvano, si otra vez tu lengua se atreve a tratar de cosa tuya, y a dejar de hablarme en él mi Sireno, a tu placer te dejaré gozar de la clara fuente donde estamos sentados. ¿Y tú no sabes que toda cosa que de mi pastor no tratare me es aborrecible y enojosa? ¿Y que a la persona que quiere bien todo el tiempo que gasta en oír cosa fuera de sus amores le parece mal empleado?» Yo entonces, de miedo que mis palabras no fuesen causa de perder el descanso que su vista me ofrecía, puse silencio en ellas, y estuve allí un gran rato, gozando de ver aquella hermosura sobrehumana hasta que la noche se dejó venir, con mayor presteza de lo que yo quisiera; y de allí nos fuimos los dos con nuestros ganados a la aldea.

Sireno suspirando le dijo:

-Grandes cosas me has contado, Silvano, y todas en daño mío, desdichado de mí, cuán presto vine a experimentar la poca constancia que en las mujeres hay, por lo que les debo me pesa. No quisiera yo, pastor, que en algún tiempo se oyera decir que en un vaso, donde tan gran hermosura y discreción juntó naturaleza, hubiera tan mala mixtura como es la inconstancia que conmigo ha usado. Y lo que más me llega al alma es que el tiempo le ha de dar a entender lo mal que conmigo lo ha hecho, lo cual no puede ser sino a costa de su descanso. ¿Cómo le va de contentamiento después de casada?

Silvano respondió:

-Dícenme algunos que le va mal, y no me espanto, porque, como sabes, Delio, su esposo, aunque es rico de los bienes de fortuna, no lo es de los de naturaleza, que en esto de la disposición ya ves cuán mal le va, pues de otras cosas de que los pastores nos preciamos como son tañer, cantar, luchar, jugar al cayado, bailar con las mozas el domingo, parece que Delio no ha nacido para más que mirarlo.

-Ahora, pastor -dijo Sireno- toma tu rabel y yo tomaré mi zampoña, que no hay mal que con la música no se pase, ni tristeza que con ella no se acreciente.

Y templando los dos pastores sus instrumentos, con mucha gracia y suavidad, comenzaron a cantar lo siguiente:



SILVANO

    «Sireno, ¿en qué pensabas, que mirándote
estaba desde el soto, y condoliéndome
de ver con el dolor que estás quejándote?

   Yo dejé mi ganado allí atendiéndome,
que en cuanto el claro sol no va encubriéndose, 5
bien puedo estar contigo entreteniéndome.

   Tu mal me di, pastor, que el mal diciéndose
se pasa a menos costa que callándolo,
y la tristeza en fin va despidiéndose.

   Mi mal contaría yo, pero contándolo 10
se me acrecienta, y más en acordárseme
de cuán en vano, ¡ay triste!, estoy llorándolo.

   La vida a mi pesar veo alargárseme,
mi triste corazón no hay consolármele,
y un desusado mal veo acercárseme. 15

   De quien me dio esperé, vino a quitármele,
mas nunca le esperé, porque esperándole
pudiera con razón dejar de dármele.

   Andaba mi pasión solicitándole,
con medios no importunos, sino lícitos, 20
y andaba el crudo amor allá estorbándole.

   Mis tristes pensamientos muy solícitos
de una a otra parte revolviéndose,
huyendo en toda cosa el ser ilícitos,

   pedían a Diana que, pudiéndose 25
dar medio en tanto mal, y sin causártele,
se diese, y fuese un triste entreteniéndose.

   ¿Pues qué hicieras, di, si en vez de dártele
te le quitara? ¡Ay triste!, que pensándolo
callar quería mi mal, y no contártele. 30

   Pero después, Sireno, imaginándolo,
una pastora invocó hermosísima,
y así va a costa mía en fin pasándolo.»


SIRENO

   «Silvano mío, una afición rarísima,
una beldad que ciega luego en viéndola, 35
un seso y discreción excelentísima,

   con una dulce habla, que en oyéndola,
las duras peñas mueve enterneciéndolas,
¿qué sentiría un amador perdiéndola?

   Mis ovejuelas miro, y pienso en viéndolas, 40
cuántas veces la vi repastándolas
y con las suyas propias recogiéndolas.

   Y ¿cuántas veces la topé, llevándolas
al río por la siesta a do sentándose,
con gran cuidado estaba allí contándolas? 45

   Después si estaba sola, destocándose,
vieras el claro sol envidiosísimo
de sus cabellos, y ella allí peinándose.

   Pues, ¡oh Silvano, amigo mío carísimo!,
cuántas veces de súbito encontrándome, 50
se le encendía aquel rostro hermosísimo;

   y con qué gracia estaba preguntándome
que cómo había tardado, y aun riñéndome,
si esto me enfadaba, halagándome.

   Pues cuántos días la hallé atendiéndome 55
en esta clara fuente, y yo buscándola
por aquel soto espeso, y deshaciéndome.

   Como cualquier tr en encontrándola
de ovejas y corderos, lo olvidábamos
hablando ella conmigo, y yo mirándola. 60

   Otras veces, Silvano, concertábamos
la zampoña y rabel, con que tañíamos
y mis versos entonces allí cantábamos.

   Después la flecha y arco apercibíamos,
y otras veces la red, y ella siguiéndome, 65
jamás sin caza a nuestra aldea volvíamos.

   Así fortuna anduvo entreteniéndome,
que para mayor mal iba guardándome,
el cual no tendrá fin, sino muriéndome.»


SILVANO

    «Sireno, el crudo amor que lastimándome 70
jamás cansó, no impide el acordárseme
de tanto mal, y muero en acordándome.

   Miré a Diana, y vi luego abreviárseme
el placer y contento, en solo viéndola,
y a mi pesar la vida vi alargárseme. 75

   ¡Oh cuántas veces la hallé perdiéndola
y cuántas veces la perdí hallándola!
¿y yo callar, sufrir, morir sirviéndola?

   La vida perdía yo, cuando topándola
miraba aquellos ojos, que airadísimos 80
volvía contra mí luego en hablándola.

   Mas cuando los cabellos hermosísimos
descogía y peinaba, no sintiéndome,
se me volvían los males sabrosísimos.

   Y la cruel Diana en conociéndome, 85
volvía como fiera que encrespándose
arremete al león, y deshaciéndome.

   Un tiempo la esperanza, así burlándome,
mantuvo el corazón entreteniéndole;
mas él mismo después desengañándose, 90
burló del esperar y fue perdiéndole.»



No mucho después que los pastores dieron fin al triste canto, vieron salir de entre la arboleda, que junto al río estaba, una pastora tañendo con una zampoña, y cantando con tanta gracia y suavidad, como tristeza; la cual encubría gran parte de su hermosura, que no era poca. Y preguntando Sireno, como quien había mucho que no repastaba por aquel valle, quién fuese, Silvano le respondió:

-Esta es una hermosa pastora que de pocos días acá apacienta por estos prados, muy quejosa de amor y, según dicen con mucha razón, aunque otros quieren decir que ha mucho tiempo que se burla con el desengaño.

-¿Por ventura -dijo Sireno- está en su mano el desengañarse?

-Sí -respondió Silvano-, porque no puedo yo creer que hay mujer en la vida que tanto quiera que la fuerza del amor le estorbe entender si es querida o no.

-De contraria opinión soy.

-¿De contraria? -dijo Silvano-. Pues no te irás alabando, que bien caro te cuesta haberte fiado en las palabras de Diana, pero no te doy culpa, que así como no hay a quien no venza su hermosura, así no habrá a quien sus palabras no engañen.

-¿Cómo puedes tú saber eso, pues ella jamás te engañó con palabras ni con obras?

-Verdad es -dijo Silvano- que siempre fui de ella desengañado, mas yo osaría jurar, por lo que después acá ha sucedido, jamás me desengañó a mí sino por engañarte a ti. Pero dejemos esto y oigamos esta pastora que es gran amiga de Diana, y según lo que de su gracia y discreción me dicen, bien merece ser oída.

A este tiempo llegaba la hermosa pastora junto a la fuente, cantando este soneto:



Soneto


«Ya he visto yo a mis ojos más contento,
ya he visto más alegre el alma mía,
triste de la que enfada, do algún día
con su vista causó contentamiento.

   Mas como esta fortuna en un momento 5
os corta la raíz del alegría:
lo mismo que hay de un es a un ser solía
hay de un gran placer a un gran tormento.

   Tomaos allá con tiempos, con mudanzas,
tomaos con movimientos desvariados, 10
veréis el corazón cuán libre os queda.

   Entonces me fiaré yo en esperanzas,
cuando los casos tenga sojuzgados,
y echado un clavo al eje de la rueda.»





Después que la pastora acabó de cantar se vino derecha a la fuente adonde los pastores estaban, y entretanto que venía, dijo Silvano, medio riendo:

-No hagas sino hacer caso de aquellas palabras, y aceptar por testigo el ardiente suspiro con que dio fin a su cantar.

-De eso no dudes -respondió Sireno- que tan presto yo la quisiera bien, como aunque me pese creyera todo lo que ella me quisiera decir.

Pues estando ellos en esto llegó Selvagia, y cuando conoció a los pastores muy cortésmente los saludó diciendo:

-¿Qué hacéis, oh desamados pastores, en este verde y deleitoso prado?

-No dices mal, hermosa Selvagia, en preguntar qué hacemos -dijo Silvano-. Hacemos tan poco para lo que debíamos hacer, que jamás podemos concluir cosa que el amor nos haga desear.

-No te espantes de eso -dijo Selvagia- que cosas hay que antes que se acaben, acaban ellas a quien las desea.

Silvano respondió:

-A lo menos si hombre pone su descanso en manos de mujer, primero se acabará la vida que con ella se acabe cosa con que se espere recibirle.

-Desdichadas de estas mujeres -dijo Selvagia- que tan mal tratadas son de vuestras palabras.

-Más de estos hombres -respondió Silvano-, que tanto peor lo son de vuestras obras. ¿Puede ser cosa más baja, ni de menos valor, que por la cosa más liviana del mundo olvidéis vosotras a quien más amor hayáis tenido? Pues ausentaos algún día de quien bien queréis, que a la vuelta habréis menester negociar de nuevo.

-Dos cosas siento -dijo Selvagia- de lo que dices que verdaderamente me espantan: la una es que veo en tu lengua al revés de lo que de tu condición tuve entendido siempre, porque imaginaba yo cuando oía hablar en tus amores que eras en ellos un fénix, y que ninguno de cuantos hasta hoy han querido bien, pudieron llegar al extremo que tú has tenido en querer a una pastora que yo conozco, causas harto suficientes para no tratar mal de mujeres, si la malicia no fuera más que los amores; la segunda es que hablas en cosa que no entiendes, porque hablar en olvido quien jamás tuvo experiencia de él, más se debe atribuir a locura que a otra cosa. Si Diana jamás se acordó de ti, ¿cómo puedes tú quejarte de su olvido?

-A ambas cosas -dijo Silvano- pienso responderte, si no te cansas en oírme; plega a Dios que jamás me vea con más contento del que ahora tengo si nadie, por más ejemplos que me traiga, puede encarecer el poder que sobre mi alma tiene aquella desagradecida y desleal pastora (que tú conoces, y yo no quisiera conocer), pero cuanto mayor es el amor que le tengo tanto más me pesa que en ella haya cosa que pueda ser reprehendida; porque ahí está Sireno, que fue más favorecido de Diana que todos los del mundo lo han sido de sus señoras, y lo ha olvidado de la manera que todos sabemos. A lo que dices que no puedo hablar en mal de que no tengo experiencia, ¿bueno sería que el médico no supiese tratar de mal que él no hubiese tenido? Y de otra cosa, Selvagia, te quiero satisfacer, no pienses que quiero mal a las mujeres, que no hay cosa en la vida a quien más desee servir, mas en pago de querer bien soy tratado mal, y de aquí nace decirlo yo de quien es su gloria causármele.

Sireno, que había rato que callaba, dijo contra Selvagia:

-Pastora, si me oyeses no pondrías culpa a mi competidor, o hablando más propiamente, a mi caro amigo Silvano. Dime, ¿por qué causa sois tan movibles que en un punto derribáis a un pastor de lo más alto de su ventura a lo más bajo de su miseria? Pero, ¿sabéis a qué lo atribuyo? A que no tenéis verdadero conocimiento de lo que traéis entre manos. Tratáis de amor, no sois capaces de entenderle. Ved cómo sabréis aveniros con él.

-Yo te digo, Sireno -dijo Selvagia-, que la causa por que las pastoras olvidamos no es otra sino la misma por que de vosotros somos olvidadas. Son cosas que el amor hace y deshace; cosas que los tiempos y los lugares las mueven, o les ponen silencio. Mas no por defecto del entendimiento de las mujeres, de las cuales ha habido en el mundo infinitas que pudieran enseñar a vivir a los hombres, y aun los enseñaran a amar, si fuera el amor cosa que pudiera enseñarse. Mas con todo esto creo que no hay más bajo estado en la vida que el de las mujeres, porque si os hablan bien pensáis que están muertas de amores; si no os hablan, creéis que de alteradas y fantásticas lo hacen, si el recogimiento que tienen no hace a vuestro propósito tenéislo por hipocresía. No tienen desenvoltura que no os parezca demasiada; si callan decís que son necias, si hablan que son pesadas, y que no hay quien las sufra; si os quieren todo lo del mundo creéis que de malas lo hacen, si os olvidan y se apartan de las ocasiones de ser infamadas decís que de inconstantes y poco firmes en un propósito. Así que no está en más pareceros la mujer buena, o mala, que en acertar ella a no salir jamás de lo que pide vuestra inclinación.

-Hermosa Selvagia -dijo Sireno-, si todas tuviesen ese entendimiento y viveza de ingenio, bien creo yo que jamás darían ocasión a que nosotros pudiésemos quejarnos de sus descuidos. Mas para que sepamos la razón que tienes de agraviarte de amor, así Dios te dé el consuelo que para tan grave mal has menester, que nos cuentes la historia de tus amores, y todo lo que en ellos hasta ahora te ha sucedido (que de los nuestros tú sabes más de lo que nosotros te sabremos decir), por ver si las cosas que en él has pasado te dan licencia para hablar en ellos tan sueltamente. Que cierto tus palabras dan a entender ser tú la más experimentada en ellos que otra jamás haya sido.

Selvagia le respondió:

-Si yo no fuera, Sireno, la más experimentada, seré la más maltratada que nunca nadie pensó ser, y la que con más razón se puede quejar de sus desvariados efectos, cosa harto suficiente para poder hablar en él. Y porque entiendas, por lo que pasé, lo que siento de esta endiablada pasión, poned un poco vuestras desventuras en manos del silencio, y contaros he las mayores que jamás habéis oído:

En el valeroso e inexpugnable reino de los lusitanos hay dos caudalosos ríos que, cansados de regar la mayor parte de nuestra España, no muy lejos el uno del otro entran en el mar océano. En medio de los cuales hay muchas y muy antiguas poblaciones, a causa de la fertilidad de la tierra ser tan grande, que en el universo no hay otra alguna que se le iguale. La vida de esta provincia es tan remota y apartada de cosas que puedan inquietar el pensamiento que si no es cuando Venus, por manos del ciego hijo, se quiere mostrar poderosa, no hay quien entienda en más que en sustentar una vida quieta, con suficiente medianía, en las cosas que para pasarla son menester. Los ingenios de los hombres son aparejados para pasar la vida con asaz contento; y la hermosura de las mujeres para quitarla al que más confiado viviere. Hay muchas cosas por entre las florestas sombrías, y deleitosos valles, el término de los cuales, siendo proveído de rocío del soberano cielo y cultivado con industria de los habitadores de ellas, el gracioso verano tiene cuidado de ofrecerles el fruto de su tr y socorrerles a las necesidades de la vida humana. Yo vivía en una aldea que está junto al caudaloso Duero, que es uno de los dos ríos que os tengo dicho, adonde está el suntuosísimo templo de la diosa Minerva, que en ciertos tiempos del año es visitado de todas, o las más pastoras y pastores que en aquella provincia viven.

Comenzando un día, ante de la célebre fiesta, a solemnizarla las pastoras y ninfas con cantos e himnos muy suaves, y los pastores con desafíos de correr, saltar, luchar y tirar la barra, poniendo por premio para el que victorioso saliere, cuáles una guirnalda de verde yedra, cuáles una dulce zampoña, o flauta, o un cayado del nudoso fresno, y otras cosas de que los pastores se precian. Llegado pues el día en que la fiesta se celebraba, yo con otras pastoras amigas mías, dejando los serviles y bajos paños, y vistiéndonos de los mejores que teníamos, nos fuimos el día antes de la fiesta, determinadas de velar aquella noche en el templo, como otros años lo solíamos hacer. Estando, pues, como digo, en compañía de estas amigas mías, vimos entrar por la puerta una compañía de hermosas pastoras a quien algunos pastores acompañaban; los cuales dejándolas dentro, y habiendo hecho su debida oración, se salieron al hermoso valle; porque la orden de aquella provincia era que ningún pastor pudiese entrar en el templo, a más que a dar la obediencia, y se volviese luego a salir hasta que el día siguiente pudiesen todos entrar a participar de las ceremonias y sacrificios que entonces hacían. Y la causa de esto era porque las pastoras y ninfas quedasen solas, y sin ocasión de entender en otra cosa, sino celebrar la fiesta regocijándose unas con otras, cosa que otros muchos años solían hacer, y los pastores fuera del templo en un verde prado que allí estaba, al resplandor de la nocturna Diana. Pues habiendo entrado las pastoras que digo en el suntuoso templo, después de hechas sus oraciones y de haber ofrecido sus ofrendas delante del altar, junto a nosotras se asentaron. Y quiso mi ventura que junto a mí se sentase una de ellas, para que yo fuese desventurada todos los días que su memoria me durase. Las pastoras venían disfrazadas, los rostros cubiertos con unos velos blancos, y presos en sus chapeletes de menuda paja, sutilísimamente labrados, con muchas guarniciones de lo mismo, tan bien hechas y entretejidas, que de oro no les llevara ventaja.

Pues estando yo mirando la que junto a mí se había sentado, vi que no quitaba los ojos de los míos, y cuando yo la miraba, abajaba ella los suyos, fingiendo quererme ver sin que yo mirase en ello. Yo deseaba en extremo saber quién era, porque si hablase conmigo no cayese yo en algún yerro, a causa de no conocerla. Y todavía todas las veces que yo me descuidaba la pastora no quitaba los ojos de mí, y tanto que mil veces estuve por hablarla, enamorada de unos hermosos ojos que solamente tenía descubiertos. Pues estando yo con toda la atención posible, sacó la más hermosa y delicada mano que yo después acá he visto, y tomándome la mía, me la estuvo mirando un poco. Yo que estaba más enamorada de ella de lo que podría decir, le dije:

-Hermosa y graciosa pastora, no es sola esa mano la que está aparejada para serviros, mas también lo está el corazón y el pensamiento de cuya ella es.

Ismenia, que así se llamaba aquella que fue causa de toda la inquietud de mis pensamientos, teniendo ya imaginado hacerme la burla que adelante oiréis, me respondió muy bajo, que nadie lo oyese:

-Graciosa pastora, soy tan vuestra que como tal me atreví a hacer lo que hice, suplícoos que no os escandalicéis porque en viendo vuestro hermoso rostro no tuve más poder en mi.

Yo entonces muy contenta me llegué más a ella, y le dije medio riendo:

-¿Cómo puede ser, pastora, que siendo vos tan hermosa os enamoréis de otra que tanto le falta para serlo, y más siendo mujer como vos?

-¡Ay, pastora! -respondió ella- que el amor que menos veces se acaba es este, y el que más consienten pasar los hados, sin que las vueltas de fortuna, ni las mudanzas del tiempo les vayan a la mano.

Yo entonces respondí:

-Si la naturaleza de mi estado me enseñara a responder a tan discretas palabras, no me lo estorbara el deseo que de serviros tengo, mas creedme, hermosa pastora, que el propósito de ser vuestra, la muerte no será parte para quitármele.

Y después de esto los abrazos fueron tantos, los amores que la una a la otra nos decíamos, y de mi parte tan verdaderos, que ni teníamos cuenta con los cantares de las pastoras, ni mirábamos las danzas de las ninfas, ni otros regocijos que en el templo se hacían. A este tiempo importunaba yo a Ismenia que me dijese su nombre y se quitase el rebozo, de lo cual ella con gran disimulación se excusaba y con grandísima industria mudaba propósito. Mas siendo ya pasada medianoche, y estando yo con el mayor deseo del mundo de verle el rostro, y saber cómo se llamaba, y de adónde era, comencé a quejarme de ella, y a decir que no era posible que el amor que me tenía fuese tan grande como con sus palabras me manifestaba, pues habiéndole yo dicho mi nombre, me encubría el suyo, y que cómo podía yo vivir queriéndola como la quería si no supiese a quién quería, o a dónde había de saber nuevas de mis amores.

Y otras cosas dichas tan de veras que las lágrimas me ayudaron a mover el corazón de la cautelosa Ismenia, de manera que ella se levantó, y tomándome por la mano me apartó hacia una parte donde no había quien impedirnos pudiese; y comenzó a decirme estas palabras, fingiendo que del alma le salían:

-Hermosa pastora, nacida para inquietud de un espíritu que hasta ahora ha vivido tan exento cuanto ha sido posible, ¿quién podrá dejar de decirte lo que pides habiéndote hecho señora de su libertad? Desdichado de mí, que la mudanza del hábito te tiene engañada, aunque el engaño ya resulta en daño mío. El rebozo que quieres que yo quite, veslo aquí donde lo quito; decirte mi nombre no te hace mucho al caso, pues aunque yo no quiera me verás más veces de las que tú podrás sufrir.

Y diciendo esto, y quitándose el rebozo vieron mis ojos un rostro, que aunque el aspecto fuese un poco varonil, su hermosura era tan grande que me espantó. Y prosiguiendo Ismenia su plática dijo:

-Y porque, pastora, sepas el mal que tu hermosura me ha hecho, y que las palabras que entre las dos como de burlas han pasado son de veras, sabe que soy hombre y no mujer como antes pensabas. Estas pastoras que aquí ves, por reírse conmigo (que son todas mis parientas) me han vestido de esta manera, que de otra no pudiera quedar en el templo a causa de la orden que en esto se tiene.

Cuando yo entendí lo que Ismenia me había dicho y le vi, como digo, en el rostro, no aquella blandura ni en los ojos aquel reposo que las doncellas, por la mayor parte, solemos tener, creí que era verdad lo que me decía, y quedé tan fuera de mí que no supe qué responderle.

Todavía contemplaba aquella hermosura tan extremada, miraba aquellas palabras que me decía con tanta disimulación, que jamás supo nadie hacer cierto de lo fingido como aquella cautelosa pastora. Vime aquella hora tan presa de sus amores, y tan contenta de entender que ella lo estaba de mí, que no sabría encarecerlo. Y puesto caso que de semejante pasión yo hasta aquel punto no tuviese experiencia, causa harto suficiente para no saber decirla, todavía esforzándome lo mejor que pude, le hablé de esta manera:

-Hermosa pastora, que para hacerme quedar sin libertad, o para lo que la fortuna se sabe, tomaste el hábito de aquella que el de amor a causa tuya ha profesado, bastara el tuyo mismo para vencerme, sin que con mis armas propias me hubieras rendido. Mas ¿quién podrá huir de lo que su fortuna le tiene solicitado? Dichosa me pudiera llamar si hubieras hecho de industria lo que acaso hiciste: porque a mudarte el hábito natural para solo verme, y decirme lo que deseabas, atribuyéralo yo a merecimiento mío, y a grande afición tuya, mas ver que la intención fue otra, aunque el efecto haya sido el que tenemos delante, me hace estar no tan contenta, como lo estuviera a ser de la manera que dijo. Y no te espantes, ni te pese de este deseo, que no hay mayor señal de una persona querer todo lo que puede, que desear ser querida de aquel a quien ha entregado su libertad. De lo que me has oído podrás sacar cuál me tiene tu vista. Plegue a Dios que uses tan bien del poder que sobre mí has tomado, que pueda yo sustentar el tenerme por dichosa hasta la fin de nuestros amores, los cuales, de mi parte, no le tendrán en cuanto la vida me durare.

La cautelosa Ismenia me supo tan bien responder a lo que dije, y fingir las palabras que para nuestra conversación eran necesarias que nadie pudiera huir del engaño en que yo caí, si la fortuna de tan dificultoso laberinto con el hilo de prudencia no le sacara. Y así estuvimos hasta que amaneció, hablando en lo que podría imaginar quien por estos desvariados casos de amor ha pasado. Díjome que su nombre era Alanio, su tierra Galia, tres millas de nuestra aldea. Quedamos concertados de vernos muchas veces.

La mañana se vino, y las dos nos apartamos con más abrazos, lágrimas, suspiros de lo que ahora sabré decir. Ella se partió de mí, yo volviendo atrás la cabeza por verla, y por ver si me miraba, vi que se iba medio riendo, mas creí que los ojos me habían engañado. Fuese con la compañía que había traído, mas yo volví con mucha más porque llevaba en la imaginación los ojos del fingido Alanio, las palabras con que su vano amor me había manifestado, los abrazos que de él había recibido y el crudo mal de que hasta entonces no tenía experiencia.

Ahora habéis de saber, pastores, que esta falsa y cautelosa Ismenia tenía un primo que se llamaba Alanio a quien ella más que a sí quería, porque en el rostro y ojos, y todo lo demás se le parecía, tanto que, si no fueran los dos de género diferente, no hubiera quien no juzgara el uno por el otro. Y era tanto el amor que le tenía que cuando yo a ella en el templo le pregunté su mismo nombre, habiéndome de decir nombre de pastor, el primero que me supo nombrar fue Alanio, porque no hay cosa más cierta que en las cosas súbitas encontrarse la lengua con lo que está en el corazón. El pastor la quería bien, mas no tanto como ella a él. Pues cuando las pastoras salieron del templo para volverse a su aldea, Ismenia se halló con Alanio, su primo, y él por usar de la cortesía que a tan grande amor como el de Ismenia era debida, dejando la compañía de los mancebos de su aldea, determinó de acompañarla, como lo hizo, de que no poco contentamiento recibió Ismenia; y por dársele a él en alguna cosa, sin mirar lo que hacía, le contó lo que conmigo había pasado, diciéndoselo muy particularmente, y con grandísima risa de los dos. Y también le dijo cómo yo quedaba, pensando que ella fuese hombre, muy presa de sus amores. Alanio, cuando aquello oyó, disimuló lo mejor que él pudo, diciendo que había sido grandísimo donaire. Y sacándole todo lo que conmigo había pasado, que no faltó cosa, llegaron a su aldea.

Y de ahí a ocho días, que para mí fueron ocho mil años, el traidor de Alanio (que así lo puedo llamar, con más razón que él ha tenido de olvidarme) se vino a mi lugar, y se puso en parte donde yo pudiese verle, al tiempo que pasaba con otras zagalas a la fuente, que cerca del lugar estaba. Y como yo lo viese, fue tanto el contentamiento que recibí que no se puede encarecer, pensando que él era el mismo que en hábito de pastora había hablado en el templo. Y luego le hice señas que se viniese hacia la fuente, adonde yo iba, y no fue menester mucho para entenderlas. Él se vino, y allí estuvimos hablando todo lo que el tiempo nos dio lugar, y el amor quedó, a lo menos de mi parte, tan confirmado que, aunque el engaño se descubriera, como de ahí a pocos días se descubrió, no fuera parte para apartarme de mi pensamiento. Alanio también creo que me quería bien, y que desde aquella hora quedó preso de mis amores, pero no lo mostró por la obra tanto como debía.

Así que algunos días se trataron nuestros amores con el mayor secreto que pudimos, pero no fue tan grande que la cautelosa Ismenia no lo supiese, y viendo que ella tenía la culpa, no solo en haberme engañado, mas aun en haber dado causa a que Alanio descubriéndole lo que pasaba me amase a mí, y pusiese a ella en olvido, estuvo para perder el seso, mas consolose con parecerle que, en sabiendo yo la verdad, al punto lo olvidaría. Y engañábase en ello, que después le quise mucho más y con muy mayor obligación. Pues determinada Ismenia de deshacer el engaño, que por su mal me había hecho, me escribió esta carta:

Carta de Ismenia para Selvagia

«Selvagia, si a los que nos quieren tenemos obligación de quererlos, no hay cosa en la vida a quien más deba que a ti; pero si las que son causa que seamos olvidadas, deben ser aborrecidas, a tu discreción lo dejo. Querríate poner alguna culpa de haber puesto los ojos en el mi Alanio, mas ¿qué haré, desdichada que toda la culpa tengo yo de mi desventura? Por mi mal te vi, oh Selvagia; bien pudiera yo excusar lo que pasé contigo, mas en fin desenvolturas demasiadas, las menos veces suceden bien. Por reír una hora con el mi Alanio contándole lo que había pasado, lloraré toda mi vida, si tú no te dueles de ella. Suplícote cuanto puedo que baste este desengaño, para que Alanio sea de ti olvidado y esta pastora restituida en lo que pudieres, que no podrás poco, si amor te da lugar a hacer lo que te suplico.»


Cuando yo esta carta vi, ya Alanio me había desengañado de la burla que Ismenia me había hecho; pero no me había contado los amores que entre los dos había, de lo cual yo no hice mucho caso, porque estaba tan confiada en el amor que mostraba tenerme que no creyera jamás que pensamientos pasados, ni por venir, podrían ser parte para que él me dejase. Y porque Ismenia no me tuviese por descomedida, respondí a su carta de esta manera:

Carta de Selvagia para Ismenia

«No sé, hermosa Ismenia, si me queje de ti, o si te dé gracias por haberme puesto en tal pensamiento; ni creo sabría determinar cuál de estas cosas hacer, hasta que el suceso de mis amores me lo aconseje. Por una parte me duele tu mal, por otra veo que tú saliste al camino a recibirle. Libre estaba Selvagia al tiempo que en el templo la engañaste, y otra está esta sujeta a la voluntad de aquel a quien tú quisiste entregarla. Dícesme que deje de querer a Alanio, con lo que tú en ese caso harías puedo responderte. Una cosa me duele en extremo, y es ver que tienes mal de que no puedes quejarte, el cual da muy mayor pena a quien lo padece. Considero aquellos ojos con que me viste, y aquel rostro que después de muy importunada me mostraste, y pésame que cosa tan parecida al mi Alanio padezca tan extraño descontento. Mira qué remedio este para poder haberlo en tu mal. Por la liberalidad que conmigo has usado, en darme la más preciosa joya que tenías, te beso las manos. Dios quiera que en algo te lo pueda servir. Si vieres allá el mi Alanio, dile la razón que tiene de quererme, que ya él sabe la que tiene de olvidarte. Y Dios te dé el contentamiento que deseas, con que no sea a costa del que yo recibo en verme tan bien empleada.»

No pudo Ismenia acabar de leer esta carta, porque al medio de ella fueron tantos los suspiros y lágrimas que por sus ojos derramaba, que pensó perder la vida llorando. Trabajaba cuanto podía porque Alanio dejase de querer, y buscaba para esto tantos remedios como él para apartarse donde pudiese verla. No porque le quería mal, mas por parecerle que con esto me pagaba algo de lo mucho que me debía. Todos los días que en este propósito vivió, no hubo alguno que yo dejase de verle, porque el camino que de su lugar al mío había jamás dejaba de ser por él paseado. Todos los trs tenía en poco si con ellos le parecía que yo tomaba contento. Ismenia los días que por él preguntaba, y le decían que estaba en mi aldea, no tenía paciencia para sufrirlo. Y con todo esto no había cosa que más contento le diese que hablarle en él.

Pues como la necesidad sea tan ingeniosa que venga a sacar remedios donde nadie pensó hallarlos, la desamada Ismenia se aventuró a tomar uno, cual pluguiera a Dios que por el pensamiento no le pasara, y fue fingir que quería bien a otro pastor, llamado Montano, de quien mucho tiempo había sido requerida. Y era el pastor con quien Alanio peor estaba. Y como lo determinó así lo puso por obra, por ver si con esta súbita mudanza podría atraer a Alanio a lo que deseaba, porque no hay cosa que las personas tengan por segura, aunque lo tengan en poco, que si de súbito la pierden, no les llegue al alma el perderla.

Pues como viese Montano que su señora Ismenia tenía por bien de corresponder al amor que él tanto tiempo le había tenido, ¡ya veis lo que sentiría! Fue tanto el gozo que recibió, tantos los servicios que le hizo, tantos los trs en que por causa suya se puso, que fueron parte, juntamente con las sinrazones que Alanio le había hecho, para que saliese verdadero lo que fingiendo la pastora había comenzado. Y puso Ismenia su amor en el pastor Montano con tanta firmeza que ya no había cosa a quien más quisiese que a él, ni que menos desease ver que al mi Alanio. Y esto le dio ella a entender lo más presto que pudo, pareciéndole que en ello se vengaba de su olvido y de haber puesto en mí el pensamiento. Alanio aunque sintió en extremo el ver a Ismenia perdida por pastor con quien él tan mal estaba, era tanto el amor que me tenía, que no daba a entenderlo cuanto ello era.

Mas andando algunos días, y considerando que él era causa de que su enemigo fuese tan favorecido de Ismenia, y que la pastora ya huía de verle, muriéndose no mucho antes cuando no le veía, estuvo para perder el seso de enojo, y determinó de estorbar esta buena fortuna de Montano. Para lo cual comenzó nuevamente de mirar a Ismenia, y de no venir a verme tan público como solía, ni faltar tantas veces en su aldea, porque Ismenia no lo supiese. Los amores entre ella y Montano iban muy adelante, y los míos con el mi Alanio se quedaban atrás todo lo que podían; no de mi parte, pues sola la muerte podrá apartarme de mi propósito, mas de la suya, que jamás pensé ver cosa tan mudable. Porque como estaba tan encendido en cólera con Montano, la cual no podía ser ejecutada, sino con amor en la su Ismenia, y para esto las venidas a mi aldea eran gran impedimento, y como el estar ausente de mí le causase olvido, y la presencia de la su Ismenia grandísimo amor, él volvió a su pensamiento primero y yo quedé burlada del mío. Mas con todos los servicios que a Ismenia hacía, los recados que le enviaba, las quejas que formaba de ella, jamás la pudo mover de su propósito, ni hubo cosa que fuese parte para hacerle perder un punto del amor que a Montano tenía.

Pues estando yo perdida por Alanio, Alanio por Ismenia, Ismenia por Montano, sucedió que a mi padre se le ofreciesen ciertos negocios sobre las dehesas del extremo con Fileno, padre del pastor Montano, para lo cual los dos vinieron muchas veces a mi aldea, y en tiempo que Montano, o por los sobrados favores que Ismenia le hacía, que en algunos hombres de bajo espíritu causan fastidio, o porque también tenía celos de las diligencias de Alanio, andaba ya un poco frío en sus amores. Finalmente, que él me vio traer mis ovejas a la majada, y en viéndome comenzó a quererme, de manera, según lo que cada día iba mostrando, que ni yo a Alanio, ni Alanio a Ismenia, ni Ismenia a él, no era posible tener mayor afición.

Ved qué extraño embuste de amor, si por ventura Ismenia iba al campo, Alanio tras ella. Si Montano iba al ganado, Ismenia tras él. Si yo andaba en el monte con mis ovejas, Montano tras mí. Y si yo sabía que Alanio estaba en un bosque, donde solía repastar, allá me iba tras él. Era la más nueva cosa del mundo oír cómo decía Alanio suspirando «¡Ay Ismenia!», y cómo Ismenia decía «¡Ay Montano!», y cómo Montano decía «¡Ay Selvagia!», y cómo la triste de Selvagia decía «¡Ay mi Alanio!»

Sucedió que un día nos juntamos los cuatro en una floresta, que en medio de los dos lugares había, y la causa fue que Ismenia había ido a visitar unas pastoras amigas suyas, que cerca de allí moraban; y cuando Alanio lo supo, forzado de su mudable pensamiento, se fue en busca de ella y la halló junto a un arroyo peinando sus dorados cabellos. Yo, siendo avisada por un pastor, mi vecino, que Alanio iba a la floresta del valle, que así se llamaba, tomando delante de mí unas cabras, que en un corral junto a mi casa estaban encerradas, por no ir sin alguna ocasión, me fui donde mi deseo me encaminaba, y le hallé a él llorando su desventura, y a la pastora riéndose de sus excusadas lágrimas, y burlando de sus ardientes suspiros. Cuando Ismenia me vio no poco se holgó conmigo, aunque yo no con ella, mas antes le puse delante las razones que tenía para agraviarme del engaño pasado, de las cuales ella supo excusarse tan discretamente que pensando yo que me debía la satisfacción de tantos trs, me dio con sus bien ordenadas razones a entender que yo era la que estaba obligada, porque si ella me había hecho una burla, yo me había satisfecho también, que no tan solamente le había quitado a Alanio, su primo, a quien ella había querido más que a sí, mas que aun ahora también le traía al su Montano muy fuera de lo que solía ser.

En esto llegó Montano, que de una pastora amiga mía, llamada Solisa, había sido avisado que con mis cabras venía a la floresta del valle. Y cuando allí los cuatro discordantes amadores nos hallamos no se puede decir lo que sentimos, porque cada uno miraba a quien no quería que le mirase. Yo preguntaba al mi Alanio la causa de su olvido, él pedía misericordia a la cautelosa Ismenia, Ismenia quejábase de la tibieza de Montano, Montano de la crueldad de Selvagia. Pues estando de la manera que oís, cada uno perdido por quien no le quería, Alanio al son de su rabel comenzó a cantar lo siguiente:



    «No más ninfa cruel, ya estás vengada,
no pruebes tu furor en un rendido;
la culpa a costa mía está pagada,
ablanda ya ese pecho endurecido.

   Y resucita un alma sepultada 5
en la tiniebla oscura de tu olvido,
que no cabe en tu ser valor y suerte,
que un pastor como yo pueda ofenderte.

   Si la ovejuela simple va huyendo
de su pastor colérico y airado, 10
y con temor acá y allá corriendo,
a su pesar se aleja del ganado:

   mas ya que no la siguen, conociendo
que es más peligro haberse así alejado,
balando vuelve al hato temerosa, 15
¿será no recibirla justa cosa?

   Levanta ya esos ojos, que algún día,
Ismenia, por mirarme levantabas;
la libertad me vuelve que era mía
y un blando corazón que me entregabas. 20

   Mira, ninfa, que entonces no sentía
aquel sencillo amor que me mostrabas;
ya triste lo conozco y pienso en ello,
aunque ha llegado tarde el conocerlo.

   ¿Cómo que fue posible, di enemiga, 25
que siendo tú muy más que yo culpada,
con título cruel, con nueva liga
mudases fe tan pura y extremada?

   ¿Qué hado Ismenia es este que te obliga
a amar do no es posible ser amada? 30
Perdona mi señora ya esta culpa,
pues la ocasión que diste me disculpa.

   ¿Qué honra ganas, di, de haber vengado
un yerro a causa tuya cometido?,
¿qué exceso hice yo que no he pagado?, 35
¿qué tengo por sufrir que no he sufrido?

   ¿Qué ánimo cruel, qué pecho airado,
qué corazón de fiera endurecido
tan insufrible mal no ablandaría,
sino el de la cruel pastora mía? 40

   Si como yo he sentido las razones
que tienes, o has tenido de olvidarme:
las penas, los trs, las pasiones,
al no querer oírme, ni aun mirarme;

   llegases a sentir las ocasiones, 45
que sin buscarlas yo quisiste darme:
ni tú tendrías que darme más tormento,
ni aun yo más que pagar mi atrevimiento.»



Así acabó mi Alanio el suave canto, y aun yo quisiera que entonces se me acabara la vida, y con mucha razón, porque no podía llegar a más la desventura que a ver yo delante mis ojos aquel que más que a mí quería, tan perdido por otra, y tan olvidado de mí. Mas como yo en estas desventuras no fuese sola, disimulé por entonces, y también porque la hermosa Ismenia, puestos los ojos en el su Montano, comenzaba a cantar lo siguiente:



    «¡Cuán fuera estoy de pensar
en lágrimas excusadas,
siendo tan aparejadas
las presentes para dar
muy poco por las pasadas! 5

   Que si algún tiempo trataba
de amores de alguna suerte,
no pude en ello ofenderte,
porque entonces me ensayaba,
Montano, para quererte. 10

   Enseñábame a querer,
sufría no ser querida,
sospechaba cuán rendida,
Montano, te había de ser,
y cuán mal agradecida. 15

   Ensayeme como digo
a sufrir el mal de amor;
desengáñese el pastor
que compitiere contigo,
porque en balde es su dolor. 20

   Nadie se queje de mí,
si le quise y no es querido,
que yo jamás he podido
querer otro, sino a ti,
y aun fuera tiempo perdido. 25

   Y si algún tiempo miré,
miraba pero no veía,
que yo, pastor, no podía
dar a ninguno mi fe,
pues para ti la tenía. 30

   Vayan suspiros a cuentos,
vuélvanse los ojos fuentes,
resuciten accidentes,
que pasados pensamientos
no dañarán los presentes. 35

   Vaya el mal por donde va,
y el bien por donde quisiera,
que yo iré por donde fuere,
pues ni el mal me espantará,
ni aun la muerte, si viniere.» 40

Vengado me había Ismenia del cruel y desleal Alanio, si en el amor que yo le tenía cupiera algún deseo de venganza, mas no tardó mucho Alanio en castigar a Ismenia, poniendo los ojos en mí, y cantando este antiguo cantar:



    «Amor loco, ¡ay amor loco!,
yo por vos, y vos por otro.

   Ser yo loco es manifiesto,
¿por vos quién no lo será?,
que mayor locura está 5
en no ser loco por esto,
mas con todo no es honesto
que ande loco,
por quien es loca por otro.

   Ya que viéndoos, no me veis, 10
y morís porque no muero,
comed ora a mí que os quiero
con salsa del que queréis,
y con esto me haréis
ser tan loco 15
como vos loca por otro.»



Cuando acabó de cantar esta postrera copla, la extraña agonía en que todos estábamos no pudo estorbar que muy de gana no nos riésemos, en ver que Montano quería que engañase yo el gusto de mirarle con salsa de su competidor Alanio; como si en mi pensamiento cupiera dejarse engañar con apariencia de otra cosa. A esta hora comencé yo con gran confianza a tocar mi zampoña, cantando la canción que oiréis, porque a lo menos en ella pensaba mostrar, como lo mostré, cuánto mejor me había yo habido en los amores que ninguno de los que allí estaban:



    «Pues no puedo descansar,
a trueque de ser culpada,
guárdeme Dios de olvidar,
más que de ser olvidada.

   No solo donde hay olvido 5
no hay amor, ni puede haberlo,
mas donde hay sospecha de ello
no hay querer sino fingido.

   Muy grande mal es amar
do esperanza es excusada, 10
mas guárdeos Dios de olvidar,
que es aire ser olvidada.

   Si yo quiero, ¿por qué quiero
para dejar de querer?,
¿qué más honra puede ser 15
que morir del mal que muero?

   El vivir para olvidar,
es vida tan afrentada,
que me está mejor amar,
hasta morir de olvidada.» 20

Acabada mi canción, las lágrimas de los pastores fueron tantas, especialmente las de la pastora Ismenia, que por fuerza me hicieron participar de su tristeza, cosa que yo pudiera bien excusar, pues no se me podía atribuir culpa alguna de mi desventura, como los que allí estaban sabían muy bien. Luego a la hora nos fuimos cada uno a su lugar, porque no era cosa que a nuestra honestidad convenía estar a horas sospechosas fuera de él.

Y al otro día mi padre, sin decirme la causa, me sacó de nuestra aldea, y me ha traído a la vuestra, en casa de Albania, mi tía y su hermana, que vosotros muy bien conocéis, donde estoy algunos días ha, sin saber qué haya sido la causa de mi destierro. Después acá entendí que Montano se había casado con Ismenia, y que Alanio se pensaba casar con otra hermana suya llamada Silvia. Plega a Dios que ya que no fue mi ventura poderle yo gozar, que con la nueva esposa se goce como yo deseo, que no será poco, porque el amor que yo le tengo no sufre menos sino desearle todo el contento del mundo.

Acabado de decir esto la hermosa Selvagia comenzó a derramar muchas lágrimas, y los pastores le ayudaron a ello por ser un oficio de que tenían gran experiencia. Y después de haber gastado algún tiempo en esto, Sireno le dijo:

-Hermosa Selvagia, grandísimo es tu mal, pero por muy mayor tengo tu discreción. Toma ejemplo en males ajenos si quieres sobrellevar los tuyos; y porque ya se hace tarde, nos vamos a la aldea y mañana se pase la siesta junto a esta clara fuente donde todos nos juntaremos.

-Sea así como lo dices -dijo Selvagia- mas porque haya de aquí al lugar algún entretenimiento, cada uno cante una canción, según el estado en que le tiene sus amores.

Los pastores respondieron que diese ella principio con la suya, lo cual Selvagia comenzó a hacer, yéndose todos su paso a paso hacia la aldea:



    «Zagal, ¿quién podrá pasar
vida tan triste y amarga,
que para vivir es larga
y corta para llorar?

   Gasto suspiros en vano, 5
perdida la confianza:
siento que está mi esperanza
con la candela en la mano.

   Qué tiempo para esperar,
qué esperanza tan amarga, 10
donde la vida es tan larga,
cuan corta para llorar.

   Este mal en que me veo,
yo le merezco, ¡ay perdida!,
pues vengo a poner la vida 15
en las manos del deseo.

   Jamás cese el lamentar,
que aunque la vida se alarga,
no es para vivir tan larga
cuan corta para llorar.» 20

Con un ardiente suspiro que del alma le salía, acabó Selvagia su canción diciendo:

-Desventurada de la que se ve sepultada entre celos y desconfianzas, que en fin le pondrán la vida a tal recaudo, como de ellos se espera.

Luego el olvidado Sireno comenzó a cantar al son de su rabel esta canción:



    «Ojos tristes, no lloréis,
y si lloráis, pensad
que no os dijeron verdad,
y quizá descansaréis.

   Pues que la imaginación 5
hace causa en todo estado,
pensá que aún sois bien amado,
y tendréis menos pasión.

   Si algún descanso queréis,
mis ojos, imaginad 10
que no os dijeron verdad,
y quizá descansaréis.

    Pensad que sois tan queridos
como algún tiempo lo fuisteis,
mas no es remedio de tristes, 15
imaginar lo que ha sido.

   Pues, ¿qué remedio tendréis?
Ojos, alguno pensad,
si no lo pensáis, llorad,
o acabad y descansaréis.» 20

Después que con muchas lágrimas el triste pastor Sireno acabó su canción, el desamado Silvano de esta manera dio principio a la suya:



    «Perderse por ti la vida,
zagala, será forzado,
mas no que pierda el cuidado
después de verla perdida.

   Mal que con muerte se cura 5
muy cerca tiene el remedio,
mas no aquel que tiene el medio
en manos de la ventura.

   Y si este mal con la vida
no puede ser acabado, 10
¿qué aprovecha a un desdichado
verla ganada o perdida?

   Todo es uno para mí,
esperanza o no tenerla,
que si hoy me muero por verla 15
mañana porque la vi.

   Regalara yo la vida,
para dar fin al cuidado,
si a mí me fuera otorgado
perderla en siendo perdida.» 20

De esta manera se fueron los dos pastores en compañía de Selvagia, dejando concertado de verse al día siguiente en el mismo lugar. Y aquí hace fin el primero libro de la hermosa Diana.

Fin primero libro de la Diana


Libro segundo


    Ya los pastores, que por los campos del caudaloso Ezla apacentaban sus ganados, se comenzaban a mostrar cada uno con su rebaño por la orilla de sus cristalinas aguas, tomando el pasto antes que el sol saliese, y advertiendo el mejor lugar para después pasar la calorosa siesta, cuando la hermosa pastora Selvagia, por la cuesta que de la aldea bajaba al espeso bosque, venía trayendo delante de sí sus mansas ovejuelas. Y después de haberlas metido entre los árboles bajos y espesos, de que allí había mucha abundancia, y verlas ocupadas en alcanzar las más bajuelas ramas, satisfaciendo la hambre que traían, la pastora se fue derecha a la fuente de los alisos, donde el día antes con los dos pastores había pasado la siesta.

    Y como vio el lugar tan aparejado para tristes imaginaciones, se quiso aprovechar del tiempo, sentándose cabe la fuente, cuya agua con la de sus ojos acrecentaba. Y después de haber gran rato imaginado, comenzó a decir:

    -Por ventura, Alanio, ¿eres tú aquel cuyos ojos nunca ante los míos vi enjutos de lágrimas? ¿Eres tú el que tantas veces a mis pies vi rendido, pidiéndome con razones amorosas la clemencia de que yo por mi mal usé contigo? Dime pastor, y el más falso que se puede imaginar en la vida: ¿es verdad que me querías para cansarte tan presto de quererme? Debías imaginar que no estaba en más olvidarte yo que en saber que era de ti olvidada; que oficio es de hombres que no tratan los amores como deben tratarse, pensar que lo mismo podrán acabar sus damas consigo que ellos han acabado. Aunque otros vienen a tomarlo por remedio, para que en ellas se acreciente el amor; y otros porque los celos, que las más veces fingen, vengan a sujetar a sus damas, de manera que no sepan ni puedan poner los ojos en otra parte; y los más vienen poco a poco a manifestar lo que de antes fingían, por donde más claramente descubren su deslealtad. Y vienen todos estos extremos a resultar en daño de las tristes, que sin mirar los fines de las cosas nos venimos a aficionar, para jamás dejar de quereros, ni vosotros de pagárnoslo tan mal como tú me pagas lo que te quise y quiero. Así que cuál de estos hayas sido no puedo entenderlo. Y no te espantes que en los casos de desamor entienda poco, quien en los de amor está tan ejercitada. Siempre me mostraste gran honestidad en tus palabras, por donde nunca menos esperé de tus obras. Pensé que en un amor en el cual me dabas a entender que tu deseo no se extendía a querer de mí más que quererme, jamás tuviera fin porque si a otra parte encaminaras tus deseos, no sospechara firmeza en tus amores. ¡Ay triste de mí, que por temprano que vine a entenderte, ha sido para mí tarde! Venid vos acá mi zampoña, y pasaré con vos el tiempo, que si yo con sola vos lo hubiera pasado, fuera de mayor contento para mí.

    Y tomando su zampoña, comenzó a cantar la siguiente canción:


    «Aguas, que de lo alto de esta sierra
bajáis con tal ruido al hondo valle,
¿por qué no imagináis las que del alma
destilan siempre mis cansados ojos?
y ¿qué es la causa el infelice tiempo 5
en que fortuna me robó mi gloria?

    Amor me dio esperanza de tal gloria,
que no hay pastora alguna en esta sierra,
que así pensase de alabar el tiempo;
pero después me puso en este valle 10
de lágrimas, a do lloran mis ojos,
no ver lo que están viendo los del alma.

    En tanta soledad, ¿qué hace un alma,
que en fin llego a saber qué cosa es gloria,
o adónde volveré mis tristes ojos, 15
si el prado, el bosque, el monte, el soto, y sierra,
la arboleda, y fuentes de este valle,
no hacen olvidar tan dulce tiempo?

    ¿Quién nunca imaginó que fuera el tiempo
verdugo tan cruel para mi alma; 20
o qué fortuna me apartó de un valle,
que toda cosa en él me daba gloria?
Hasta el hambriento lobo que a la sierra
subía era agradable ante mis ojos.

    Mas ¿qué podrán fortuna ver los ojos, 25
que veían su pastor en algún tiempo
bajar con sus corderos de una sierra,
cuya memoria siempre está en mi alma?
¡Oh fortuna enemiga de mi gloria,
cómo me cansa este enfadoso valle! 30 >


    Mas ¿cuándo tan ameno y fresco valle
no es agradable a mis cansados ojos,
ni en él puedo hallar contento, o gloria,
ni espero ya tenerle en algún tiempo?
Ved en qué extremo debe estar mi alma. 35
¡Oh quién volviese a aquella dulce sierra!

    ¡Oh alta sierra, ameno y fresco valle
do descanso mi alma, y estos ojos!
Decid, ¿verme algún tiempo en tanta gloria?»

    A este tiempo Silvano estaba con su ganado entre unos mirtos que cerca de la fuente había, metido en sus tristes imaginaciones, y cuando la voz de Selvagia oyó, despierta como de un sueño, y muy atento estuvo a los versos que cantaba. Pues como este pastor fuese tan mal tratado de amor, y tan desfavorecido de Diana, mil veces la pasión le hacía salir de seso, de manera que hoy daba en decir mal de amor, mañana en alabarle; un día en estar ledo, y otro en estar más triste que todos los tristes; hoy en decir mal de mujeres, mañana en encarecerlas sobre todas las cosas. Y así vivía el triste una vida que sería gran trabajo darla a entender, y más a personas libres. Pues habiendo oído el dulce canto de Selvagia, y salido de sus tristes imaginaciones, tomó su rabel, y comenzó a cantar lo siguiente:


    «Cansado está de oírme el claro río,
el valle y soto tengo importunados;
y están de oír mis quejas, ¡oh amor mío!,
alisos, hayas, olmos ya cansados.

    Invierno, primavera, otoño, estío, 5
con lágrimas regando estos collados,
estoy a causa tuya, ¡oh cruda fiera!
¿No habría en esa boca un no siquiera?

    De libre me hiciste ser cautivo,
de hombre de razón, quien no la siente; 10
quisísteme hacer de muerto vivo,
y allí de vivo, muerto en continente.

    De afable me hiciste ser esquivo,
de conversable aborrecer la gente;
solía tener ojos y estoy ciego; 15
hombre de carne fui, ya soy de fuego.

    ¿Qué es esto corazón, no estáis cansado?,
¿aún hay más que llorar, decid, ojos míos?,
mi alma, ¿no bastaba el mal pasado?,
lágrimas, ¿aún hacéis crecer los ríos? 20

    Entendimiento, ¿vos no estáis turbado?,
sentido, ¿no os turbaron sus desvíos?,
pues, ¿cómo entiendo, lloro, veo y siento,
si todo lo ha gastado ya el tormento?

    Quien hizo a mi pastora, ¡ay perdido!, 25
aquel cabello de oro, y no dorado,
el rostro de cristal tan escogido,
la boca de un rubí muy extremado,

    el cuello de alabastro y el sentido
muy más que otra ninguna levantado, 30
¿por qué su corazón no hizo ante
de cera, que de mármol y diamante?

    Un día estoy conforme a mi fortuna,
y al mal que me ha causado mi Diana,
el otro el mal me aflige e importuna, 35
cruel la llamo, fiera e inhumana.

    Y así no hay en mi mal orden alguna,
lo que hoy afirmo, niégolo mañana;
todo es así, y paso así una vida,
que presto vean mis ojos consumida.» 40


    Cuando la hermosa Selvagia en la voz conoció al pastor Silvano, se fue luego a él, y recibiéndose los dos con palabras de grande amistad se asentaron a la sombra de un espeso mirto que en medio dejaba un pequeño pradecillo, más agradable por las doradas flores de que estaba matizado de lo que sus tristes pensamientos pudieran desear. Y Silvano comenzó a hablar de esta manera:

    -No sin grandísima compasión se debe considerar, hermosa Selvagia, la diversidad de tantos y tan desusados infortunios como suceden a los tristes que queremos bien. Mas entre todos ellos ninguno me parece que tanto se debe temer, como aquel que sucede después de haberse visto la persona en un buen estado. Y esto, como tú ayer me decías, nunca llegué a saberlo por experiencia. Mas como la vida que paso es tan ajena de descanso, y tan entregada a tristezas, infinitas veces estoy buscando invenciones para engañar el gusto. Para lo cual me vengo a imaginar muy querido de mi señora, y sin abrir mano de esta imaginación me estoy todo lo que puedo; pero después que llego a la verdad de mi estado, quedo tan confuso que no sé decirlo, porque sin yo quererlo me viene a faltar la paciencia. Y pues la imaginación no es cosa que se pueda sufrir, ved ¿qué haría la verdad?

    Selvagia le respondió:

    -Quisiera yo, Silvano, estar libre de esta pasión, para saber hablar en ella como en tal materia sería menester; que no quieras mayor señal de ser el amor mucho o poco, la pasión pequeña o grande, que oírla decir al que la siente. Porque nunca pasión bien sentida pudo ser bien manifestada con la lengua del que la padece: así que estando yo tan sujeta a mi desventura, y tan quejosa de la sinrazón que Alanio me hace, no podré decir lo mucho que de esto siento. A tu discreción lo dejo, como a cosa de que me puedo muy bien fiar.

    Silvano dijo suspirando:

    -Ahora yo, Selvagia, no sé qué diga, ni qué remedio podría haber en nuestro mal. ¿Tú, por dicha, sabes alguno?

    Selvagia respondió:

    -¡Y cómo ahora lo sé! ¿Sabes qué remedio, pastor? Dejar de querer.

    -¿Y esto podrías tú acabarlo contigo? -dijo Silvano.

    -Como la fortuna, o el tiempo lo ordenase -respondió Selvagia.

    -Ahora te digo -dijo Silvano muy admirado- que no te haría agravio en no haber mancilla de tu mal, porque amor que está sujeto al tiempo, y a la fortuna, no puede ser tanto que dé trabajo a quien lo padece.

    Selvagia le respondió:

    -¿Y podrías tú, pastor, negarme que sería posible haber fin en tus amores, o por muerte, o por ausencia, o por ser favorecido en otra parte, y tenidos en más tus servicios?

    -No me quiero -dijo Silvano- hacer tan hipócrita en amor que no entienda lo que me dices ser posible, mas no en mí. Y mal haya el amador que, aunque a otros vea sucederles de la manera que me dices, tuviera tan poca constancia en los amores que piense poderle a él suceder cosa tan contraria a su fe.

    -Yo mujer soy -dijo Selvagia- y en mí verás si quiero todo lo que se puede querer. Pero no me estorba esto imaginar que en todas las cosas podría haber fin. Por más firmes que sean, porque oficio es del tiempo y de la fortuna andar en estos movimientos tan ligeros, como ellos lo han sido siempre. Y no pienses, pastor, que me hace decir esto el pensamiento de olvidar aquel que tan sin causa me tiene olvidada, sino lo que de esta pasión tengo experimentado.

    A este tiempo oyeron un pastor que por el prado adelante venía cantando, y luego fue conocido de ellos ser el olvidado Sireno, el cual venía al son de su rabel cantando estos versos:



    «Andad, mis pensamientos, do algún día
os ibais de vos muy confiados,
veréis horas y tiempos ya mudados,
veréis que vuestro bien pasó, solía;

    veréis que en el espejo a do me veía, 5
y en el lugar do fuisteis estimados,
se mira por mi suerte y tristes hados
aquel que ni aun pensarlo merecía;

    veréis también cómo entregué la vida
a quien sin causa alguna la desecha, 10
y aunque es ya sin remedio el grave daño,

    decidle si podéis a la partida,
que allá profetizaba mi sospecha,
lo que ha cumplido acá su desengaño.» cantar de esta manera:



    Después que Sireno puso fin a su canto, vio como hacia él venía la hermosa Selvagia y el pastor Silvano, de que no recibió pequeño contentamiento, y después de haberse recibido, determinaron ir a la fuente de los alisos, donde el día antes habían estado. Y primero que allá llegasen, dijo Silvano:

    -Escucha, Selvagia: ¿no oyes cantar?

    -Sí oigo -dijo Selvagia-, y aun parece más de una voz.

    -¿A dónde será?-dijo Sireno.

    -Paréceme -respondió Selvagia- que es en el prado de los laureles, por donde pasa el arroyo que corre de esta clara fuente. Bien será que nos lleguemos allá, y de manera que no nos sientan los que cantan, porque no interrumpamos la música.

    -Vamos -dijo Selvagia.

    Y así su paso a paso se fueron hacia aquella parte donde las voces se oían, y escondiéndose entre unos árboles que estaban junto al arroyo, vieron sobre las doradas flores asentadas tres ninfas, tan hermosas que parecía haber en ellas dado la naturaleza muy clara muestra de lo que puede.

    Venían vestidas de unas ropas blancas, labradas por encima de follajes de oro, sus cabellos que los rayos del sol oscurecían, revueltos a la cabeza, y tomados con sendos hilos de orientales perlas, con que encima de la cristalina frente se hacía una lazada, y en medio de ella estaba una águila de oro, que entre las uñas tenía un muy hermoso diamante. Todas tres de concierto tañían sus instrumentos tan suavemente que junto con las divinas voces no parecieron sino música celestial, y la primera cosa que cantaron fue este villancico:


    «Contentamientos de amor
que tan cansados llegáis,
si venís, ¿para qué os vais?

    Aún no acabáis de venir,
después de muy deseados, 5
cuando estáis determinados
de madrugar y partir;
si tan presto os habéis de ir,
y tan triste me dejáis,
placeres no me veáis. 10


    Los contentos huyo de ellos,
pues no me vienen a ver
más que por darme a entender
lo que se pierde en perderlos;
y pues ya no quiero verlos, 15
descontentos no os partáis,
pues volvéis después que os vais.»

    Después que hubieron cantado, dijo la una, que Dórida se llamaba:

    -Hermana Cintia, ¿es esta la ribera adonde un pastor llamado Sireno anduvo perdido por la hermosa pastora Diana?

    La otra le respondió:

    -Esta sin duda debe ser, porque junto a una fuente que está cerca de este prado me dicen que fue la despedida de los dos, digna de ser para siempre celebrada, según las amorosas razones que entre ellos pasaron.

    Cuando Sireno esto oyó, quedó fuera de sí en ver que las tres ninfas tuviesen noticia de sus desventuras. Y prosiguiendo Cintia dijo:

    -En esta ribera hay otras muy hermosas pastoras, y otros pastores enamorados, adonde el amor ha mostrado grandísimos efectos, y algunos muy al contrario de lo que se esperaba.

    La tercera, que Polidora se llamaba, le respondió:

    -Cosa es esta de que yo no me espantaría, porque no hay suceso en amor, por avieso que sea, que ponga espanto a los que por estas cosas han pasado. Mas dime, Dórida, ¿cómo sabes tú de esa despedida?

    -Lo sé -dijo Dórida-. Porque al tiempo que se despidieron junto a la fuente que digo, lo oyó Celio que desde encima de un roble los estaba acechando, y la puso toda al pie de la letra en verso, de la misma manera que ella pasó; por eso si me escucháis al son de mi instrumento pienso cantarla.

    Cintia le respondió:

    -Hermosa Dórida, los hados te sean favorables como nos es alegre tu gracia y hermosura, y no menos será oírte cantar cosa tanto para saber.

    Y tomando Dórida su arpa, comenzó a cantar de esta manera:



Canto de la ninfa

«Junto a una verde ribera,
de arboleda singular,
donde para se alegrar,
otro que más libre fuera,
hallara tiempo y lugar, 5

    Sireno, un triste pastor,
recogía su ganado,
tan de veras lastimado
cuanto burlando el amor
descansa el enamorado. 10

    Este pastor se moría
por amores de Diana,
una pastora lozana,
cuya hermosura excedía
la naturaleza humana. 15

    La cual jamás tuvo cosa
que en sí no fuese extremada,
pues ni pudo ser llamada
discreta por no hermosa,
ni hermosa por no avisada. 20

    No era desfavorecido,
que a serlo quizá pudiera,
con el uso que tuviera,
sufrir, después de partido,
lo que de ausencia sintiera, 25

    que el corazón desusado,
de sufrir pena o tormento,
si no sobra entendimiento,
cualquier pequeño cuidado
le cautiva el sufrimiento. 30

    Cabe un río caudaloso,
Ezla, por nombre llamado,
andaba el pastor cuitado,
de ausencia muy temeroso,
repastando su ganado. 35

    Y a su pastora aguardando
está con grave pasión,
que estaba aquella sazón
su ganado apacentando
en los montes de León. 40

    Estaba el triste pastor,
en cuanto no parecía,
imaginando aquel día
en que el falso dios de Amor
dio principio a su alegría. 45

    Y dice viéndose tal:
"El bien que el amor me ha dado
imagino yo cuitado,
porque este cercano mal
lo sienta después doblado." 50

    El sol, por ser sobre tarde,
con su fuego no le ofende,
mas el que de amor depende
y en él su corazón arde
mayores llamas enciende. 55

    La pasión lo convidaba,
la arboleda le movía,
el río parar hacía,
el ruiseñor ayudaba
a estos versos que decía: 60

Canción de Sireno


"Al partir llama partida
el que no sabe de amor,
mas yo le llamo un dolor
que se acaba con la vida.

    Y quiera Dios que yo pueda 65

esta vida sustentar,
hasta que llegue al lugar
donde el corazón me queda,

    porque el pensar en partida
me pone tan gran pavor, 70

que a la fuerza del dolor
no podrá esperar la vida."

    Esto Sireno cantaba,
y con su rabel tañía,
tan ajeno de alegría 75

que el llorar no le dejaba
pronunciar lo que decía.

    Y por no caer en mengua,
si le estorba su pasión,
acento o pronunciación, 80

lo que empezaba la lengua,
acababa el corazón.

    Ya después que hubo cantado,
Diana vio que venía,
tan hermosa que vestía 85

de nueva color el prado
donde sus ojos ponía.

    Su rostro como una flor,
tan triste que es locura
pensar que humana criatura 90

juzgue cuál era mayor,
la tristeza o hermosura.

    Muchas veces se paraba
vueltos los ojos al suelo,
y con tan gran desconsuelo 95

otras veces los alzaba,
que los hincaba en el cielo.

    Diciendo, con más dolor
que cabe en entendimiento:
pues el bien trae tal descuento, 100

de hoy más bien puedes, amor,
guardar tu contentamiento.

    La causa de sus enojos
muy claro allí la mostraba;
si lágrimas derramaba 105

pregúntenlo a aquellos ojos
con que a Sireno mataba.

    Si su amor era sin par
su calor no lo encubría,
y si la ausencia temía 110

pregúntenlo a este cantar,
que con lágrimas decía:


Canción de Diana

"No me diste, ¡oh crudo amor!,
el bien que tuve en presencia,
sino porque el mal de ausencia 115

me parezca muy mayor.

    Das descanso, das reposo,
no por dar contentamiento,
mas porque esté el sufrimiento,
algunos tiempos ocioso. 120

    Ved qué invenciones de amor,
darme contento en presencia,
porque no tenga en ausencia
reparo contra el dolor."

    Siendo Diana llegada 125

donde sus amores vio,
quiso hablar, mas no habló,
y el triste no dijo nada
aunque el hablar cometió.

    Cuanto había que hablar 130

en los ojos lo mostraban,
mostrando lo que callaban
con aquel blando mirar
con que otras veces hablaban.

    Ambos juntos se sentaron 135

debajo un mirto florido,
cada uno de otro vencido
por las manos se tomaron,
casi fuera de sentido,

    porque el placer de mirarse, 140

y el pensar presto no verse,
los hacen enternecerse,
de manera que a hablarse
ninguno pudo atreverse.

    Otras veces se topaban 145

en esta verde ribera,
pero muy de otra manera
el toparse celebraban
que esta que fue la postrera.

    Extraño efecto de amor, 150

verse dos que se querían
todo cuanto ellos podían,
y recibir más dolor
que al tiempo que no se veían.

    Veía Sireno llegar 155

el grave dolor de ausencia,
ni allí le basta paciencia
ni alcanza para hablar
de sus lágrimas licencia.

    A su pastora miraba, 160

su pastora mira a él,
y con un dolor crÜel
la habló, mas no hablaba,
que el dolor habla por él:

    "¡Ay, Diana! ¿Quién dijera 165

que cuando yo más penara,
que ninguno imaginara
en la hora que te viera
mi alma no descansara?

    ¿En qué tiempo y qué sazón 170

creyera, señora mía,
que alguna cosa podría
causarme mayor pasión
que tu presencia alegría?

    ¿Quién pensara que esos ojos 175

algún tiempo me mirasen,
que, señora, no atajasen
todos los males y enojos
que mis males me causasen?

    Mira, señora, mi suerte 180

si ha traído buen rodeo,
que si antes mi deseo
me hizo morir por verte,
ya muero porque te veo.

    Y no es por falta de amarte, 185

pues nadie estuvo tan firme,
mas porque suelo venirme
a estos prados a mirarte,
y ora vengo a despedirme.

    Hoy diera por no te ver, 190

aunque no tengo otra vida,
este alma de ti vencida,
solo por entretener
el dolor de la partida.

    Pastora, dame licencia, 195

que diga que mi cuidado
sientes en el mismo grado,
que no es mucho en tu presencia
mostrarme tan confiado.

    Pues Diana, si es así, 200

¿cómo puedo yo partirme?,
¿o tú cómo dejas irme?,
¿o cómo vengo yo aquí,
sin empacho a despedirme?

    ¡Ay Dios, ay pastora mía! 205

¿Cómo no hay razón que dar,
para de ti me quejar?
¿Y cómo tú cada día
la tendrás de me olvidar?

    No me haces tú partir, 210

esto también lo diré,
ni menos lo hace mi fe;
y si quisiese decir
quién lo hace: no lo sé."

    Lleno de lágrimas tristes, 215

y a menudo suspirando,
estaba el pastor hablando
estas palabras que oíste,
y ella las oye llorando.

    A responder se ofreció: 220

mil veces lo cometía,
mas de triste no podía
y por ella respondió
el amor que le tenía:

    "A tiempo estoy, ¡oh Sireno!, 225

que diré más que quisiera,
que aunque mi mal se entendiera,
tuviera, pastor, por bueno
el callarlo, si pudiera.

    Mas ¡ay de mí, desdichada!, 230

vengo a tiempo a descubrirlo
que ni aprovecha decirlo
para excusar mi jornada,
ni para yo despedirlo.

    ¿Por qué te vas, di pastor, 235

por qué me quieres dejar?
¿Dónde el tiempo y el lugar,
y el gozo de nuestro amor ,
no se me podrá olvidar?

    ¿Qué sentiré desdichada 240

llegando a este valle ameno,
cuando diga, a tiempo bueno,
aquí estuve yo sentada
hablando con mi Sireno?

    Mira si será tristeza, 245

no verte y ver este prado
de árboles tan adornado,
y mi nombre en su corteza,
por tus manos señalado.

    ¡Oh si habrá igual dolor, 250

que el lugar a do me viste,
verle tan solo y tan triste,
donde con tan gran temor
tu pena me descubriste!

    Si ese duro corazón 255

se ablanda para llorar,
¿no se podría ablandar
para ver la sinrazón
qué haces en me dejar?

    ¡Oh, no llores, mi pastor, 260

que son lágrimas en vano,
y no está el seso muy sano
de aquel que llora el dolor
si el remedio está en su mano!

    Perdóname, mi Sireno, 265

si te ofendo en lo que digo,
déjame hablar contigo
en aqueste valle ameno,
do no me dejas conmigo.

    Que no quiero ni aun burlando 270

verme apartada de ti.
No te vayas, ¿quieres?, di,
duélate ahora ver llorando
los ojos con que te vi."

    Volvió Sireno a hablar; 275

dijo: "Ya debes sentir
si yo me quisiera ir,
mas tú me mandas quedar
y mi ventura partir.

    Viendo tu gran hermosura, 280

estoy, señora, obligado
a obedecerte de grado,
mas triste, que a mi ventura
he de obedecer forzado.

    Es la partida forzada, 285

pero no por causa mía,
que cualquier bien dejaría
por verte en esta majada,
do vi el fin de mi alegría.

    Mi amo, aquel gran pastor, 290

es quien me hace partir:
a quien presto vea venir
tan lastimado de amor
como yo me siento ir.

    ¡Ojalá estuviera ahora, 295

porque tú fueras servida,
en mi mano la partida
como en la tuya, señora,
está mi muerte y mi vida!

    Mas créeme que es muy en vano, 300

según continuo me siento,
pasarte por pensamiento
que pueda estar en mi mano
cosa que me dé contento.

    Bien podría yo dejar 305

mi rebaño y mi pastor,
y buscar otro señor;
mas si el fin voy a mirar,
no conviene a nuestro amor.

    Que dejando este rebaño, 310

y tomando otro cualquiera,
dime tú, ¿de qué manera
podré venir sin tu daño
por esta verde ribera?

    Si la fuerza de esta llama 315

me detiene, es argumento
que pongo en ti el pensamiento,
y vengo a vender tu fama,
señora, por mi contento.

    Si dicen que mi querer 320

en ti lo puede emplear,
a ti te viene a dañar,
que yo ¿qué puedo perder
o tú qué puedes ganar?"

    La pastora a esta sazón 325

respondió con gran dolor:
"Para dejarme, pastor,
¿cómo has hallado razón,
pues que no la hay en amor?

    Mala señal es hallarse, 330

pues vemos por experiencia
que aquel que sabe en presencia
dar disculpa de ausentarse,
sabrá sufrir el ausencia.

    ¡Ay, triste, que pues te vas, 335

no sé qué será de ti,
ni sé qué será de mí,
ni si allá te acordarás
que me viste o que me vi!

    Ni sé si recibo engaño 340

en haberte descubierto
este dolor que me ha muerto,
mas lo que fuere en mi daño,
esto será lo más cierto.

    No te duelan mis enojos, 345

vete, pastor, a embarcar,
pasa de presto la mar,
pues que por la de mis ojos
tan presto puedes pasar.

    Guárdete Dios de tormenta, 350

Sireno, mi dulce amigo,
y tenga siempre contigo,
la fortuna, mejor cuenta
que tú la tienes conmigo.

    Muero en ver que se despiden 355

mis ojos de su alegría,
y es tan grande el agonía
que estas lágrimas me impiden
decirte lo que querría.

    Estos mis ojos, zagal, 360

antes que cerrados sean
ruego yo a Dios que te vean,
que aunque tú causas su mal
ellos no te lo desean."

    Respondió: "Señora mía, 365

nunca viene solo un mal,
y un dolor, aunque mortal,
siempre tiene compañía
con otro más principal;

    y así, verme yo partir 370

de tu vista y de mi vida,
no es pena tan desmedida
como verte a ti sentir
tan de veras mi partida.

    Mas si yo acaso olvidare 375

los ojos en que me vi,
olvídese Dios de mí,
o si en cosa imaginare,
mi señora, si no en ti.

    Y si ajena hermosura 380

causare en mí movimiento,
por una hora de contento
me traiga mi desventura
cien mil años de tormento.

    Y si mudare mi fe 385

por otro nuevo cuidado,
caiga del mejor estado
que la fortuna me dé,
en el más desesperado.

    No me encargues la venida, 390

muy dulce señora mía,
porque asaz de mal sería
tener yo en algo la vida
fuera de tu compañía."

    Respondiole: "¡Oh mi Sireno!, 395

si algún tiempo te olvidare,
las hierbas que yo pisare
por aqueste valle ameno
se sequen cuando pasare;

    Y si el pensamiento mío 400

en otra parte pusiere,
suplico a Dios que si fuere
con mis ovejas al río
se seque cuando me viere.

    Toma, pastor, un cordón 405

que hice de mis cabellos,
porque se te acuerde en verlos
que tomaste posesión
de mi corazón y de ellos.

    Y este anillo has de llevar 410

do están dos manos asidas,
que aunque se acaben las vidas
no se pueden apartar
dos almas que están unidas."

    Y él dijo: "Que te dejar 415

no tengo, si este cayado
y este mi rabel preciado,
con que tañer y cantar
me veías por este prado.

    Al son de él, pastora mía, 420

te cantaba mis canciones,
contando tus perfecciones
y lo que de amor sentía
en dulces lamentaciones."

    Ambos a dos se abrazaron; 425

y esta fue la vez primera,
y pienso fue la postrera,
porque los tiempos mudaron
el amor de otra manera.

    Y aunque a Diana le dio 430

pena rabiosa y mortal
la ausencia de su zagal,
en ella misma halló
el remedio de su mal.»

    Acabó la hermosa Dórida el suave canto dejando admiradas a Cintia y Polidora, en ver que una pastora fuese vaso donde amor tan encendido pudiese caber. Pero también lo quedaron de imaginar cómo el tiempo había curado su mal, pareciendo en la despedida sin remedio. Pues el sin ventura Sireno en cuanto la pastora con el dulce canto manifestaba sus antiguas cuitas y suspiros, no dejaba de darlos tan a menudo que Selvagia y Silvano eran poca parte para consolarle, porque no menos lastimado estaba entonces que al tiempo que por él habían pasado. Y espantose mucho de ver que tan particularmente se supiese lo que con Diana pasado había; pues no menos admiradas estaban Selvagia y Silvano de la gracia con que Dórida cantaba y tañía.

    A este tiempo las hermosas ninfas, tomando cada una su instrumento, se iban por el verde prado adelante, bien fuera de sospecha de poderles acaecer lo que ahora oiréis. Y fue que, habiéndose alejado muy poco de adonde los pastores estaban, salieron de entre unas retamas altas, a mano derecha del bosque, tres salvajes, de extraña grandeza y fealdad; venían armados de coseletes y celadas de cuero de tigre. Eran de tan fea catadura que ponían espanto los coseletes, traían por brazales unas bocas de serpientes, por donde sacaban los brazos, que gruesos y vellosos parecían; y las celadas venían a hacer encima de la frente unas espantables cabezas de leones; lo demás traían desnudo, cubierto de espeso y largo vello, unos bastones herrados de muy agudas púas de acero; al cuello traían sus arcos y flechas; los escudos eran de unas conchas de pescado muy fuerte. Y con una increíble ligereza arremeten a ellas diciendo:

    -A tiempo estáis, oh ingratas y desamoradas ninfas, que os obligara la fuerza a lo que el amor no os ha podido obligar, que no era justo que la fortuna hiciese tan grande agravio a nuestros cautivos corazones, como era dilatarles tanto su remedio. En fin, tenemos en la mano el galardón de los suspiros, con que a causa vuestra importunábamos las aves y animales de la oscura y encantada selva do habitamos; y de las ardientes lágrimas con que hacíamos crecer el impetuoso y turbio río que sus temerosos campos va regando. Y pues para que quedéis con las vidas, no tenéis otro remedio sino darle a nuestro mal, no deis lugar a que nuestras crueles manos tomen venganza de la que de nuestros afligidos corazones habéis tomado.

    Las ninfas con el súbito sobresalto, quedaron tan fuera de sí que no supieron responder a las soberbias palabras que oían, sino con lágrimas. Mas la hermosa Dórida, que más en sí estaba que las otras, respondió:

    -Nunca yo pensé que el amor pudiera traer a tal extremo a un amante que viniese a las manos con la persona amada. Costumbre es de cobardes tomar armas contra las mujeres, y en un campo donde no hay quien por nosotras pueda responder, si no es nuestra razón. Mas de una cosa, ¡oh crueles!, podéis estar seguros, y es que vuestras amenazas no nos harán perder un punto de lo que a nuestra honestidad debemos; y que más fácilmente os dejaremos la vida en las manos que la honra.

    -Dórida -dijo uno de ellos-, a quien de maltratarnos ha tenido tan poca razón, no es menester escucharle alguna.

    Y sacando el cordel al arco que al cuello traía, le tomó sus hermosas manos, y muy descomedidamente se las ató; y lo mismo hicieron sus compañeros a Cintia y a Polidora. Los dos pastores y la pastora Selvagia, que atónitos estaban de lo que los salvajes hacían, viendo la crueldad con que a las hermosas ninfas trataban, y no pudiendo sufrirlo, determinaron de morir o defenderlas. Y sacando todos tres sus hondas, proveídos sus zurrones de piedras, salieron al verde prado, y comienzan a tirar a los salvajes con tanta maña y esfuerzo, como si en ello les fuera la vida. Y pensando ocupar a los salvajes de manera que en cuanto ellos se defendían, las ninfas se pusiesen en salvo, les daban la mayor prisa que podían; mas los salvajes, recelosos de lo que los pastores imaginaban, quedando el uno en guarda de las prisioneras, los dos procuraban herirlos, ganando tierra. Pero las piedras eran tantas y tan espesas que se lo defendían; de manera que en cuanto las piedras les duraron los salvajes lo pasaban mal, pero como después los pastores se ocuparon en bajarse por ellas, los salvajes se les allegaban con sus pesados alfanjes en las manos, tanto que ya ellos estaban sin esperanza de remedio.

    Mas no tardó mucho que de entre la espesura del bosque, junto a la fuente donde cantaban, salió una pastora de tan grande hermosura y disposición, que los que la vieron quedaron admirados. Su arco tenía colgado del brazo izquierdo, y una aljaba de saetas al hombro, en las manos un bastón de silvestre encina, en el cabo del cual había una muy larga punta de acero. Pues como así viese las tres ninfas, y la contienda entre los dos salvajes y los pastores, que ya no esperaban sino la muerte, poniendo con gran presteza una aguda saeta en su arco, con tan grandísima fuerza y destreza la despidió que al uno de los salvajes se la dejó escondida en el duro pecho; de manera que la de amor que el corazón le traspasaba perdió su fuerza y el salvaje la vida, a vueltas de ella. Y no fue perezosa en poner otra saeta en su arco, ni menos diestra en tirarla, pues fue de manera que acabó con ella las pasiones enamoradas del segundo salvaje, como las del primero había acabado. Y queriendo tirar al tercero que en guarda de las tres ninfas estaba no pudo tan presto hacerlo que él no se viniese a juntar con ella, queriéndole herir con su pesado alfanje. La hermosa pastora alzó el bastón y, como el golpe descargase sobre las barras de fino acero que tenía, el alfanje fue hecho dos pedazos, y la hermosa pastora le dio tan gran golpe con su bastón por encima de la cabeza que le hizo arrodillar, y apuntándole con la acerada punta a los ojos, con tan gran fuerza le apretó que por medio de los sesos se lo pasó a la otra parte, y el feroz salvaje, dando un espantable grito, cayó muerto en el suelo.

    Las ninfas, viéndose libres de tan gran fuerza, y los pastores y pastoras de la muerte, de la cual muy cerca estaban, y viendo cómo por el gran esfuerzo de aquella pastora, así unos como otros habían escapado, no podían juzgarla por cosa humana. A esta hora, llegándose la gran pastora a ellas, las comenzó a desatar las manos diciéndoles:

    -No merecían menos pena que la que tienen, oh hermosas ninfas, quien tan lindas manos osaba atar; que más son ellas para atar corazones que para ser atadas. ¡Mal hayan hombres tan soberbios y de tan mal conocimiento!, mas ellos, señoras, tienen su pago, y yo también le tengo en haberos hecho este pequeño servicio, y en haber llegado a tiempo que a tan gran sinrazón pudiese dar remedio, aunque a estos animosos pastores y hermosa pastora, no en menos se debe tener lo que han hecho, pero ellos y yo estamos muy bien pagados, aunque en ello perdiéramos la vida, pues por tal causa se aventuraba.

    Las ninfas quedaron tan admiradas de su hermosura y discreción como del esfuerzo que en su defensa había mostrado, y Dórida con un gracioso semblante le respondió:

    -Por cierto, hermosa pastora, si vos, según el ánimo y valentía que hoy mostraste, no sois hija del fiero Marte, según la hermosura lo debéis ser de la diosa Venus y del hermoso Adonis, y si de ninguno de estos, no podéis dejarlo de ser de la discreta Minerva, que tan gran discreción no puede proceder de otra parte; aunque lo más cierto debe ser haberos dado naturaleza lo principal de todos ellos. Y para tan nueva y tan grande merced como es la que hemos recibido, nuevos y grandes habían de ser los servicios con que debía ser satisfecha. Mas podría ser que algún tiempo se ofreciese ocasión en que se conociese la voluntad que de servir tan señalada merced tenemos. Y porque parece que estáis cansada, vamos a la fuente de los alisos que está junto al bosque, y allí descansaréis.

    -Vamos, señora -dijo la pastora- que no tanto por descansar del trabajo del cuerpo lo deseo, cuanto por hablar en otro, en que consiste el descanso de mi ánima y todo mi contentamiento.

    -Ese se os procurará aquí con toda la diligencia posible -dijo Polidora- porque no hay a quien con más razón procurar se deba.

    Pues la hermosa Cintia se volvió a los pastores diciendo:

    -Hermosa pastora y animosos pastores, la deuda y obligación en que nos habéis puesto, ya la veis. ¡Plega a Dios que algún tiempo la podamos satisfacer, según que es nuestro deseo!

    Selvagia respondió:

    -A estos dos pastores se deben, hermosas ninfas, esas ofertas, que yo no hice más que desear la libertad que tanta razón era que todo el mundo desease.

    -Entonces -dijo Polidora- ¿es este el pastor Sireno tan querido algún tiempo como ahora olvidado de la hermosa Diana, y ese otro, su competidor Silvano?

    -Sí -dijo Selvagia.

    -Mucho me huelgo -dijo Polidora- que seáis personas a quien podamos en algo satisfacer lo que por nosotras habéis hecho.

    Dórida, muy espantada, dijo:

    -¿Que cierto es éste Sireno? Muy contenta estoy en hallarte, y en haberme tú dado ocasión a que yo busque a tu mal algún remedio, que no será poco.

    -Ni aun para tanto mal bastaría, siendo poco -dijo Sireno.

    -Ahora vamos a la fuente -dijo Polidora- que allá hablaremos más largo.

    Llegados que fueron a la fuente, llevando las ninfas en medio a la pastora, se asentaron en torno de ella, y los pastores, a petición de las ninfas, se fueron a la aldea a buscar de comer, porque era ya tarde y todos lo habían menester. Pues quedando las tres ninfas solas con la pastora, la hermosa Dórida comenzó a hablar de esta manera:

    -Esforzada y hermosa pastora, es cosa para nosotras tan extraña ver una persona de tanto valor y suerte en estos valles y bosques apartados del concurso de las gentes, como para ti será ver tres ninfas solas y sin compañía que defenderlas pueda de semejantes fuerzas. Pues para que podamos saber de ti lo que tanto deseamos, forzado será merecerlo primero con decirte quién somos; y para esto sabrás, esforzada pastora, que esta ninfa se llama Polidora, y aquella Cintia, y yo, Dórida; vivimos en la selva de Diana, adonde habita la sabia Felicia, cuyo oficio es dar remedio a pasiones enamoradas; y viniendo nosotras de visitar a una ninfa, su parienta, que vive de esta otra parte de los puertos galicianos, llegamos a este valle umbroso y ameno; y pareciéndonos el lugar conveniente para pasar la calorosa siesta, a la sombra de estos alisos y verdes lauros, envidiosas de la armonía que este impetuoso arroyo por medio del verde prado lleva, tomando nuestros instrumentos quisimos imitarla, y nuestra ventura, o por mejor decir su desventura, quiso que estos salvajes, que según ellos decían muchos días ha que de nuestros amores estaban presos, vinieron acaso por aquí, y habiendo muchas veces sido importunadas de sus bestiales razones que nuestro amor les otorgásemos, y viendo ellos que por ninguna vía les dábamos esperanza de remedio, determinaron poner el negocio a las manos y, hallándonos aquí solas, hicieron lo que viste, al tiempo que con vuestro socorro fuimos libres.

    La pastora, que oyó lo que la hermosa Polidora había dicho, las lágrimas dieron testimonio de lo que su afligido corazón sentía, y volviéndose a las ninfas, les comenzó a hablar de esta manera:

    -No es el amor de manera, hermosas ninfas de la casta diosa, que pueda el que lo tiene tener respeto a la razón, ni la razón es parte para que un enamorado corazón deje el camino por donde sus fieros destinos le guiaren. Y que esto sea verdad, en la mano tenemos la experiencia, que, puesto caso que fueseis amadas de estos salvajes fieros, y el derecho del buen amor no daba lugar a que fueseis de ellos ofendidas, por otra parte, vino aquel desorden con que sus varios efectos hace a dar tal industria que los mismos que os habían de servir, os ofendiesen. Y porque sepáis que no me muevo solamente por lo que en este valle os ha sucedido, os diré lo que no pensé decir sino a quien entregué mi libertad, si el tiempo o la fortuna dieren lugar a que mis ojos le vean, y entonces veréis cómo en la escuela de mis desventuras deprendí a hablar en los malos sucesos de amor, y en lo que este traidor hace en los tristes corazones que sujetos le están.

    Sabréis, pues, hermosas ninfas, que mi naturaleza es la gran Vandalia, provincia no muy remota de esta adonde estamos, nacida en una ciudad llamada Soldina; mi madre se llamó Delia, y mi padre Andronio, en linaje y bienes de fortuna los más principales de toda aquella provincia. Acaeció, pues, que como mi madre, habiendo muchos años que era casada no tuviese hijos, y a causa de esto viviese tan descontenta que no tuviese un día de descanso, con lágrimas y suspiros cada hora importunaba el cielo, y haciendo mil ofrendas y sacrificios, suplicaba a Dios le diese lo que tanto deseaba, el cual fue servido, vistos sus continuos ruegos y oraciones, que siendo ya pasada la mayor parte de su edad se hiciese preñada. La alegría que de ello recibió júzguelo quien después de muy deseada una cosa la ventura se la pone en las manos. Y no menos participó mi padre Andronio de este contentamiento, porque lo tuvo tan grande que sería imposible poderlo encarecer.

    Era Delia, mi señora, aficionada a leer historias antiguas en tanto extremo, que si enfermedades o negocios de grande importancia no se lo estorbaban, jamás pasaba el tiempo en otra cosa. Y acaeció que estando, como digo, preñada, y hallándose una noche mal dispuesta, rogó a mi padre que le leyese alguna cosa para que ocupando en ella el pensamiento no sintiese el mal que la fatigaba. Mi padre, que en otra cosa no entendía sino en darle todo el contentamiento posible, le comenzó a leer aquella historia de Paris, cuando las tres diosas se pusieron a juicio delante de él sobre la manzana de la discordia. Pues como mi madre tuviese que Paris había dado aquella sentencia apasionadamente, y no como debía, dijo que sin duda él no había mirado bien la razón de la diosa de las batallas, porque precediendo las armas a todas las otras cualidades, era justa cosa que se le diese. Mi señor respondió que la manzana se había de dar a la más hermosa, y que Venus lo era más que otra ninguna, por lo cual Paris había sentenciado muy bien, si después no le sucediera mal. A esto respondió mi madre que puesto caso que en la manzana estuviese escrito «Dese a la más hermosa», que esta hermosura no se entendía corporal, sino del ánima, y que pues la fortaleza era una de las cosas que más hermosura le daban, y el ejercicio de las armas era un acto exterior de esta virtud, que a la diosa de las batallas se debía dar la manzana si Paris juzgara como hombre prudente y desapasionado. Así que, hermosas ninfas, en esta porfía estuvieron gran rato de la noche cada uno alegando las razones más a su propósito que podía. Estando en esto vino el sueño a vencer a quien las razones de su marido no pudieron, de manera que estando muy metida en su disputa, se dejó dormir. Mi padre entonces se fue a su aposento, y a mi señora le pareció, estando durmiendo, que la diosa Venus venía a ella con un rostro tan airado como hermoso, y le decía: «Delia, no sé quién te ha movido ser tan contraria de quien jamás lo ha sido tuya. Si memoria tuvieses del tiempo que del amor de Andronio tu marido fuiste presa, no me pagarías tan mal lo mucho que me debes; pero no quedarán sin galardón, que yo te hago saber que parirás un hijo y una hija, cuyo parto no te costará menos que la vida y a ellos costará el contentamiento lo que en mi daño has hablado, porque te certifico que serán los más desdichados en amores que hasta su tiempo se hayan visto.» Y dicho esto, desapareció; y luego se le figuró a mi señora madre que venía a ella la diosa Palas, y con rostro muy alegre le decía: «Discreta y dichosa Delia, ¿con qué te podré pagar lo que en mi favor contra la opinión de tu marido esta noche has alegado, sino con hacerte saber que parirás un hijo y una hija los más venturosos en armas que hasta su tiempo haya habido?» Dicho esto luego desapareció, despertando mi madre con el mayor sobresalto del mundo. Y de ahí un mes, poco más o menos, parió a mí y a otro hermano mío, y ella murió de parto, y mi padre, del grandísimo pesar que hubo, murió de ahí a pocos días. Y porque sepáis, hermosas ninfas, el extremo en que amor me ha puesto, sabed que siendo yo mujer de la cualidad que habéis oído, mi desventura me ha forzado que deje mi hábito natural, y mi libertad y el débito que a mi honra debo, por quien por ventura pensará que la pierde en ser de mí bien amado. Ved qué cosa tan excusada para una mujer ser dichosa en las armas, como si para ellas se hubiesen hecho; debía ser porque yo, hermosas ninfas, os pudiese hacer este pequeño servicio contra aquellos perversos, que no lo tengo en menos que si la fortuna me comenzase a satisfacer algún agravio de los muchos que me ha hecho.

    Tan espantadas quedaron las ninfas de lo que oían, que no le pudieron responder, ni repreguntar cosa de las que la pastora decía. Y prosiguiendo en su historia, les dijo:

    -Pues como mi hermano y yo nos criásemos en un monasterio de monjas, donde una tía mía era abadesa, hasta ser de edad de doce años, y habiéndolos cumplidos nos sacasen de allí, a él llevaron a la corte del magnánimo e invencible rey de los lusitanos, cuya fama e increíble bondad tan esparcida está por el universo, adonde, siendo en edad de tomar las armas, le sucedieron por ellas cosas tan aventajadas y de tan gran esfuerzo, como tristes y desventuradas por sus amores. Y con todo eso fue mi hermano tan amado de aquel invictísimo rey, que nunca jamás le consintió salir de su corte.

    La desdichada de mí, que para mayores desventuras me guardaban mis hados, fui llevada en casa de una abuela mía, que no debiera, pues fue causa de vivir con tan gran tristeza, cual nunca mujer padeció. Y porque, hermosas ninfas, no hay cosa que no me sea forzado decírosla, así por la gran virtud de que vuestra extremada hermosura da testimonio, como porque el alma me da que habéis de ser gran parte de mi consuelo, sabed que como yo estuviese en casa de mi abuela y fuese ya de casi diecisiete años, se enamoró de mí un caballero que no vivía tan lejos de nuestra posada que desde un terrado que en la suya había no se viese un jardín adonde yo pasaba las tardes del verano. Pues como de allí el desagradecido Felis viese a la desdichada Felismena, que este es el nombre de la triste que sus desventuras os está contando, se enamoró de mí o se fingió enamorado; no sé cuál me crea, pero sé que quien menos en este estado creyere, más acertará.

    Muchos días fueron los que Felis gastó en darme a entender su pena, y muchos más gasté yo en no darme por hallada que él por mí la padeciese. Y no sé cómo el amor tardó tanto en hacerme fuerza que le quisiese, debió tardar para después venir con mayor ímpetu. Pues como yo por señales y por paseos, y por músicas y torneos que delante de mi puerta muchas veces se hacían, no mostrase entender que de mi amor estaba preso, aunque desde el primero día lo entendí, determinó de escribirme. Y hablando con una criada mía, a quien muchas veces había hablado, y aun con muchas dádivas ganada la voluntad, le dio una carta para mí. Pues ver las salvas que Rosina, que así se llamaba, me hizo primero que me la diese, los juramentos que me juró, las cautelosas palabras que me dijo porque no me enojase, cierto fue cosa de espanto. Y con todo eso, se la volví arrojar a los ojos, diciendo: «Si no mirase a quien soy y lo que se podría decir, ese rostro que tan poca vergÜenza tiene, yo le haría señalar de manera que fuese entre todos conocido. Mas porque es la primera vez, baste lo hecho, y avisaros que os guardéis de la segunda.» Paréceme que estoy ahora viendo -decía la hermosa Felismena- cómo aquella traidora de Rosina supo callar disimulando lo que de mi enojo sentía, porque la vierais, oh hermosas ninfas, fingir una risa tan disimulada diciendo: «¡Jesús, señora! Yo, para que riésemos con ella la di a Vuestra Merced, que no para que se enojase de esa manera, que plega a Dios si mi intención ha sido darle enojo, que Dios me le dé el mayor que hija de madre haya tenido.» Y a esto añadió otras muchas palabras como ella las sabía decir, para amansar el enojo que yo de las suyas había recibido; y tomando su carta, se me quitó de delante. Yo, después de pasado esto, comencé de imaginar en lo que allí podría venir, y tras esto parece que el amor me iba poniendo deseo de ver la carta, pero también la vergÜenza me estorbaba a tornarla a pedir a mi criada, habiendo pasado con ella lo que os he contado. Y así pasé aquel día hasta la noche en muchas variedades de pensamientos; y cuando Rosina entró a desnudarme, al tiempo que me quería acostar, Dios sabe si yo quisiera que me volviera a importunar sobre que recibiese la carta, mas nunca me quiso hablar, ni por pensamiento en ella. Yo, por ver si saliéndole al camino aprovecharía algo, le dije: «¿Así, Rosina, que el señor Felis, sin mirar más se atreve a escribirme?» Ella, muy secamente me respondió: «Señora, son cosas que el amor trae consigo. Suplico a Vuestra Merced me perdone, que si yo pensara que en ello le enojaba, antes me sacara los ojos.» Cuál yo entonces quedé Dios lo sabe, pero con todo eso disimulé, y me dejé quedar aquella noche con mi deseo y con la ocasión de no dormir. Y así fue que verdaderamente ella fue para mí la más trabajosa y larga que hasta entonces había pasado. Pues viniendo el día, y más tarde de lo que yo quisiera, la discreta Rosina entró a darme de vestir y se dejó adrede caer la carta en el suelo. Yo como la vi, dije: «¿Qué es eso que cayó ahí? Muéstralo acá.» «No es nada, señora», dijo ella. «Ora muéstralo acá -dije yo- no me enojes, o dime lo que es.» «¡Jesús!, señora -dijo ella- ¿para qué lo quiere ver? La carta de ayer es.» «No es por cierto -dije yo- muéstralo acá por ver si mientes». Aún yo no lo hube dicho, cuando ella me la puso en las manos diciendo: «Mal me haga Dios, si es otra cosa.» Yo, aunque la conocí muy bien, dije: «En verdad que no es esta, que yo la conozco, y de algún tu enamorado debe ser. Yo quiero leerla por ver las necedades que te escribe». Abriéndola vi que decía de esta manera:

«Señora, siempre imaginé que vuestra discreción me quitara el miedo de escribiros, entendiendo sin carta lo que os quiero; mas ella misma ha sabido tan bien disimular que allí estuvo el daño, donde pensé que el remedio estuviese. Si como quien sois, juzgáis mi atrevimiento, bien sé que no tengo una hora de vida, pero si lo tomáis según lo que amor suele hacer, no trocaré por ella esperanza. Suplícoos, mi señora, no os enoje mi carta ni me pongáis culpa por el escribiros hasta que experimentéis si puedo dejar de hacerlo; y que me tengáis en posesión de vuestro, pues todo lo que puede ser de mí está en vuestras manos, las cuales beso mil veces.»

    Pues como yo viese la carta de don Felis, o porque la leí en tiempo que mostraba en ella quererme más que a sí, o porque de parte de esta ánima cansada había disposición para imprimirse en ella el amor de quien me escriba, yo comencé a quererle bien, y por mi mal yo lo comencé, pues había de ser causa de tanta desventura. Y luego, pidiendo perdón a Rosina de lo que había pasado, como quien menester la había para lo de adelante, y encomendándole el secreto de mis amores, volví otra vez a leer la carta, parando a cada palabra un poco, y bien poco debió de ser pues tan presto me determiné, aunque no estaba en mi mano el no determinarme. Y tomando papel y tinta, le respondí de esta manera:

«No tengas en tan poco, don Felis, mi honra que con palabras fingidas pienses perjudicarla. Bien sé quién eres y vales, y aún creo que de esto te habrá nacido el atreverte y no de la fuerza que dices que el amor te ha hecho. Y si es así, como me afirma mi sospecha, tan en vano es tu trabajo como tu valor y suerte, si piensan hacerme ir contra lo que a la mía debo. Suplícote que mires cuán pocas veces suceden bien las cosas que debajo de cautela se comienzan, y que no es de caballero entenderlas de una manera y decirlas de otra. Dícesme que te tenga en posesión de cosa mía; soy tan mal acondicionada que aun de la experiencia de las cosas no me fío, cuanto más de tus palabras. Mas con todo eso tengo en mucho lo que en la tuya me dices, que bien me basta ser desconfiada, sin ser también desagradecida.»

    Esta carta le envié, que no debiera, pues fue ocasión de todo mi mal, porque luego comenzó a cobrar osadía para me declarar más su pensamiento, y a tener ocasión para me pedir que le hablase. En fin, hermosas ninfas, que algunos días se gastaron en demandas y en respuestas, en los cuales el falso amor hacía en mí su acostumbrado oficio, pues cada hora tomaba más posesión de esta desdichada. Los torneos se volvieron a renovar, las músicas de noche jamás cesaban, las cartas, los motes nunca dejaban de ir de una parte a otra, y así pasó casi un año, al cabo del cual, yo me vi tan presa de sus amores que no fui parte para dejar de manifestarle mi pensamiento, cosa que él deseaba más que su propia vida.

    Quiso, pues, mi desventura que al tiempo en que nuestros amores más encendidos andaban, su padre lo supiese, y quien se lo dijo se lo supo encarecer de manera que, temiendo no se casase conmigo, lo envió a la corte de la gran princesa Augusta Cesarina, diciendo que no era justo que un caballero mozo y de linaje tan principal, gastase la mocedad en casa de su padre, donde no se podían aprender sino los vicios de que la ociosidad es maestra. Él se partió tan triste que su mucha tristeza le estorbó avisarme de su partida; yo quedé tal, cuando lo supe, cual puede imaginar quien algún tiempo se vio tan presa de amor como yo por mi desdicha lo estoy. Decir yo ahora la vida que pasaba en su ausencia, la tristeza, los suspiros, las lágrimas que por estos cansados ojos cada día derramaba, no sé si podré; qué pena es la mía que aun decir no se puede; ved cómo podrá sufrirse.

    Pues estando yo en medio de mi desventura, y de las ansias que la ausencia de don Felis me hacía sentir, pareciéndome que mi mal era sin remedio, y que después que en la corte se viese, a causa de otras damas de más hermosura y cualidad, también de la ausencia que es capital enemiga del amor, yo había de ser olvidada, yo determiné aventurarme a hacer lo que nunca mujer pensó. Y fue vestirme en hábito de hombre, e irme a la corte por ver aquel en cuya vista estaba toda mi esperanza; y como lo pensé, así lo puse por obra, no dándome el amor lugar a que mirase lo que a mí propia debía. Para lo cual no me faltó industria, porque con ayuda de una grandísima amiga mía y tesorera de mis secretos, que me compró los vestidos que yo le mandé y un caballo en que me fuese, me partí de mi tierra y aun de mi reputación, pues no puedo creer que jamás pueda cobrarla. Y así me fui derecha a la corte, pasando por el camino cosas que si el tiempo me diera lugar para contarlas, no fueran poco gustosas de oír. Veinte días tardé en llegar, en cabo de los cuales llegando donde deseaba, me fui a posar a una casa, la más apartada de conversación que yo pude. Y el grande deseo que llevaba de ver aquel destruidor de mi alegría no me dejaba imaginar en otra cosa sino en cómo o de dónde podía verle. Preguntar por él a mi huésped no osaba, porque quizá no se descubriese mi venida; ni tampoco me parecía bien ir yo a buscarle, porque no me sucediese alguna desdicha a causa de ser conocida.

    En esta confusión pasé todo aquel día, hasta la noche, la cual cada hora se me hacía un año; y siendo poco más de media noche, el huésped llamó a la puerta de mi aposento, y me dijo que si quería gozar de una música que en la calle se daba, que me levantase de presto y abriese una ventana. Lo que yo hice luego, y parándome en ella, oí en la calle un paje de don Felis, que se llamaba Fabio, el cual luego en la habla conocí cómo decía a otros que con él iban: «Ahora, señores, es tiempo, que la dama está en el corredor sobre la huerta, tomando el frescor de la noche.» Y no lo hubo dicho, cuando comenzaron a tocar tres cornetas y un sacabuche, con tan gran concierto que parecía una música celestial. Y luego comenzó una voz que cantaba a mi parecer lo mejor que nadie podría pensar. Y aunque estuve suspensa en oír a Fabio, y aquel tiempo ocurrieron muchas imaginaciones y todas contrarias a mi descanso, no dejé de advertir a lo que se cantaba, porque no lo hacían de manera que cosa alguna impidiera el gusto que de oírlo se recibía. Y lo que se cantó primero fue este romance:



    Oídme, señora mía,
si acaso os duele mi mal,
y aunque no os duela el oírle
no me dejéis de escuchar;
dadme este breve descanso 5
porque me fuerce a penar.
¿No os doléis de mis suspiros
ni os enternece el llorar,
ni cosa mía os da pena,
ni la pensáis remediar?; 10
¿hasta cuándo, mi señora,
tanto mal ha de durar?
No está el remedio en la muerte,
si no en vuestra voluntad,
que los males que ella cura 15
ligeros son de pasar.
No os fatigan mis fatigas
ni os esperan fatigar;
de voluntad tan exenta
¿qué medio se ha de esperar?, 20
¿y ese corazón de piedra
cómo lo podré ablandar?
Volved, señora, esos ojos
que en el mundo no hay su par,
mas no los volváis airados 25
si no me queréis matar,
aunque de una y de otra suerte
matáis con solo el mirar.


    Después que con el primero concierto de música hubieron cantado este romance, oí tañer una dulzaina y una arpa, y la voz del mi don Felis. El contento que me dio el oírle no hay quien lo pueda imaginar, porque se me figuró que lo estaba oyendo en aquel dichoso tiempo de nuestros amores. Pero después que se desengañó la imaginación, viendo que la música se la daba a otra, y no a mí, sabe Dios si quisiera más pasar por la muerte. Y con un ansia que el ánima me arrancaba, pregunté al huésped si sabía a quién aquella música se daba. Él me respondió que no podía pensar a quién se diese, aunque en aquel barrio vivían muchas damas y muy principales. Y cuando vi que no me daba razón de lo que le preguntaba, volví a oír al mi don Felis, el cual entonces comenzaba al son de una arpa que muy dulcemente tañía, a cantar este soneto:




Soneto

    Gastando fue el amor mis tristes años,
en vanas esperanzas y excusadas;
fortuna, de mis lágrimas cansadas,
ejemplos puso al mundo muy extraños.

    El tiempo, como autor de desengaños, 5

tal rastro deja en él de mis pisadas
que no habrá confianzas engañadas,
ni quien de hoy más se queje de sus daños.

    Aquella a quien amé cuanto debía,
enseña a conocer en sus amores 10

lo que entender no pude hasta ahora.

    Y yo digo gritando noche y día:
¿no veis que os desengaña, ¡oh amadores!,
amor, fortuna, el tiempo y mi señora?

    Acabado de cantar este soneto, pararon un poco tañendo cuatro vihuelas de arco y un clavicordio tan concertadamente que no sé si en el mundo pudiera haber cosa más para oír, ni qué mayor contento diera a quien la tristeza no tuviera tan sojuzgada como a mí; y luego comenzaron cuatro voces muy acordadas a cantar esta canción:



Canción

    No me quejo yo del daño
que tu vista me causó,
quéjome porque llegó
a mal tiempo el desengaño.

    Jamás vi peor estado 5
que es el no atrever y osar,
y entre el callar y hablar,
verse un hombre sepultado.

    Y así no quejo del daño
por ser tú quien lo causó, 10
sino por ver que llegó
a mal tiempo el desengaño.

    Siempre me temo saber
cualquiera cosa encubierta,
porque sé que la más cierta 15
más mi contraria ha de ser.

    Y en saberla no está el daño,
pero séla tiempos yo
que nunca jamás sirvió
de remedio el desengaño. 20


    Acabada esta canción, comenzaron a sonar muchas diversidades de instrumentos, y voces muy excelentes concertadas con ellos, con tanta suavidad que no dejaran de dar grandísimo contentamiento a quien no estuviera tan fuera de él como yo. La música se acabó muy cerca del alba, trabajé de ver a mi don Felis, mas la oscuridad de la noche me lo estorbó. Y viendo como eran idos, me volví acostar llorando mi desventura, que no era poco de llorar viendo que aquel que yo más quería, me tenía tan olvidada como sus músicas daban testimonio. Y siendo ya hora de levantarme, sin otra consideración me salí de casa, y me fui derecha al gran palacio de la princesa, adonde me pareció que podría ver lo que tanto deseaba, determinando de llamarme Valerio si mi nombre me preguntasen.

    Pues llegando yo a una plaza que delante del palacio había, comencé a mirar las ventanas y corredores, donde vi muchas damas tan hermosas que ni yo sabría ahora encarecerlo, ni entonces supe más que espantarme de su gran hermosura, y de los atavíos de joyas e invenciones de vestidos y tocados que traían. Por la plaza se paseaban muchos caballeros muy ricamente vestidos, y en muy hermosos caballos, mirando cada uno a aquella parte donde tenía el pensamiento. Dios sabe si quisiera yo ver por allí a mi don Felis y que sus amores fueran en aquel celebrado palacio, porque a lo menos estuviera yo segura de que él jamás alcanzara otro galardón de sus servicios sino mirar y ser mirado, y algunas veces hablar a la dama a quien sirviese delante de cien mil ojos que no dan lugar a más que esto. Mas quiso mi ventura que sus amores fuesen en parte donde no se pudiese tener esta seguridad. Pues estando yo junto a la puerta del gran palacio, vi un paje de don Felis, llamado Fabio, que yo muy bien conocía, el cual entró muy de prisa en el gran palacio, y hablando con el portero que a la segunda puerta estaba, se volvió por el mismo camino. Yo sospeché que había venido a saber si era hora que don Felis viniese a algún negocio de los que de su padre en la corte tenía, y que no podría dejar de venir presto por allí.

    Y estando yo imaginando la gran alegría que con su vista se me aparejaba, le vi venir muy acompañado de criados, todos muy ricamente vestidos con una librea de un paño de color de cielo, y fajas de terciopelo amarillo, bordadas por encima de cordoncillo de plata, las plumas azules y blancas y amarillas. El mi don Felis traía calzas de terciopelo blanco, recamadas, aforradas en tela de oro azul; el jubón era de raso blanco recamado de oro de cañutillo y una cuera de terciopelo de las mismas colores y recamo, una ropilla suelta de terciopelo negro, bordada de oro y aforrada en raso azul raspado, espada, daga y talabarte de oro, una gorra muy bien aderezada de unas estrellas de oro, y en medio de cada una engastado un grano de aljófar grueso; las plumas eran azules, amarillas y blancas; en todo el vestido traía sembrados muchos botones de perlas. Venía en un hermoso caballo rucio rodado, con unas guarniciones azules y de oro y mucho aljófar. Pues cuando yo así le vi, quedé tan suspensa en verle y tan fuera de mí con la súbita alegría, que no sé cómo lo sepa decir. Verdad es que no pude dejar de dar con las lágrimas de mis ojos alguna muestra de lo que su vista me hacía sentir, pero la vergÜenza de los que allí estaban me lo estorbó por entonces.

    Pues como don Felis, llegando a palacio, se apease y subiese por una escalera, por donde iban al aposento de la gran princesa, yo llegué a donde sus criados estaban, y viendo entre ellos a Fabio, que era el que de antes había visto, le aparté diciéndole: «Señor: ¿quién es este caballero que aquí se apeó, porque me parece mucho a otro que yo he visto bien lejos de aquí?» Fabio entonces me respondió: «¿Tan nuevo sois en la corte que no conocéis a don Felis? Pues no creo yo que hay caballero en ella tan conocido.» «No dudo de eso -le respondí-, mas yo diré cuán nuevo soy en la corte que ayer fue el primer día que en ella entré.» «Luego no hay que culparos -dijo Fabio-. Sabed que este caballero se llama don Felis, natural de Vandalia, y tiene su casa en la antigua Soldina; está en esta corte en negocios suyos y de su padre.» Yo entonces le dije: «Suplícoos me digáis por qué causa trae la librea de estas colores.» «Si la causa no fuera tan pública yo lo callara -dijo Fabio- mas porque no hay persona que no lo sepa ni llegaréis a nadie que no os lo pueda decir, creo que no dejo de hacer lo que debo en decíroslo. Sabed que él sirve aquí a una dama que se llama Celia, y por eso trae librea de azul, que es color del cielo, y lo blanco y amarillo, que son colores de la misma dama.» Cuando esto le oí, ya sabréis cuál quedaría, mas disimulando mi desventura le respondí: «Por cierto, esa dama le debe mucho, pues no se contenta con traer sus colores, mas aún su nombre propio quiere traer por librea. ¡Hermosa debe de ser!» «Sí es, por cierto -dijo Fabio- aunque harto más lo era otra a quien él en nuestra tierra servía, y aún era más favorecido de ella, que de esta lo es. Mas esta bellaca de ausencia deshace las cosas que hombre piensa que están más firmes.»

    Cuando yo esto le oí, fueme forzado tener cuenta con las lágrimas, que a no tenerla, no pudiera Fabio dejar de sospechar alguna cosa que a mí no me estuviera bien. Y luego el paje me preguntó cúyo era, y mi nombre, y adónde era mi tierra. Al cual, yo respondí que mi tierra era Vandalia, mi nombre, Valerio, y que hasta entonces no vivía con nadie. «Pues de esa manera -dijo él- todos somos de una tierra y aun podríamos ser de una casa si vos quisieseis, porque don Felis, mi señor, me mandó que le buscase un paje. Por eso si vos queréis servirle, vedlo; que comer, y beber, y vestir y cuatro reales para jugar, no os faltarán, pues mozas como unas reinas haylas en nuestra calle, y vos, que sois gentilhombre, no habría ninguna que no se pierda por vos. Y aunque sé yo una criada de un canónigo viejo harto bonita, que para que fuésemos los dos bien proveídos de pañizuelos y torreznos y vino de San Martín, no habríais menester más que de servirla.»

    Cuando yo esto le oí, no pude dejar de reírme en ver cuán naturales palabras de paje eran las que me decía. Y porque me pareció que ninguna cosa me convenía más para mi descanso que lo que Fabio me aconsejaba, le respondí: «Yo a la verdad no tenía determinado de servir a nadie, mas ya que la fortuna me ha traído a tiempo que no puedo hacer otra cosa, paréceme que lo mejor sería vivir con vuestro señor, porque debe ser caballero más afable y amigo de sus criados que otros.» «Mal lo sabéis -me respondió Fabio-. Yo os prometo, a fe de hijodalgo, porque lo soy, que mi padre es de los Cachopines de Laredo, que tiene don Felis, mi señor, de las mejores condiciones que habéis visto en vuestra vida y que nos hace el mejor tratamiento que nadie hace a sus pajes, si no fuesen estos juegos, amores que nos hacen pasear más de lo que querríamos y dormir menos de lo que hemos menester, no habría tal señor.» Finalmente, hermosas ninfas, que Fabio habló a su señor don Felis en saliendo, y él mandó que aquella tarde me fuese a su posada. Yo me fui y él me recibió por su paje, haciéndome el mejor tratamiento del mundo y así estuve algunos días, viendo llevar y traer recados de una parte a otra, cosa que era para mí sacarme el alma y perder cada hora la paciencia.

    Pasado un mes vino don Felis a estar tan bien conmigo, que abiertamente me descubrió sus amores, y me dijo desde el principio de ellos hasta el estado en que entonces estaban, encargándome el secreto de lo que en ellos pasaba y diciéndome cómo había sido bien tratado de ella al principio y después se había cansado de favorecerle. Y la causa de ello había sido que no sabía quién le había dicho de unos amores que él había tenido en su tierra, y que los amores que con ella tenía no era sino por entretenerse en cuanto los negocios que en la corte hacía no se acababan. «Y no hay duda -me decía el mismo don Felis- sino que yo los comencé como ella dice, mas ahora, Dios sabe si hay cosa en la vida a quien tanto quiera.» Cuando yo esto le oí decir, ya sentiréis, hermosas ninfas, lo que podría sentir. Mas con toda la disimulación posible respondí: «Mejor fuera, señor, que la dama se quejara con causa y que eso fuera así, porque si esa otra a quien antes servíais, no os mereció que la olvidaseis, grandísimo agravio le hacéis.» Don Felis me respondió: «No me da el amor que yo a mi Celia tengo lugar para entenderlo así, mas antes me parece que me le hice muy mayor en haber puesto el amor primero en otra parte que en ella.» «De esos agravios -le respondí- yo bien sé quién se lleva lo peor.» Y sacando el desleal caballero una carta del seno que aquella hora había recibido de su señora, me la leyó, pensando que me hacía mucha fiesta, la cual decía de esta manera:

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Nunca cosa que yo sospechase de vuestros amores dio tan lejos de la verdad que me diese ocasión de no creer más veces a mi sospecha, que a vuestra disculpa, y si en esto os hago agravio, ponedlo a cuenta de vuestro descuido, que bien pudierais negar los amores pasados, y no dar ocasión a que vuestra confesión os condenase. Decís que fui causa que olvidaseis los amores primeros; consolaos con que no faltará otra que lo sea de los segundos. Y aseguraos, señor don Felis, porque os certifico que no hay cosa que peor esté a un caballero, que hallar en cualquier dama ocasión de perderse por ella. Y no diré más porque en males sin remedio, el no procurárselo es lo mejor.»

    Después que hubo acabado de leer la carta, me dijo: «¿Qué te parecen, Valerio, estas palabras?» «Paréceme -le respondí- que se muestran en ellas tus obras.» «Acaba», dijo don Felis. «Señor -le respondí yo- parecerme han según ellas os parecieren, porque las palabras de los que quieren bien, nadie las sabe tan bien juzgar como ellos mismos. Mas lo que yo siento de la carta es que esa dama quisiera ser la primera, a la cual no debe la fortuna tratarla de manera que nadie pueda haber envidia de su estado.» «Pues ¿qué me aconsejarías?», dijo don Felis. «Si tu mal sufre consejo -le respondí yo- me parecería que el pensamiento no se dividiese en esta segunda pasión, pues a la primera se debe tanto.» Don Felis me respondió suspirando y dándome una palmada en el hombro: «¡Oh, Valerio, qué discreto eres! ¡Cuán buen consejo me das, si yo pudiese tomarle! Entrémonos a comer, que, en acabando quiero que lleves una carta mía a la señora Celia, y verás si merece que a trueque de pensar en ella se olvide otro cualquier pensamiento.» Palabras fueron estas que a Felismena llegaron al alma, mas como tenía delante sus ojos aquel a quien más que a sí quería, solamente mirarle era el remedio de la pena que cualquiera de estas cosas me hacía sentir. Después que hubimos comido, don Felis me llamó y haciéndome grandísimo cargo de lo que le debía por haberme dado parte de su mal, y haber puesto el remedio en mis manos, me rogó le llevase una carta que escrita le tenía, la cual él primero me leyó y decía de esta manera:

Carta de don Felis para Celia
«Déjase tan bien entender el pensamiento que busca ocasiones para olvidar a quien desea, que sin trabajar mucho la imaginación se viene en conocimiento de ello. No me tengas en tanto, señora, que busque remedio para disculparte de lo que conmigo piensas usar, pues nunca yo llegué a valer tanto contigo que en menores cosas quisiese hacerlo. Yo confesé que había querido bien porque el amor, cuando es verdadero, no sufre cosa encubierta y tú pones por ocasión de olvidarme de lo que había de ser de quererme. No me puedo dar a entender que te tienes en tan poco que creas de mí poderte olvidar por ninguna cosa que sea o haya sido; mas antes me escribes otra cosa de lo que de mi fe tienes experimentado. De todas las cosas que en perjuicio de lo que te quiero imaginas, me asegura mi pensamiento, el cual bastará ser mal galardonado sin ser también mal agradecido.»

    Después que don Felis me leyó la carta que a su dama tenía escrita, me preguntó si la respuesta me parecía conforme a las palabras que la señora Celia le había dicho en la suya, y que si había algo en ella que enmendar. A lo cual yo le respondí: «No creo, señor, que es menester hacer la enmienda a esa carta, ni a la dama a quien se envía sino a la que con ella ofendes. Digo esto porque soy tan aficionado a los amores primeros que en esta vida he tenido, que no habría en ella cosa que me hiciese mudar el pensamiento.» «La mayor razón tienes del mundo -dijo don Felis-. Si yo pudiese acabar conmigo otra cosa de lo que hago; mas ¿qué quieres si la ausencia enfrió ese amor y encendió este otro?» «De esa manera -respondí yo- con razón se puede llamar engañada aquella a quien primero quisiste, porque amor sobre que ausencia tiene poder, ni es amor ni nadie me podrá dar a entender que lo haya sido.»

    Esto decía yo con más disimulación de lo que podía porque sentía tanto verme olvidada de quien tanta razón tenía de quererme y yo tanto quería, que hacía más de lo que nadie piensa en no darme a entender. Y tomando la carta e informándome de lo que había de hacer, me fui en casa de la señora Celia, imaginando el estado triste a que mis amores me habían traído, pues yo misma me hacía la guerra, siéndome forzado ser intercesora de cosa tan contraria a mi contentamiento. Pues llegando en casa de Celia, y hallando un paje suyo a la puerta, le pregunté si podía hablar a su señora. Y el paje, informado de mí cúyo era, lo dijo a Celia, alabándole mucho mi hermosura y disposición, y diciéndole que nuevamente don Felis me había recibido. La señora Celia le dijo: «¿Pues a hombre recibido de nuevo descubre luego don Felis sus pensamientos? Alguna grande ocasión debe haber para ello. Dile que entre y sepamos lo que quiere.»

    Yo entré luego donde la enemiga de mi bien estaba, y con el acatamiento debido le besé las manos y le puse en ellas la carta de don Felis. La señora Celia la tomó y puso los ojos en mí, de manera que yo le sentí la alteración que mi vista le había causado, porque ella estuvo tan fuera de sí que palabra no me dijo por entonces. Pero después volviendo un poco sobre sí, me dijo: «¿Qué ventura te ha traído a esta corte para que don Felis la tuviese tan buena como es tenerte por criado?» «Señora -le respondí yo- la ventura que a esta corte me ha traído no puede dejar de ser muy mejor de lo que nunca pensé, pues ha sido causa que yo viese tan gran perfección y hermosura como la que delante mis ojos tengo; y si antes me dolían las ansias, los suspiros y los continuos desasosiegos de don Felis, mi señor, ahora que he visto la causa de su mal, se me ha convertido en envidia la mancilla que de él tenía. Mas si es verdad, hermosa señora, que mi venida te es agradable, suplícote por lo que debes al gran amor que él te tiene, que tu respuesta también lo sea.» «No hay cosa -me respondió Celia- que yo deje de hacer por ti, aunque estaba determinada de no querer bien a quien ha dejado otra por mí, que grandísima discreción es saber la persona aprovecharse de casos ajenos para poderse valer en los suyos.» Y entonces le respondí: «No creas, señora, que habría cosa en la vida por que don Felis te olvidase. Y si ha olvidado a otra dama por causa tuya, no te espantes, que tu hermosura y discreción es tanta y la de la otra dama tan poca, que no hay para qué imaginar que por haberla olvidada a causa tuya, te olvidara a ti a causa de otra.» «¡Y cómo! -dijo Celia- ¿conociste tú a Felismena, la dama a quien tu señor en su tierra servía?» «Sí conocí -dije yo- aunque no tan bien como fuera necesario para excusar tantas desventuras. Verdad es que era vecina de la casa de mi padre, pero visto tu gran hermosura, acompañada de tanta gracia y discreción, no hay por qué culpar a don Felis de haber olvidado los primeros amores.» A esto me respondió Celia ledamente y riendo: «Presto has aprendido de tu amo a saber lisonjear.» «A saberte bien servir -le respondí- querría yo poder aprender, que adonde tanta causa hay para lo que se dice, no puede caber lisonja.» La señora Celia tornó muy de veras a preguntarme le dijese qué cosa era Felismena, a lo cual yo le respondí: «Cuanto a su hermosura, algunos hay que la tienen por muy hermosa, mas a mí jamás me lo pareció, porque la principal parte que para serlo es menester muchos días ha que le falta.» «¿Qué parte es esa?», preguntó Celia. «Es el contentamiento -dije yo- porque nunca adonde él no está puede haber perfecta hermosura.» «La mayor razón del mundo tienes -dijo ella- mas yo he visto algunas damas que les está tan bien el estar tristes, y a otras el estar enojadas, que es cosa extraña; y verdaderamente que el enojo y la tristeza las hace más hermosas de lo que son.» Y entonces le respondí: «Desdichada de hermosura que ha de tener por maestro el enojo o la tristeza; a mí poco se me entienden estas cosas, pero la dama que ha menester industrias, movimientos o pasiones para parecer bien, ni la tengo por hermosa, ni hay para qué contarla entre las que lo son.» «Muy gran razón tienes -dijo la señora Celia -y no habrá cosa en que no la tengas, según eres discreto.» «Caro me cuesta -respondí yo- tenerle en tantas cosas. Suplícote, señora, respondas a la carta porque también la tenga don Felis, mi señor, de recibir este contentamiento por mi mano.» «Soy contenta -me dijo Celia- mas primero me has de decir cómo está Felismena en esto de la discreción, ¿es muy avisada?» Yo entonces respondí: «Nunca mujer ha sido más avisada que ella porque ha muchos días que grandes desventuras la avisan, mas nunca ella se avisa, que si así como ha sido avisada, ella se avisase, no habría venido a ser tan contraria a sí misma.» «Hablas tan discretamente en todas las cosas -dijo Celia- que ninguna haría de mejor gana que estarte oyendo siempre.» «Mas antes -le respondí yo- no deben ser, señora, mis razones manjar para tan sutil entendimiento como el tuyo, y esto solo creo que es lo que no entiendo mal.» «No habrá cosa -respondió Celia- que dejes de entender, mas porque no gastes tan mal el tiempo en alabarme como tu amo en servirme, quiero leer la carta y decirte lo que has de decir.» Y descogiéndola, comenzó a leerla entre sí, estando yo muy atento en cuanto la leía a los movimientos que hacía con el rostro, que las más veces dan a entender lo que el corazón siente. Y habiéndola acabado de leer, me dijo: «Di a tu señor que quien tan bien sabe decir lo que siente, que no debe sentirlo tan bien como lo dice.» Y llegándose a mí me dijo, la voz algo más baja: «Y esto por amor de ti, Valerio, que no porque yo lo deba a lo que quiero a don Felis, porque veas que eres tú el que le favoreces.» «Y aun de ahí nacido todo mi mal», dije yo entre mí.

    Y besándole las manos por la merced que me hacía, me fui a don Felis con la respuesta, que no pequeña alegría recibió con ella, cosa que a mí era otra muerte y muchas veces decía yo entre mí, cuando acaso llevaba o traía algún recado: «¡Oh desdichada de ti, Felismena, que con tus propias armas te vengas a sacar el alma!, ¡y que vengas a granjear favores para quien tan poco caso hizo de los tuyos.» Y así pasaba la vida con tan grave tormento que si con la vista del mi don Felis no se remediara, no pudiera dejar de perderla. Más de dos meses me encubrió Celia lo que me quería, aunque no de manera que yo no viniese a entenderlo, de que no recibí poco alivio para el mal que tan importunamente me seguía, por parecerme que sería bastante causa para que don Felis no fuese querido y que podría ser le acaeciese como a muchos, que fuerza de disfavores los derriba de su pensamiento. Mas no le acaeció así a don Felis, porque cuanto más entendía que su dama le olvidaba, tanto mayores ansias le sacaban el alma. Y así vivía la más triste vida que nadie podría imaginar; de la cual no me llevaba yo la menor parte. Y para remedio de esto, sacaba la triste de Felismena, a fuerza de brazos, los favores de la señora Celia, poniéndolos ella toda las veces que por mí se los enviaba a mi cuenta. Y si acaso por otro criado suyo le enviaba algún recado, era tan mal recibido que ya él estaba sobre el aviso de no enviar otro allá, sino a mí, por tener entendido lo mal que le sucedía siendo de otra manera; y a mí, Dios sabe si me costaba lágrimas, porque fueron tantas las que yo delante de Celia derramé, suplicándole no tratase mal a quien tanto la quería, que bastara esto para que don Felis me tuviera la mayor obligación que nunca hombre tuvo a mujer. A Celia le llegaban al alma mis lágrimas, así porque yo las derramaba como por parecerle que si yo le quisiera lo que a su amor debía, no solicitara con tanta diligencia favores para otro, y así lo decía ella muchas veces con un ansia que parecía que el alma se le quería despedir.

    Yo vivía en la mayor confusión del mundo porque tenía entendido que si no mostraba quererla como a mí, me ponía a riesgo que Celia volviese a los amores de don Felis, y que volviendo a ellos, los míos no podrían haber buen fin; y si también fingía estar perdida por ella, sería causa que ella desfavoreciese al mi don Felis, de manera que a fuerza de disfavores, perdiese el contentamiento y tras él la vida. Y por estorbar la menor cosa de estas, diera yo cien mil de las mías, si tantas tuviera.

    De este modo se pasaron muchos días que le servía de tercera, a grandísima costa de mi contentamiento, al cabo de los cuales los amores de los dos iban de mal en peor, porque era tanto lo que Celia me quería que la gran fuerza de amor la hizo a lo que debía a sí misma. Y un día, después de haberle llevado y traído muchos recados, y de haberle yo fingido algunos, por no ver triste a quien tanto quería, estando suplicando a la señora Celia con todo el acatamiento posible, que se doliese de tan triste vida como don Felis a causa suya pasaba y que mirase que en no favorecerle, iba contra lo que a sí misma debía, lo cual yo hacía por verle tal que no se esperaba otra cosa sino la muerte del gran mal que su pensamiento le hacía sentir. Ella, con lágrimas en los ojos y con muchos suspiros, me respondió: «Desdichada de mí, ¡oh Valerio!, que en fin acabo de entender cuán engañada vivo contigo. No creía yo hasta ahora que me pedías favores para tu señor, sino por gozar de mi vista el tiempo que gastabas en pedírmelos. Mas ya conozco que los pides de veras, y que pues gustas de que yo ahora le trate bien, sin duda no debes quererme. ¡Oh cuán mal me pagas lo que te quiero y lo que por ti dejo de querer! Plega a Dios que el tiempo me vengue de ti, pues el amor no ha sido parte para ello, que no puedo yo creer que la fortuna me sea tan contraria que no te dé el pago de no haberla conocido. Y di a tu señor don Felis que si viva me quiere ver, que no me vea; y tú, traidor, enemigo de mi descanso, no parezcas más delante de estos cansados ojos, pues sus lágrimas no han sido parte para darte a entender lo mucho que me debes.» Y con esto se me quitó delante con tantas lágrimas que las mías no fueron parte para detenerla, porque con grandísima prisa se metió en un aposento, y cerrando tras sí la puerta, ni bastó llamar, suplicándole con mis amorosas palabras que me abriese y tomase de mí la satisfacción que fuese servida, ni decirle otras muchas cosas en que le mostraba la poca razón que había tenido en enojarse para que quisiese abrirme. Mas antes, desde allá dentro, me dijo con una furia extraña: «Ingrato y desagradecido Valerio, el más que mis ojos pensaron ver, no me veas ni me hables, que no hay satisfacción para tan grande desamor, ni quiero otro remedio para el mal que me hiciste, sino la muerte, la cual yo con mis propias manos tomaré en satisfacción de lo que tú me mereces.»

    Y yo viendo esto me vine a casa del mi don Felis con más tristeza de la que pude disimular, y le dije que no había podido hablar a Celia por cierta visita en que estaba ocupada. Mas otro día de mañana supimos, y aún se supo en toda la ciudad, que aquella noche le había tomado un desmayo con que había dado el alma, que no poco espanto puso en toda la corte. Pues lo que don Felis sintió su muerte, y cuánto le llegó al ánima, no se puede decir, ni hay entendimiento humano que alcanzarlo pueda, porque las cosas que decía, las lástimas, las lágrimas, los ardientes suspiros eran sin número. Pues de mí no digo nada porque de una parte, la desastrada muerte de Celia me llegaba al ánima, y de otra las lágrimas de don Felis me traspasaban el corazón. Aunque esto no fue nada, según lo que después sentí porque, como don Felis supo su muerte, la misma noche desapareció de casa sin que criado suyo ni otra persona supiese de él. Ya veis, hermosas ninfas, lo que yo sentiría; pluguiera a Dios que yo fuera la muerta, y no me sucediera tan gran desdicha, que cansada debía estar la fortuna de las de hasta allí. Pues como no bastase la diligencia que en saber del mi don Felis se puso, que no fue pequeña, yo determiné ponerme en este hábito en que me veis, en el cual ha más de dos años que he andado buscándole por muchas partes, y mi fortuna me ha estorbado hallarle, aunque no le debo poco, pues me ha traído a tiempo que este pequeño servicio pudiese haceros. Y creedme, hermosas ninfas, que lo tengo, después de la vida de aquel en quien puse toda mi esperanza, por el mayor contento que en ella pudiera recibir.

    Cuando las ninfas acabaron de oír a la hermosa Felismena, y entendieron que era mujer tan principal, y que el amor le había hecho dejar su hábito natural y tomar el de pastora, quedaron tan espantadas de su firmeza como del gran poder de aquel tirano que tan absolutamente se hace servir de tantas libertades. Y no pequeña lástima tuvieron de ver las lágrimas, y los ardientes suspiros con que la hermosa doncella solemnizaba la historia de sus amores. Pues Dórida, a quien más había llegado al alma el mal de Felismena, y más aficionada le estaba que a persona a quien toda su vida hubiese conservado, tomó la mano de responderle y comenzó a hablar de esta manera:

    -¿Qué haremos, hermosa señora, a los golpes de la fortuna? ¿Qué casa fuerte habrá adonde la persona pueda estar segura de las mudanzas del tiempo? ¿Qué arnés hay tan fuerte, de tan fino acero que pueda a nadie defender de las fuerzas de este tirano que tan injustamente llaman Amor? ¿Y qué corazón hay, aunque más duro sea que mármol, que un pensamiento enamorado no le ablande? No es por cierto esa hermosura, no ese valor, no esa discreción para que merezca ser olvidada de quien una vez pueda verla, pero estamos a tiempo, que merecer la cosa es principal parte para no alcanzarla. Y es el crudo amor de condición tan extraña que reparte sus contentamientos sin orden ni concierto alguno, y allí da mayores cosas donde en menos son estimadas, medicina podría ser para tantos males como son los de que este tirano es causa, la discreción y valor de la persona que los padece. Pero ¿a quién la deja ella tan libre que le pueda aprovechar para remedio, o quién podrá tanto consigo en semejante pasión que en causas ajenas sepa dar consejo cuanto más tomarle en las suyas propias? Mas con todo eso, hermosa señora, te suplico pongas delante los ojos quién eres, que si las personas de tanta suerte y valor como tú no bastaren a sufrir sus adversidades, ¿cómo las podrían sufrir las que no lo son? Y demás de esto, de parte de estas ninfas y de la mía te suplico en nuestra compañía te vayas en casa de la gran sabia Felicia que no es tan lejos de aquí que mañana, a estas horas, no estemos allá. A donde tengo por averiguado que hallarás grandísimo remedio para estas angustias como lo han hallado muchas personas que no lo merecían. Demás de su ciencia, a la cual persona humana en nuestros tiempos no se halla que pueda igualar, su condición y su bondad no menos le engrandece y hace que todas las del mundo deseen su compañía.

    Felismena respondió:

    -No sé, hermosas ninfas, quien a tan grave mal pueda dar remedio, si no fuese el propio que lo causa. Mas con todo eso, no dejaré de hacer vuestro mandado, que pues vuestra compañía es para mi pena tan gran alivio, injusta cosa sería desechar el consuelo al tiempo que tanto lo he menester.

    -¡No me espanto yo -dijo Cintia- sino cómo don Felis, en el tiempo que le servías, no te conoció en ese rostro, y en la gracia y el mirar de tan hermosos ojos!

    Felismena entonces respondió:

    -Tan apartada tenía la memoria de lo que en mí había visto y tan puesto en lo que veía en su señora Celia, que no había lugar para ese conocimiento.

    Y estando en esto oyeron cantar los pastores que en compañía de la discreta Selvagia, iban por una cuesta abajo, los más antiguos cantares que cada uno sabía, o que su mal le inspiraba, y cada cual buscaba el villancico que más hacía a su propósito. Y el primero que comenzó a cantar fue Silvano, el cual cantó lo siguiente:


    «Desdeñado soy de amor,
guárdeos Dios de tal dolor.

    Soy del amor desdeñado,
de fortuna perseguido,
ni temo verme perdido, 5
ni aún espero ser ganado;
un cuidado a otro cuidado
me añade siempre el amor:
¡guárdeos Dios de tal dolor!

    En quejas me entretenía, 10
¡ved qué triste pasatiempo!,
imaginaba que un tiempo
tras otro tiempo venía,
mas la desventura mía
mudole en otro peor: 15
¡guárdeos Dios de tal dolor!»

    Selvagia que no tenía menos amor, o menos presunción de tenerle al su Alanio que Silvano a la hermosa Diana, ni tampoco se tenía por menos agraviada por la mudanza que en sus amores había hecho que Silvano en haber tanto perseverado en su daño, mudando el primero verso a este villancico pastoril antiguo, lo comenzó a cantar aplicándolo a su propósito de esta manera:



    «Di ¿quién te ha hecho, pastora,
sin gasajo y sin placer,
que tú alegre solías ser?

    Memoria del bien pasado
en medio del mal presente, 5
¡ay del alma que lo siente,
si está mucho en tal estado!
Después que el tiempo ha mudado
a un pastor, por me ofender,
jamás he visto el placer.» 10


    A Sireno bastara la canción de Selvagia para dar a entender su mal, si ella y Silvano se lo consintieran, mas persuadiéndole que él también eligiese alguno de los cantares que más a su propósito hubiese oído, comenzó a cantar lo siguiente:


    «Olvidásteme, señora;
mucho más os quiero ahora.

    Sin ventura yo he olvidado
me veo, no sé por qué;
ved a quién disteis la fe, 5
¿y de quién la habéis quitado?
Él no os ama, siendo amado,
yo desamado, señora,
mucho más os quiero ahora.

   Paréceme que estoy viendo 10
los ojos en que me vi,
y vos por no verme así
el rostro estáis escondiendo,
y que yo os estoy diciendo:
alza los ojos, señora, 15
que muy más os quiero ahora.»

    Las ninfas estuvieron muy atentas a las canciones de los pastores y con gran contentamiento de oírlos, mas a la hermosa pastora no le dejaron los suspiros estar ociosa en cuanto los pastores cantaban. Llegados que fueron a la fuente y hecho su debido acatamiento, pusieron sobre la hierba la mesa, y lo que de la aldea habían traído, y se asentaron luego a comer aquellos a quien sus pensamientos les daban lugar; y los que no, importunados de los que más libres se sentían, lo hubieron de hacer. Y después de haber comido, Polidora dijo así:

    -Desamados pastores, si es lícito llamaros el nombre que a vuestro pesar la fortuna os ha puesto, el remedio de vuestro mal está en manos de la discreta Felicia, a la cual dio naturaleza lo que a nosotras ha negado. Y pues veis lo que os importa ir a visitarla, pídoos de parte de estas ninfas, a quien este día tanto servicio habéis hecho, que no rehuséis nuestra compañía, pues no de otra manera podéis recibir el premio de vuestro trabajo; que lo mismo hará esta pastora, la cual no menos que vosotros lo ha menester. Y tú, Sireno, que de un tiempo tan dichoso a otro tan desdichado te ha traído la fortuna, no te desconsueles, que si tu dama tuviese tan cerca el remedio de la mala vida que tiene, como tú de lo que ella te hace pasar, no sería pequeño alivio para los disgustos y desabrimientos que yo sé que pasa cada día.

    Sireno respondió:

    -Hermosa Polidora, ninguna cosa me da la hora de ahora mayor descontento que haberse Diana vengado de mí tan a costa suya, porque amar ella a quien no la tiene en lo que merece, y estar por fuerza en su compañía, veis lo que le debe costar; y buscar yo remedio a mi mal, hacerlo ya si el tiempo, la fortuna me lo permitiese; mas veo que todos los caminos son tomados y no sé por dónde tú y esas ninfas pensáis llevarme a buscarle. Pero sea como fuere, nosotros os seguiremos, y creo que Silvano y Selvagia harán lo mismo, si no son de tan mal conocimiento que no entiendan la merced que a ellos y a mí se nos hace.

    Y remitiéndose los pastores a lo que Sireno había respondido, y encomendando sus ganados a otros que no muy lejos estaban de allí hasta la vuelta, se fueron todos juntos por donde las tres ninfas los guiaban.


 
 

Fin del segundo libro de la Diana


Libro tercero


    Con muy gran contentamiento caminaban las hermosas ninfas con su compañía por medio de un espeso bosque, ya que el sol se quería poner salieron a un muy hermoso valle, por medio del cual iba un impetuoso arroyo, de una parte y otra adornado de muy espesos salces y alisos, entre los cuales había otros muchos géneros de árboles más pequeños que, enredándose a los mayores, entretejiéndose las doradas flores de los unos por entre las verdes ramas de los otros, daban con su vista gran contentamiento.

    Las ninfas y pastores tomaron una senda que por entre el arroyo y la hermosa arboleda se hacía, y no anduvieron mucho espacio cuando llegaron a un verde prado muy espacioso, adonde estaba un muy hermoso estanque de agua, del cual procedía el arroyo que por el valle con grande ímpetu corría. En medio del estanque estaba una pequeña isleta, adonde había algunos árboles, por entre los cuales se divisaba una choza de pastores; alrededor de ella andaba un rebaño de ovejas paciendo la verde hierba.

    Pues como a las ninfas pareciese aquel lugar aparejado para pasar la noche que ya muy cerca venía, por unas piedras que del prado a la isleta estaban por medio del estanque puestas en orden, pasaron todas y se fueron derechas a la choza que en la isla parecía. Y como Polidora, entrando primero dentro, se adelantase un poco, aún no hubo entrado cuando con gran prisa volvió a salir y, volviendo el rostro a su compañía, puso un dedo encima de su hermosa boca haciéndoles señas que entrasen sin ruido. Como aquello viesen las ninfas y los pastores, con el menos rumor que pudieron entraron en la choza y mirando a una parte y a otra, vieron a un rincón un lecho, no de otra cosa sino de los ramos de aquellos salces que en torno de la choza estaban y de la verde hierba que junto al estanque se criaba. Encima de la cual vieron una pastora durmiendo, cuya hermosura no menos admiración les puso que si la hermosa Diana vieran delante sus ojos. Tenía una saya azul clara, un jubón de una tela tan delicada que mostraba la perfección y compás del blanco pecho, porque el sayuelo que del mismo color de la saya era, le tenía suelto de manera que aquel gracioso bulto se podía bien divisar. Tenía los cabellos que más rubios que el sol parecían, sueltos y sin orden alguna, mas nunca orden tanto adornó hermosura como el desorden que ellos tenían; y con el descuido del sueño, el blanco pie descalzo fuera de la saya se le parecía, mas no tanto que a los ojos de los que lo miraban pareciese deshonesto. Y según parecía por muchas lágrimas que aun durmiendo por sus hermosas mejillas derramaba, no le debía el sueño impedir sus tristes imaginaciones.

    Las ninfas y pastores estaban tan admirados de su hermosura y de la tristeza que en ella conocían, que no sabían qué se decir, sino derramar lágrimas de piedad de las que a la hermosa pastora veían derramar; la cual, estando ellos mirando, se volvió hacia un lado diciendo con un suspiro que del alma le salía:

    -¡Ay, desdichada de ti, Belisa, que no está tu mal en otra cosa sino en valer tan poco tu vida que con ella no puedas pagar las que por causa tuya son perdidas!

    Y luego con tan grande sobresalto despertó, que pareció tener el fin de sus días presente; mas como viese las tres ninfas y las hermosas dos pastoras, juntamente con los dos pastores, quedó tan espantada que estuvo un rato sin volver en sí. Volviendo a mirarlos, sin dejar de derramar muchas lágrimas, ni poner silencio a los ardientes suspiros que de lastimado corazón enviaba, comenzó a hablar de esta manera:

    -Muy gran consuelo sería para tan desconsolado corazón como este mío, estar segura de que nadie con palabras ni con obras pretendiese dármele, porque la gran razón, oh hermosas ninfas, que tengo de vivir tan envuelta en tristezas, como vivo, ha puesto enemistad entre mí y el consuelo de mi mal; de manera que si pensase en algún tiempo tenerle, yo misma me daría la muerte. Y no os espantéis prevenirme yo de este remedio, pues no hay otro para que me deje de agraviar del sobresalto que recibí en veros en esta choza, lugar aparejado no para otra cosa sino para llorar males sin remedio. Y esto sea aviso para que cualquiera que a su tormento le esperare, se salga de él, porque infortunios de amor le tienen cerrado de manera que jamás dejan entrar aquí alguna esperanza de consuelo. Mas ¿qué ventura ha guiado tan hermosa compañía a donde jamás se vio cosa que diese contento? ¿Quién pensáis que hace crecer la verde hierba de esta isla y acrecentar las aguas que la cercan sino mis lágrimas? ¿Quién pensáis que menea los árboles de este hermoso valle sino la voz de mis suspiros tristes que inflando el aire, hacen aquello que él por sí no haría? ¿Por qué pensáis que cantan los dulces pájaros por entre las matas cuando el dorado Febo está en toda su fuerza, sino para ayudar a llorar mis desventuras? ¿A qué pensáis que las temerosas fieras salen al verde prado, sino a oír mis continuas quejas? ¡Ay, hermosas ninfas!, no quiera Dios que os haya traído a este lugar vuestra fortuna para lo que yo vine a él porque cierto parece, según lo que en él paso, no haberle hecho naturaleza para otra cosa, sino para que en él pasen su triste vida los incurables de amor. Por eso si alguno de vosotros lo es, no pase más adelante; y si no lo es, váyase presto de aquí, que no sería mucho que la naturaleza del lugar le hiciese fuerza.

    Con tantas lágrimas decía esto la hermosa pastora que no había ninguno de los que allí estaban que las suyas detener pudiese. Todos estaban espantados de ver el espíritu que con el rostro y movimientos daba a lo que decía, que cierto bien parecían sus palabras salidas del alma; y no se sufría menos que esto, porque el triste suceso de sus amores quitaba la sospecha de ser fingido lo que mostraba. Y la hermosa Dórida le habló de esta manera:

    -Hermosa pastora: ¿qué causa ha sido la que tu gran hermosura ha puesto en tal extremo? ¿Qué mal tan extraño te pudo hacer amor, que haya sido parte para tantas lágrimas acompañadas de tan triste y tan sola vida, como en este lugar debes hacer? Mas ¿qué pregunto yo, pues en verte quejosa de amor, me dices más de lo que yo preguntarte puedo? ¿Quisiste asegurar cuando aquí entramos de que nadie te consolase? No te pongo culpa, que oficio es de personas tristes no solamente aborrecer al consuelo, mas aún a quien piensa que por alguna vía puede dársele. Decir que yo podría darle a tu mal, ¿qué aprovecha si él mismo no te da licencia que me creas? Decir que te aproveches de tu juicio y discreción, bien sé que no lo tienes tan libre que puedas hacerlo. Pues ¿qué podría yo hacer para darte algún alivio si tu determinación me ha de salir al encuentro? De una cosa puedes estar certificada y es que no habría remedio en la vida para que la tuya no fuese tan triste que yo dejase de dártele, si en mi mano fuese. Y si esta voluntad alguna cosa merece, yo te pido de parte de los que presentes están y de la mía, la causa de tu mal nos cuentes, porque algunos de los que en mi compañía vienen están con tan gran necesidad de remedio, y los tiene amor en tanto estrecho que si la fortuna no los socorre, no sé qué será de sus vidas.

    La pastora que de esta manera vio hablar a la hermosa Dórida, saliéndose de la choza y tomándola por la mano, la llevó cerca de una fuente que en un verde pradecillo estaba no muy apartado de allí, y las ninfas y los pastores se fueron tras ellas, y juntos se asentaron en torno de la fuente, habiendo el dorado Febo dado fin a su jornada y la nocturna Diana principio a la suya, con tanta claridad como si en medio del día fuera. Y estando de la manera que habéis oído, la hermosa pastora le comenzó a decir lo que oiréis:

    -Al tiempo, oh hermosas ninfas de la casta diosa, que yo estaba libre de amor, oí decir una cosa de que después me desengañó la experiencia, hallándola muy al revés de lo que me certificaban. Decíanme que no había mal que decirlo no fuese algún alivio para el que lo padecía, y hallo que no hay cosa que más mi desventura acreciente que pasarla por la memoria y contarla a quien libre de ella se ve, porque, si yo otra cosa entendiese, no me atrevería a contaros la historia de mis males. Pero pues que es verdad, que contárosla no será causa alguna de consuelo a mi desconsuelo que son las dos cosas que de mí son más aborrecidas, estad atentas y oiréis el más desastrado caso que jamás en amor ha sucedido. No muy lejos de este valle, hacia la parte donde el sol se pone, está una aldea en medio de una floresta, cerca de dos ríos que con sus aguas riegan los árboles amenos, cuya espesura es tanta que desde una casa la otra no se parece. Cada una de ellas tiene su término redondo, adonde los jardines en verano se visten de olorosas flores, de más de la abundancia de la hortaliza que allí la naturaleza produce, ayudada de la industria de los moradores, los cuales son de los que en la gran España llaman libres, por la antigÜedad de sus casas y linajes.

    En este lugar nació la desdichada Belisa, que este nombre saqué de la pila adonde pluguiera a Dios dejara el ánima. Aquí pues vivía un pastor de los principales en hacienda y linaje que en toda esta provincia se hallaba, cuyo nombre era Arsenio, el cual fue casado con una zagala, la más hermosa de su tiempo; mas la presurosa muerte, o porque los hados lo permitieron o por evitar otras muchas que su hermosura pudiera causar, le cortó el hilo de la vida pocos años después de casada. Fue tanto lo que Arsenio sintió la muerte de su amada Florinda que estuvo muy cerca de perder la vida, pero consolábase con un hijo que le quedaba, llamado Arsileo, cuya hermosura fue tanta que competía con la de Florinda, su madre. Y con todo eso, Arsenio vivía la más sola y triste vida que nadie podría imaginar. Pues viendo su hijo ya en edad convenible para ponerle en algún ejercicio virtuoso, teniendo entendido que la ociosidad en los mozos es maestra de vicios y enemiga de virtud, determinó enviarle a la Academia salmantina con intención que se ejercitase en aprender lo que a los hombres sube a mayor grado que de hombres, y así lo puso por obra.

    Pues siendo ya quince años pasados que su mujer era muerta, saliendo yo un día con otras vecinas a un mercado que en nuestro lugar se hacía, el desdichado Arsenio me vio y por su mal, y aun por el mío y de su desdichado hijo. Esta vista causó en él tan grande amor, como de allí adelante se pareció. Y esto me dio él a entender muchas veces, que ahora en el campo yendo a llevar a comer a los pastores, ahora yendo con mis paños al río, ahora por agua a la fuente, se hacía encontradizo conmigo. Yo, que de amores aquel tiempo sabía poco, aunque por oídas alcanzase alguna cosa de sus desvariados efectos, unas veces hacía que no lo entendía, otras veces lo echaba en burlas, otras me enojaba de verlo tan importuno. Mas ni mis palabras bastaban a defenderme de él, ni el grande amor que él me tenía le daba lugar a dejar de seguirme. Y de esta manera se pasaron más de cuatro años que ni él dejaba su porfía, ni yo podía acabar conmigo de darle el más pequeño favor de la vida. A este tiempo vino el desdichado de su hijo Arsileo del estudio, el cual entre otras ciencias que había estudiado, había florecido de tal manera en la poesía y en la música que a todos los de su tiempo hacía ventaja. Su padre se alegró tanto con él que no hay quien lo pueda encarecer, y con gran razón porque Arsileo era tal que no sólo de su padre que como a hijo debía amarle, mas de todos los del mundo merecía ser amado. Y así en nuestro lugar era tan querido de los principales de él y del común, que no se trataba entre ellos sino de la discreción, gracia, gentileza y otras buenas partes de que su mocedad era adornada. Arsenio se encubría de su hijo, de manera que por ninguna vía pudiese entender sus amores, y aunque Arsileo algún día le viese triste, nunca echó de ver la causa, mas antes pensaba que eran reliquias que de la muerte de su madre le habían quedado. Pues deseando Arsenio, como su hijo fuese tan excelente poeta, de haber de su mano una carta para enviarme, y por hacerlo de manera que él no sintiese para quién era, tomó por remedio descubrirse a un grande amigo suyo natural de nuestro pueblo, llamado Argasto, rogándole muy encarecidamente, como cosa que para sí había menester, pidiese a su hijo Arsileo una carta hecha de su mano y que se dijese que era para enviar lejos de allí a una pastora a quien servía, y no le quería aceptar por suyo. Y así le dijo otras cosas que en la carta había de decir de las que más hacían a su propósito. Argasto puso tan buena diligencia en lo que le rogó que hubo de Arsileo la carta, importunado de sus ruegos, de la misma manera que el otro pastor se la pidió. Pues como Arsenio la hubiese muy al propósito de lo que él deseaba, tuvo manera cómo viniese a mis manos y por ciertos medios que de su parte hubo, yo la recibí, aunque contra mi voluntad, y vi que decía de esta manera:


Carta de Arsenio

    Pastora, cuya ventura
Dios quiera que sea tal,
que no venga a emplear mal
tanta gracia y hermosura;

    y cuyos mansos corderos, 5
y ovejuelas almagradas,
veas crecer a manadas
por cima de estos oteros.

    Oye a un pastor desdichado,
tan enemigo de sí 10
cuanto en perderse por ti
se halla bien empleado;

    vuelve tus sordos oídos,
ablanda tu condición,
y pon ya ese corazón 15
en manos de los sentidos.

    Vuelve esos crueles ojos
a este pastor desdichado,
descuídate del ganado,
piensa un poco en mis enojos. 20

    Haz hora algún movimiento
y deja el pensar en ál,
no de remediar mi mal,
mas de ver cómo lo siento.

    ¡Cuántas veces has venido 25
al campo con tu ganado!,
¡y cuántas veces al prado
los corderos has traído!

    ¡Que no te diga el dolor
que por ti me vuelve loco! 30
Mas váleme esto tan poco
que encubrirlo es lo mejor.

    ¿Con qué palabras diré
lo que por tu causa siento,
o con qué conocimiento 35
se conocerá mi fe?

    ¿Qué sentido bastará,
aunque yo mejor lo diga,
para sentir la fatiga
que a tu causa amor me da? 40


    ¿Por qué te escondes de mí,
pues conoces claramente,
que estoy, cuando estoy presente,
muy más ausente de ti?

    Cuanto a mí por suspenderme, 45
estando adonde tú estés,
cuanto a ti porque me ves
y estás muy lejos de verme.

    Sábesme tan bien mostrar,
cuando engañarme pretendes, 50
al revés de lo que entiendes
que al fin me dejo engañar.

    Mira si hay que querer más,
o hay de amor más fundamento,
que vivir mi entendimiento 55
con lo que a entender le das.

    Mira el extremo en que esto
viendo mi bien tan dudoso,
que vengo a ser envidioso
de cosas menos que yo: 60

    al ave que lleva el viento,
al pez en la tempestad,
por sola su libertad
daré yo mi entendimiento.

   Veo mil tiempos mudados 65
cada día y novedades,
múdanse las voluntades,
reviven los olvidados.

    En toda cosa hay mudanza
y en ti no la vi jamás, 70
y en esto solo verás
cuán en balde es mi esperanza.

    Pasabas el otro día
por el monte repastando:
suspiré imaginando 75
que en ello no te ofendía;

    al suspiro, alzó un cordero
la cabeza lastimado
y arrojástele el cayado,
¡ved qué corazón de acero! 80

    ¿No podrías, te pregunto,
tras mil años de matarme
solo un día remediarme,
o si es mucho un solo punto?

    Hazlo por ver cómo pruebo 85
o por ver si con favores
trato mejor los amores;
después, mátame de nuevo.

    Deseo mudar estado:
no de amor a desamor, 90
mas de dolor a dolor,
y todo en un mismo grado.

    Y aunque fuese de una suerte
el mal, cuanto a la sustancia,
que en sola la circunstancia 95
fuese más o menos fuerte;

    que podría ser, señora,
que una circunstancia nueva
te diese amor más prueba
que te he dado hasta ahora. 100

    Y a quien no le duele un mal,
ni ablanda un firme querer,
podría quizá doler
otro que no fuese tal.

    Vas al río, vas al prado, 105
y otras veces a la fuente;
yo pienso muy diligente:
¿si es ya ida o si ha tornado?

    ¿Si se enojará, si voy,
si se burlará, si quedo?; 110
todo me lo estorba el miedo,
¡ved el extremo en que estoy!

    A Silvia, tu gran amiga,
voy a buscar medio mortal,
por si a dicha de mi mal 115
le has dicho algo, me lo diga;

    mas como no habla en ti,
digo: "¿Que esta cruda fiera,
no dice a su compañera
ninguna cosa de mí?" 120

    Otras veces, acechando,
de noche te veo estar,
con gracia muy singular,
mil cantarcillos cantando,

    pero buscas los peores 125
pues los oigo uno a uno,
y jamás te oigo ninguno
que trate cosa de amores.

    Vite estar el otro día
hablando con Madalena; 130
contábate ella su pena,
¡ojalá fuera la mía!

    Pensó que de su dolor
consolaras a la triste,
y riendo respondiste: 135
"Es burla, no hay mal de amor."

    Tú la dejaste llorando,
yo llegueme luego allí,
quejóseme ella de ti,
respondile suspirando: 140

    "No te espantes de esta fiera,
porque no está su placer
en solo ella no querer
sino en que ninguna quiera."

    Otras veces te veo yo 145
hablar con otras zagalas,
todo es en fiestas y galas,
en quién bien o mal bailó:

    "Fulano tiene buen aire,
fulano es zapateador." 150
Si te tocan en amor,
échaslo luego en donaire.

    Pues guarda y vive con tiento,
que de amor y de ventura
no hay cosa menos segura 155
que el corazón más exento.

    Y podría ser así,
que el crudo amor te entregase
a pastor que te tratase
como me tratas a mí. 160

    Mas no quiera Dios que sea
si ha de ser a costa tuya,
y mi vida se destruya
primero que en tal te vea.

    Que un corazón que en mi pecho 165
está ardiendo en fuego extraño,
más temor tiene a tu daño
que respecto a su provecho.

    Con grandísimas muestras de tristeza y de corazón muy de veras lastimado, relataba la pastora Belisa la carta de Arsenio, o por mejor decir, de Arsileo, su hijo, parando en muchos versos y diciendo algunos de ellos dos veces, y a otros volviendo los ojos al cielo, con una ansia que parecía que el corazón se le arrancaba. Y prosiguiendo la historia triste de sus amores, les decía:

    -Esta carta, oh hermosas ninfas, fue principio de todo el mal del triste que la compuso y fin de todo el descanso de la desdichada a quien se escribió, porque habiéndola yo leído por cierta diligencia que en mi sospecha me hizo poner, entendí que la carta había procedido más del entendimiento del hijo que de la afición del padre. Y porque el tiempo se llegaba en que el amor me había de tomar cuenta de la poca que hasta entonces de sus efectos había hecho, o porque en fin había de ser, yo me sentí un poco más blanda que antes, y no tan poco que no diese lugar a que amor tomase posesión de mi libertad. Y fue la mayor novedad que jamás nadie vio en amores lo que este tirano hizo en mí, pues no solamente me hizo amar a Arsileo, mas aun a Arsenio, su padre. Verdad es que al padre amaba yo por pagarle en esto el amor que me tenía, y al hijo por entregarle mi libertad, como desde aquella hora se la entregué. De manera que al uno amaba por no ser ingrata; y al otro, por no ser más en mi mano.

    Pues como Arsenio me sintiese algo más blanda, cosa que él tantos días había que deseaba, no hubo cosa en la vida que no la hiciese por darme contento, porque los presentes eran tantos, las joyas y otras muchas cosas, que a mí me pesaba verme puesta en tanta obligación. Con cada cosa que me enviaba, venía un recado tan enamorado como él lo estaba. Yo le respondía no mostrándole señales de gran amor, ni tampoco me mostraba tan esquiva como solía; mas el amor de Arsileo cada día se arraigaba más en mi corazón; y de manera me ocupaba los sentidos que no dejaba en mi ánima lugar ocioso.

    Sucedió, pues, que una noche del verano, estando en conversación Arsenio y Arsileo con algunos vecinos suyos, debajo de un fresno muy grande que en una plazuela estaba de frente de mi posada, comenzó Arsenio a loar mucho el tañer y cantar de su hijo Arsileo, por dar ocasión a que los que con él estaban le rogasen que enviase por una arpa a casa, y que allí tañese y cantase, porque estaba en parte que yo por fuerza había de gozar de la música. Y como él lo pensó, así le vino a suceder, porque siendo de los presentes importunado, enviaron por la arpa y la música se comenzó. Cuando yo oí a Arsileo y sentí la melodía con que tañía, la soberana gracia con que cantaba, luego estuve al cabo de lo que podía ser, entendiendo que su padre me quería dar música y enamorarme con las gracias del hijo. Y dije entre mí: «¡Ay, Arsenio, que no menos te engañas en mandar a tu hijo que cante para que yo le oiga, que en enviarme carta escrita de su mano! A lo menos, si lo que de ello te ha de suceder tú supieses, bien podrías amonestar de hoy más a todos los enamorados que ninguno fuese osado de enamorar a su dama con gracias ajenas, porque algunas veces suele acontecer enamorarse más la dama del que tiene la gracia, que del que se aprovecha de ella, no siendo suya.» A este tiempo, el mi Arsileo, con una gracia nunca oída, comenzó a cantar estos versos:



Soneto

    En ese claro sol que resplandece,
en esa perfección sobre natura,
en esa alma gentil, esa figura,
que alegra nuestra edad y la enriquece,

    hay luz que ciega, rostro que enmudece 5
pequeña pïedad, gran hermosura,
palabras blandas, condición muy dura,
mirar que alegra y vista que entristece.

    Por esto estoy, señora, retirado,
por eso temo ver lo que deseo, 10
por eso paso el tiempo en contemplarte.

    Extraño caso, efecto no pensado,
que vea el mayor bien, cuando te veo,
y tema el mayor mal, si voy a mirarte.


    Después que hubo cantado el soneto que os he dicho, comenzó a cantar esta canción con gracia tan extremada que a todos los que lo oían tenía suspensos, y a la triste de mí más presa de sus amores que nunca nadie lo estuvo:


    Alcé los ojos por veros,
bajelos después que os vi,
porque no hay pasar de allí,
ni otro bien, sino quereros.

    ¿Qué más gloria que miraros, 5
si os entiende el que os miró?
Porque nadie os entendió
que canse de contemplaros.

    Y aunque no pueda entenderos,
como yo no os entendí, 10
estará fuera de sí
cuando no muera por veros.

    Si mi pluma otras loaba
ensayose en lo menor,
pues todas son borrador 15
de lo que en vos trasladaba.

    Y si antes de quereros
por otra alguna escribí,
creed que no es porque la vi
mas porque esperaba veros. 20


    Mostrose en vos tan sutil,
naturaleza, y tan diestra,
que una sola facción vuestra
hará hermosas cien mil.

    La que llega a pareceros 25
en lo menos que en vos vi,
ni puede pasar de allí
ni el que os mira sin quereros.

   Quien ve cuál os hizo Dios,
y ve otra muy hermosa, 30
parece que ve una cosa
que en algo quiso ser vos.

    Mas si os ve como ha de veros,
y como, señora, os vi,
no hay comparación allí, 35
ni gloria, sino quereros.

    No fue solo esto lo que Arsileo aquella noche al son de su arpa cantó, que así como Orfeo al tiempo que fue en demanda de su ninfa Eurídice con el suave canto enterneció las furias infernales, suspendiendo por gran espacio la pena de los dañados, así el mal logrado mancebo Arsileo suspendía y ablandaba no solamente los corazones de los que presentes estaban, mas aun a la desdichada Belisa que desde una azotea alta de mi posada le estaba con grande atención oyendo. Y así agradaba al cielo, estrellas y a la clara luna, que entonces en su vigor y fuerza estaba, que en cualquiera parte que yo entonces ponía los ojos, parece que me amonestaba que le quisiese más que a mi vida. Mas no era menester amonestármelo nadie, porque si yo entonces de todo el mundo fuera señora, me parecía muy poco para ser suya. Y desde allí, propuse de tenerle encubierta esta voluntad lo menos que yo pudiese. Toda aquella noche estuve pensando el modo que tendría en descubrirle mi mal, de suerte que la vergÜenza no recibiese daño, aunque cuando este no hallara, no me estorbara el de la muerte. Y como cuando ella ha de venir, las ocasiones tengan tan gran cuidado de quitar los medios que podrían impedirla, el otro día adelante con otras doncellas, mis vecinas, me fue forzado ir a un bosque espeso, en medio del cual había una clara fuente adonde las más de las siestas llevábamos las vacas, así porque allí paciesen, como para que, venida la saborosa y fresca tarde, cogiésemos la leche de aquel día siguiente, con que las mantecas, natas y quesos se habían de hacer. Pues estando yo y mis compañeras asentadas en torno de la fuente, y nuestras vacas echadas a la sombra de los umbrosos y silvestres árboles de aquel soto, lamiendo los pequeñuelos becerrillos que juntos a ellas estaban tendidos, una de aquellas amigas mías, bien descuidada del amor que entonces a mí me hacía la guerra, me importunó, so pena de jamás ser hecha cosa de que yo gustase, que tuviese por bien de entretener el tiempo, cantando una canción. Poco me valieron excusas, ni decirles que los tiempos y ocasiones no eran todos unos para que dejase de hacer lo que con tan grande instancia me rogaban; y al son de una zampoña que la una de ellas comenzó a tañer, yo triste comencé a cantar estos versos:



    «Pasaba Amor, su arco desarmado;
los ojos bajos, blando y muy modesto,
dejábame ya atrás muy descuidado.

    ¡Cuán poco espacio pude gozar esto!
Fortuna, de envidiosa, dijo luego: 5
"¡Teneos, amor! ¿Por qué pasáis tan presto?"

    Volvió de presto a mí el niño ciego,
muy enojado en verse reprehendido,
que no hay reprehensión, do está su fuego.

    Estaba ciego amor, mas bien me vio; 10
tan ciego le vea yo, que a nadie vea,
que así cegó mi alma y mi sentido.

    Vengada me vea yo de quien desea
a todos tanto mal, que no consiente
un solo corazón que libre sea. 15

    El arco armó el traidor muy brevemente;
no me tiró con jara enarbolada
que luego puso en él su flecha ardiente.

    Tomome la fortuna desarmada,
que nunca suele Amor hacer su hecho 20
sino en la más exenta y descuidada.

    Rompió con su saeta un duro pecho,
rompió una libertad jamás sujeta,
quedé rendida y él muy satisfecho.

    ¡Ay vida libre, sola y muy quieta! 25
¡Ay prado visto con tan libres ojos!
¡Mal haya Amor, su arco y su saeta!

    Seguid Amor, seguidle sus antojos,
venid de gran descuido a un gran cuidado,
pasad de un gran descanso a mil enojos. 30

    Veréis cuál queda un corazón cuitado,
que no ha mucho estuvo sin sospecha
de ser de un tal tirano sojuzgado.

    ¡Ay alma mía, en lágrimas deshecha!
Sabed sufrir, pues que mirar supisteis; 35
mas si fortuna quiso, ¿qué aprovecha?

    ¡Ay, tristes ojos!, si el llamaros tristes
no ofende en cosa alguna el que mirasteis
¿dó está mi libertad, dó la pusisteis?

    ¡Ay, prados, bosques, selvas que criasteis 40
tan libre corazón como era el mío!,
¿por qué tan grave mal no le estorbasteis

    ¡Oh apresurado arroyo y claro río!,
adonde beber suele mi ganado,
invierno, primavera, otoño, estío. 45

    ¿Por qué me has puesto, di, a mal recado,
pues solo en ti ponía mis amores
y en este valle ameno y verde prado?

    Aquí burlaba yo de mil pastores,
que burlarán de mí cuando supieren 50
que a experimentar comienzo sus dolores.

    No son males de amor lo que me hieren,
que a ser de solo amor los pasaría,
como otros mil que, en fin, de amores mueren.

    Fortuna es quien me aflige y me desvía 55
los medios, los caminos y ocasiones
para poder mostrar la pena mía.

    ¿Cómo podrá quien causa mis pasiones,
si no las sabe, dar remedio a ellas?
Mas no hay amor do faltan sinrazones. 60

    ¡A cuánto mal fortuna trae aquellas
que hace amar, pues no hay quien no le enfade
ni mar, ni tierra, luna, sol, ni estrellas!

    Sino a quien ama, no hay cosa que agrade;
todo es así, y así fui yo mezquina, 65
a quien el tiempo estorba y persuade.

    Cesad mis versos ya, que Amor se indigna,
en ver cuán presto de él me estoy quejando,
y pido ya en mis males medicina.

    Quejad, mas ha de ser de cuando en cuando, 70
ahora callad vos, pues veis que callo,
y cuando veis que Amor se va enfadando,
cesad, que no es remedio el enfadarlo.»



    A las ninfas y pastores parecieron muy bien los versos de la pastora Belisa, la cual con muchas lágrimas decía, prosiguiendo la historia de sus males:

    -No estaba muy lejos de allí Arsileo cuando yo estos versos cantaba, que habiendo aquel día salido a caza y estando en lo más espeso del bosque pasando la siesta, parece que nos oyó; y como hombre aficionado a la música, se fue su paso a paso entre una espesura de árboles que junto a la fuente estaban, porque de allí mejor nos pudiese oír. Pues habiendo cesado nuestra música, él se vino a la fuente, cosa de que no poco sobresalto recibí. Y esto no es de maravillar, porque de la misma manera se sobresalta un corazón enamorado con un súbito contentamiento que con una tristeza no pensada. Él se llegó donde estábamos sentadas y nos saludó con todo el comedimiento posible, y con toda la buena crianza que se puede imaginar, que verdaderamente, hermosas ninfas, cuando me paro a pensar la discreción, gracia y gentileza del sin ventura Arsileo, no me parece que fueron sus hados y mi fortuna causa de que la muerte me le quitase tan presto delante los ojos, mas antes fue no merecer el mundo gozar más tiempo de un mozo a quien la naturaleza había dotado de tantas y tan buenas partes.

    Después que como digo, nos hubo saludado y tuvo licencia de nosotras, la cual muy comedidamente nos pidió para pasar la siesta en nuestra compañía; puso los ojos en mí, que no debiera, y quedó tan preso de mis amores como después se pareció en las señales con que manifestaba su mal. ¡Desdichada de mí, que no hube menester yo mirarle para quererle, que tan presa de sus amores estaba antes que le viese como él estuvo después de haberme visto! Mas con todo eso, alcé los ojos para mirarle, al tiempo que alzaba los suyos para verme, cosa que cada uno quisiera dejar de haber hecho: yo, porque la vergÜenza me castigó y él, porque el temor no le dejó sin castigo. Y para disimular su nuevo mal, comenzó a hablarme en cosas bien diferentes de las que él me quisiera decir. Yo le respondí a algunas de ellas, pero más cuidado tenía yo entonces de mirar si en los movimientos del rostro o en la blandura de las palabras mostraba señales de amor que en responderle a lo que me preguntaba. Así deseaba yo entonces verle suspirar por me confirmar en mi sospecha, como si no le quisiera más que a mí. Y al fin, no deseaba ver en él alguna señal que no la viese. Pues lo que con la lengua allí no me pudo decir, con los ojos me lo dio bien a entender.

    Estando en esto las dos pastoras que conmigo estaban, se levantaron a ordeñar sus vacas. Yo les rogué que me excusasen el trabajo con las mías porque no me sentía buena; y no fue menester rogárselo más ni a Arsileo mayor ocasión para decirme su mal. Y no sé si se engañó, imaginando la ocasión por que yo quería estar sin compañía, pero sé que determinó de aprovecharse de ella. Las pastoras andaban ocupadas con sus vacas, atándoles sus mansos becerrillos a los pies y dejándose ellas engañar de la industria humana, como Arsileo también nuevamente preso de amor se dejaba ligar de manera que otro que la presurosa muerte, no pudiera darle libertad. Pues viendo yo claramente que cuatro o cinco veces había cometido el hablar y le había salido en vano su cometimiento, porque el miedo de enojarme se le había puesto delante, quise hablarle en otro propósito, aunque no tan lejos del suyo, que no pudiese sin salir de él, decirme lo que deseaba. Y así le dije:

    -Arsileo: ¿hállaste bien en esta tierra? Que según en la que hasta ahora has estado, habrá sido el entretenimiento y conversación diferente del nuestro. Extraño te debes hallar en ella.

    Él entonces me respondió:

    -No tengo tanto poder en mí ni tiene tanta libertad mi entendimiento que pueda responder a esa pregunta.

    Y mudándole el propósito, por mostrarle el camino con las ocasiones, le volví a decir:

    -Hanme dicho que hay por allá muy hermosas pastoras y si esto es así, ¡cuán mal te debemos parecer las de por acá!

    -De mal conocimiento sería yo -respondió Arsileo- si tal confesase, que puesto caso que allá las haya tan hermosas como te han dicho, acá las hay tan aventajadas como yo las he visto.

    -Lisonja es esa en todo el mundo -dije yo medio riendo- mas con todo eso, no me pesa que las naturales estén tan adelante en tu opinión por ser yo una de ellas.

    Arsileo respondió:

    -Y aun esa sería harto bastante causa, cuando otra no hubiese para decir lo que digo.

    Así que, de palabra en palabra, me vino a decir lo que yo deseaba oírle, aunque por entonces no quise dárselo a entender, mas antes le rogué que atajase el paso a su pensamiento. Pero recelose que estas palabras no fuesen causa de resfriarse en el amor, como muchas veces acaece que el desfavorecer en los principios de los amores es atajar los pasos a los que comienzan a querer bien, volví a templar el desabrimiento de mi respuesta, diciéndole:

    -Y si fuere tanto el amor, oh Arsileo, que no te dé lugar a dejar de quererme, tenlo secreto; porque de los hombres de semejante discreción que la tuya, es tenerlo aun en las cosas que poco importan. Y no te digo esto porque de una ni de otra manera te ha de aprovechar de más que de quedarte yo en obligación, si mi consejo en este caso tomares.

    Esto decía la lengua, mas otra cosa decían los ojos con que yo le miraba y algún suspiro que sin mi licencia daba testimonio de lo que yo sentía, lo cual entendiera muy bien Arsileo, si el amor le diera lugar. De esta manera nos despedimos.

    Y después me habló muchas veces y me escribió muchas cartas y vi muchos sonetos de su mano, y aun las más de las noches me decía cantando, al son de su arpa, lo que yo llorando le escuchaba. Finalmente, que vinimos cada uno a estar bien certificados del amor que el uno al otro tenía. A este tiempo, su padre Arsenio me importunaba de manera con sus recados y presentes, que yo no sabía el medio que tuviese para defenderme de él. Y era la más extraña cosa que se vio jamás, pues así como se iba acrecentando el amor con el hijo, así con el padre se iba más extendido la afición, aunque no era todo de un metal. Y esto no me daba lugar a desfavorecerle, ni a dejar de recibir sus recados.

    Pues viviendo yo con todo el contentamiento del mundo, viéndome tan de veras amada de Arsileo, a quien yo tanto quería, parece que la fortuna determinó de dar fin a mis amores con el más desdichado suceso que jamás en ellos se ha visto, y fue de esta manera: que habiendo yo concertado de hablar con mi Arsileo una noche, que bien noche fue ella para mí, pues nunca supe después acá qué cosa era día, concertamos que él entrase en una huerta de mi padre, y yo desde una ventana de mi aposento, que caía enfrente de un moral, donde él se podía subir por estar más cerca, nos hablaríamos. ¡Ay, desdichada de mí, que no acabo de entender a qué propósito lo puse en este peligro, pues todos los días, ahora en el campo, ahora en el río, ahora en el soto, llevando a él mis vacas, ahora al tiempo que las traía a la majada, me pudiera él muy bien hablar, y me hablaba los más de los días! Mi desventura fue causa que la fortuna se pagase del contento que hasta entonces me había dado, con hacerme que toda la vida viviese sin él.

    Pues venida la hora del concierto, y del fin de sus días y principio de mi desconsuelo, vino Arsileo al tiempo y al lugar concertado, y estando los dos hablando en lo que puede considerar quien algún tiempo ha querido bien, el desventurado de Arsenio su padre, las más de las noches me rondaba la calle, que aun si esto se me acordara (mas quitómelo mi desdicha de la memoria), no le consintiera yo ponerse en tal peligro; pero así se me olvidó como si yo no lo supiera. Al fin, que él acertó a venir aquella hora por allí, y sin que nosotros pudiésemos verle ni oírle, nos vio él y conoció ser yo la que a la ventana estaba, mas no entendió que era su hijo el que estaba en el moral ni aun pudo sospechar quién fuese, que esta fue la causa principal de su mal suceso. Y fue tan grande su enojo que, sin sentido alguno, se fue a su posada, y armando una ballesta y poniéndole una saeta muy llena de venenosa hierba, se vino al lugar donde estábamos, y supo tan bien acertar a su hijo, como si no lo fuera; porque la saeta le dio en el corazón y luego cayó muerto del árbol abajo, diciendo: «¡Ay, Belisa! ¡Cuán poco lugar me da la fortuna para servirte como yo deseaba!» Y aun esto no pudo acabar de decir. El desdichado padre que con estas palabras conoció ser homicida de Arsileo, su hijo, dijo con una voz como de hombre desesperado: «¡Desdichado de mí, si eres mi hijo Arsileo, que en la voz no pareces otro!» Y como llegase a él y con la luna que en el rostro le daba, le divisase bien y le hallase que había expirado, dijo: «¡Oh, cruel Belisa! Pues que el sin ventura hijo, por tu causa a mis manos ha sido muerto, no es justo que el desaventurado padre quede con la vida.» Y sacando su misma espada se dio por el corazón de manera que en un punto fue muerto.

    ¡Oh desdichado caso! ¡Oh cosa jamás oída ni vista! ¡Oh escándalo grande para los oídos que mi desdichada historia oyeren! ¡Oh desventurada Belisa, que tal pudieron ver tus ojos y no tomar el camino de padre y hijo por tu causa tomaron! No pareciera mal tu sangre mixturada con la de aquellos que tanto deseaban servirte. Pues como yo mezquina vi el desaventurado caso, sin más pensar, como mujer sin sentido me salí de casa de mis padres y me vine importunando con quejas el alto cielo, e inflamando el aire con suspiros, a este triste lugar, quejándome de mi fortuna, maldiciendo la muerte que tan en breve me había enseñado a sufrir sus tiros, adonde ha seis meses que estoy sin haber visto ni hablado con persona alguna ni procurado verla.

    Acabando la hermosa Belisa de contar su infeliz historia, comenzó a llorar tan amargamente que ninguno de los que allí estaban pudieron dejar de ayudarle con sus lágrimas. Y ella, prosiguiendo, decía:

    -Esta es, hermosas ninfas, la triste historia de mis amores y el desdichado suceso de ellos, ¡ved si este mal es de los que el tiempo puede curar! ¡Ay Arsileo, cuántas veces temí sin pensar lo que temía!, mas quien a su temor no quiere creer no se espante cuando vea lo que ha temido, que bien sabía yo que no podíais dejar de encontraros, y que mi alegría no había de durar más que hasta que tu padre Arsenio sintiese nuestros amores. Pluguiera a Dios que así fuera que el mayor mal que por eso me pudiera hacer fuera desterrarte; y mal que con el tiempo se cura, con poca dificultad puede sufrirse. ¡Ay Arsenio, que no me estorba la muerte de tu hijo dolerme la tuya, que el amor que continuo me mostraste, la bondad y limpieza con que me quisiste, las malas noches que a causa mía pasaste, no sufre menos sino dolerme de tu desastrado fin; que esta es la hora que yo fuera casada contigo, si tu hijo a esta tierra no viniera! Decir yo que entonces no te quería bien sería engañar el mundo, que en fin no hay mujer que entienda que es verdaderamente amada, que no quiera poco o mucho, aunque de otra manera lo dé a entender: ¡ay lengua mía callad, que más habéis dicho de lo que os han preguntado! ¡Oh hermosas ninfas!, perdonad si os he sido importuna, que tan grande desventura como la mía no se puede contar con pocas palabras.

    En cuanto la pastora contaba lo que habéis oído, Sireno, Silvano, Selvagia y la hermosa Felismena y aun las tres ninfas, fueron poca parte para oírla sin lágrimas; aunque las ninfas, como las que de amor no habían sido tocadas, sintieron como mujeres su mal, mas no las circunstancias de él. Pues la hermosa Dórida, viendo que la desconsolada pastora no dejaba el amargo llanto, la comenzó a hablar diciendo:

    -Cesen, hermosa Belisa, tus lágrimas, pues ves el poco remedio de ellas; mira que dos ojos no bastan a llorar tan grave mal. Mas ¿qué dolor puede haber que no se acabe o acabe al mismo que lo padece? Y no me tengas por tan loca que piense consolarte, mas a lo menos podría mostrarte el camino por donde pudieses algún poco aliviar tu pena. Y para esto te ruego que vengas en nuestra compañía, así porque no es cosa justa que tan mal gastes la vida, como porque adonde te llevaremos, podrás escoger la que quisieres y no habrá persona que estorbarla pueda.

    La pastora respondió:

    -Lugar me parecía este harto conveniente para llorar mi mal y acabar en él la vida; la cual, si el tiempo no me hace más agravios de los hechos, no debe ser muy larga. Mas ya que tu voluntad es esa, no determino salir de ella en solo un punto; y de hoy más podéis, hermosas ninfas, usar de la mía, según a las vuestras les pareciere.

    Mucho le agradecieron todos haberles concedido de irse en su compañía. Y porque ya eran más de tres horas de la noche, aunque la luna era tan clara que no echaban menos el día, cenaron de lo que en sus zurrones los pastores traían y después de haber cenado, cada uno escogió el lugar de que más se contentó para pasar lo que de la noche les quedaba, la cual los enamorados pasaron con más lágrimas que sueño, y los que no lo eran, reposaron del cansancio del día.


 
 

Fin del tercero libro de la Diana


Libro cuarto


    Ya la estrella del alba comenzaba a dar su acostumbrado resplandor, y con su luz los dulces ruiseñores enviaban a las nubes el suave canto, cuando las tres ninfas con su enamorada compañía se partieron de la isleta, donde Belisa su triste vida pasaba; la cual, aunque fuese más consolada en conversación de las pastoras y pastores enamorados, todavía le apremiaba el mal de manera que no hallaba remedio para dejar de sentirlo. Cada pastor le contaba su mal, las pastoras le daban cuenta de sus amores por ver si sería parte para ablandar su pena; mas todo consuelo es excusado, cuando los males son sin remedio. La dama disimulada iba tan contenta de la hermosura y buena gracia de Belisa que no se hartaba de preguntarle cosa, aunque Belisa se hartaba de responderle a ellas. Y era tanta la conversación de las dos que casi ponía envidia a los pastores y pastoras.

    Mas no hubieron andado mucho cuando llegaron a un espeso bosque, y tan lleno de silvestres y espesos árboles, que a no ser de las tres ninfas guiados, no pudieran dejar de perderse en él. Ellas iban delante por una muy angosta senda por donde no podían ir dos personas juntas. Y habiendo ido cuanto media legua por la espesura del bosque, salieron a un muy grande y espacioso llano en medio de dos caudalosos ríos, ambos cercados de muy alta y verde arboleda. En medio de él parecía una gran casa de tan altos y soberbios edificios que ponían gran contentamiento a los que los miraban, porque los chapiteles que por encima de los árboles sobrepujaban, daban de sí tan gran resplandor que parecían hechos de un finísimo cristal. Antes que al gran palacio llegasen, vieron salir de él muchas ninfas de gran hermosura, que sería imposible poderlo decir. Todas venían vestidas de telillas blancas muy delicadas, tejidas con plata y oro sutilísimamente, sus guirnaldas de flores sobre los dorados cabellos, que sueltos traían. Detrás de ellas venía una dueña que, según la gravedad y arte de su persona, parecía mujer de grandísimo respeto, vestida de raso negro, arrimada a una ninfa muy más hermosa que todas. Cuando nuestras ninfas llegaron, fueron de las tres recibidas con muchos abrazos y con gran contentamiento. Como la dueña llegase, las tres ninfas le besaron con grandísima humildad las manos y ella las recibió, mostrando muy gran contento de su venida. Y antes que las ninfas le dijesen cosa de las que habían pasado, la sabia Felicia, que así se llamaba la dueña, dijo contra Felismena:

    -Hermosa pastora, lo que por estas tres ninfas habéis hecho no se puede pagar con menos que con tenerme obligada siempre ser en vuestro favor, que no será poco, según menester lo habéis, y pues yo, sin estar informada de nadie, sé quién sois y adónde os llevan vuestros pensamientos, con todo lo que hasta ahora os ha sucedido, ya entenderéis si os puedo aprovechar en algo. Pues tened ánimo firme, que si yo vivo, vos veréis lo que deseáis y aunque hayáis pasado algunos trabajos, no hay cosa que sin ellos alcanzar se pueda.

    La hermosa Felismena se maravilló de las palabras de Felicia, y queriendo darle las gracias que a tan gran promesa se debían, respondió:

    -Discreta señora mía, pues en fin lo habéis de ser de mi remedio, cuando de mi parte no haya merecimiento donde pueda caber la merced que pensáis hacerme, poned los ojos en lo que a vos misma debéis y yo quedaré sin deuda y vos, muy bien pagada.

    -Para tan grande merecimiento como el vuestro -dijo Felicia- y tan extremada hermosura como naturaleza os ha concedido, todo lo que por vos se puede hacer es poco.

    La dama se abajó entonces por besarle las manos, y Felicia la abrazó con grandísimo amor y volviéndose a los pastores y pastoras les dijo:

    -Animosos pastores y discretas pastoras, no tengáis miedo a la perseverancia de vuestros males, pues yo tengo cuenta con el remedio de ellos.

    Las pastoras y pastores le besaron las manos, y todos juntos se fueron al suntuoso palacio, delante del cual estaba una gran plaza cercada de altos acipreses, todos puestos muy por orden, y toda la plaza era enlosada con losas de alabastro y mármol negro, a manera de jedrez. En medio de ella había una fuente de mármol jaspeado, sobre cuatro muy grandes leones de bronce. En medio de la fuente, estaba una columna de jaspe, sobre la cual cuatro ninfas de mármol blanco tenían sus asientos; los brazos tenían alzados en alto, y en las manos sendos vasos, hechos a la romana, de los cuales, por unas bocas de leones que en ellos había, echaban agua. La portada del palacio era de mármol serrado con todas las basas y chapiteles de las columnas dorados, y asimismo las vestiduras de las imágenes que en ello había. Toda la casa parecía hecha de reluciente jaspe con muchas almenas, y en ellas esculpidas algunas figuras de emperadores, matronas romanas y otras antiguallas semejantes. Eran todas las ventanas cada una de dos arcos; las cerraduras y clavazón de plata; todas las puertas, de cedro. La casa era cuadrada y a cada cantón había una muy alta y artificiosa torre.

    En llegando a la portada, se pararon a mirar su extraña hechura, y las imágenes que en ella había, que más parecía obra de naturaleza que de arte, ni aun industria humana, entre las cuales había dos ninfas de plata que encima de los chapiteles de las columnas estaban, y cada una de su parte tenían una tabla de alambre con unas letras de oro que decían de esta manera:



    «Quien entra, mire bien cómo ha vivido,
y el don de castidad, si le ha guardado,
y la que quiere bien o le ha querido
mire si a causa de otro se ha mudado.

    Y si la fe primera no ha perdido, 5
y aquel primero amor ha conservado,
entrar puede en el templo de Diana,
cuya virtud y gracia es sobrehumana.»


    Cuando esto hubo leído la hermosa Felismena, dijo contra las pastoras Belisa y Selvagia:

    -Bien seguras me parece que podemos entrar en este suntuoso palacio de ir contra las leyes que aquel letrero nos pone.

    Sireno se atravesó diciendo:

    -Eso no pudiera hacer la hermosa Diana, según ha ido contra ellas, y aun contra todas las que el buen amor manda guardar.

    Felicia dijo:

    -No te congojes, pastor, que antes de muchos días te espantarás de haberte congojado tanto por esa causa.

    Y trabados de las manos se entraron en el aposento de la sabia Felicia, que muy ricamente estaba aderezado de paños de oro y seda de grandísimo valor. Y luego que fueron entradas, la cena se aparejó, las mesas fueron puestas, y cada uno por su orden, se asentaron: junto a la gran sabia, la pastora Felismena, y las ninfas tomaron entre sí a los pastores y pastoras, cuya conversación les era en extremo agradable. Allí las ricas mesas eran de fino cedro y los asientos de marfil con paños de brocado, muchas tazas y copas hechas de diversa forma y todas de grandísimo precio, las unas, de vidrio artificiosamente labrado; otras de fino cristal con los pies y asas de oro; otras de plata, y entre ellas engastadas piedras preciosas de grandísimo valor. Fueron servidos de tanta diversidad y abundancia de manjares que es imposible poderlo decir. Después de alzadas las mesas, entraron tres ninfas por una sala, una de las cuales tañía un laúd, otra una arpa y la otra un salterio. Venían todas tocando sus instrumentos con tan grande concierto y melodía, que los presentes estaban como fuera de sí. Pusiéronse a una parte de la sala y los dos pastores y pastoras, importunados de las tres ninfas y rogados de la sabia Felicia, se pusieron a la otra parte con sus rabeles y una zampoña que Selvagia muy dulcemente tañía; y las ninfas comenzaron a cantar esta canción, y los pastores a responderles de la manera que oiréis:


NINFAS

Amor y la Fortuna,
autores de trabajo y sinrazones,
más altas que la luna
pondrán las aficiones,
y en ese mismo extremo las pasiones. 5

PASTORES

No es menos desdichado
aquel que jamás tuvo mal de amores
que el más enamorado
faltándole favores,
pues los que sufren más, son los mejores. 10


NINFAS

Si el mal de amor no fuera
contrario a la razón, como lo vemos,
quizá que os lo creyera,
mas viendo sus extremos
dichosas las que de él huir podemos. 15


PASTORES

P> Lo más dificultoso
cometen las personas animosas,
y lo que está dudoso
las fuerzas generosas,
que no es honra acabar pequeñas cosas. 20


NINFAS

Bien ve el enamorado
que el crudo amor no está en cometimientos,
no en ánimo esforzado,
está en unos tormentos
do los que penan más son más contentos. 25


PASTORES

Si algún contentamiento
del grave mal de amor se nos recrece,
no es malo el pensamiento
que a su pasión se ofrece,
mas antes es mejor quien más padece. 30


NINFAS

El más felice estado
en que pone el amor al que bien ama,
en fin trae un cuidado,
que al servidor o dama
enciende allá en secreto viva llama. 35

    Y el más favorecido
en un momento no es el que solía,
que el disfavor y olvido,
el cual ya no temía,
silencio ponen luego en su alegría. 40


PASTORES

Caer de un buen estado
es una grave pena e importuna,
mas no es amor culpado,
la culpa es de fortuna,
que no sabe exceptar persona alguna. 45

    Si amor promete vida,
injusta es esta muerte en que nos mete,
si muerte conocida,
ningún yerro comete,
que en fin nos viene a dar lo que promete. 50


NINFAS

Al fiero amor disculpan
los que se hallan de él más sojuzgados,
y los exentos culpan,
mas de estos dos estados
cualquiera escogerá el de los culpados. 55


PASTORES

El libre y el cautivo
hablar solo un lenguaje es excusado,
veréis que el muerto, el vivo,
amado o desamado,
cada uno habla, en fin, según su estado. 60



    La sabia Felicia y la pastora Felismena estuvieron muy atentas a la música de las ninfas y pastores, y asimismo a las opiniones que cada uno mostraba tener. Y riéndose Felicia contra Felismena, le dijo al oído:

    -¿Quién creerá, hermosa pastora, que las más de estas palabras no os han tocado en el alma?

    Y ella con mucha gracia le respondió:

    -Han sido las palabras tales que el alma a quien no tocaren no debe estar tan tocada de amor como la mía.

    Felicia entonces, alzando un poco la voz, le dijo:

    -En estos casos de amor tengo yo una regla que siempre la he hallado muy verdadera, y es que el ánimo generoso y el entendimiento delicado en esto del querer bien lleva grandísima ventaja al que no lo es, porque como el amor sea virtud, y la virtud siempre haga asiento en el mejor lugar, está claro que las personas de suerte serán muy mejor enamoradas que aquellas en quien esta falta.

    Los pastores y pastoras se sintieron de lo que Felicia dijo, y a Silvano le pareció no dejarla sin respuesta. Y así le dijo:

    -¿En qué consiste, señora, ser el ánimo generoso y el entendimiento delicado?

    Felicia, que entendió adonde tiraba la pregunta del pastor, por no descontentarle respondió:

    -No está en otra cosa sino en la propia virtud del hombre, como es en tener el juicio vivo, el pensamiento inclinado a cosas altas y otras virtudes que nacen con ellos mismos.

    -Satisfecho estoy -dijo Silvano- y también lo deben estar estos pastores porque imaginábamos que tomabas, ¡oh discreta Felicia!, el valor y virtud de más atrás de la persona misma. Dígolo porque asaz desfavorecido de los bienes de naturaleza está el que los va a buscar en sus pasados.

    Todas las pastoras y pastores mostraron gran contentamiento de lo que Silvano había respondido, y las ninfas se rieron mucho de cómo los pastores se iban corriendo de la proposición de la sabia Felicia, la cual, tomando a Felismena por la mano, la metió en una cámara sola, adonde era su aposento. Y después de haber pasado con ella muchas cosas, le dio grandísima esperanza de conseguir su deseo y el virtuoso fin de sus amores con alcanzar por marido a don Felis. Aunque también le dijo que esto no podía ser sin primero pasar por algunos trabajos, los cuales la dama tenía muy en poco, viendo el galardón que de ellos esperaba.

    Felicia le dijo que los vestidos de pastora se quitase por entonces hasta que fuese tiempo de volver a ellos; y llamando a las tres ninfas que en su compañía habían venido, hizo que la vistiesen en su traje natural. No fueron las ninfas perezosas en hacerlo, ni Felismena desobediente a lo que Felicia le mandó. Y tomándose de las manos, se entraron en una recámara, a una parte de la cual estaba una puerta y, abriendo la hermosa Dórida, bajaron por una escalera de alabastro a una hermosa sala que en medio de ella había un estanque de una clarísima agua adonde todas aquellas ninfas se bañaban. Y desnudándose así ellas como Felismena, se bañaron y peinaron después sus hermosos cabellos y se subieron a la recámara de la sabia Felicia, donde después de haberse vestido las ninfas, vistieron ellas mismas a Felismena una ropa y basquiña de fina grana, recamada de oro de cañutillo y aljófar y una cuera y mangas de tela de plata emprensada. En la basquiña y ropa había sembrados a trechos unos plumajes de oro, en las puntas de los cuales había muy gruesas perlas. Y tomándole los cabellos con una cinta encarnada, se los revolvieron a la cabeza, poniéndole un escofión de redecilla de oro muy sutil, y en cada lazo de la red, asentando con gran artificio, un finísimo rubí; en dos guedejas de cabellos que los lados de la cristalina frente adornaban, le fueron puestos dos joyeles, engastados en ellos muy hermosas esmeraldas y zafires de grandísimo precio; y de cada uno colgaban tres perlas orientales, hechas a manera de bellotas. Las arracadas eran dos navecillas de esmeraldas con todas las jarcias de cristal. Al cuello le pusieron un collar de oro fino, hecho a manera de culebra enroscada, que de la boca tenía colgada una águila que entre las uñas tenía un rubí grande de infinito precio. Cuando las tres ninfas de aquella suerte la vieron, quedaron admiradas de su hermosura; luego salieron con ella a la sala, donde las otras ninfas y pastoras estaban y, como hasta entonces fuese tenida por pastora, quedaron tan admirados que no sabían qué decir.

    La sabia Felicia mandó luego a sus ninfas que llevasen a la hermosa Felismena y a su compañía a ver la casa y templo adonde estaban, lo cual fue luego puesto por obra, y la sabia Felicia se quedó en su aposento. Pues tomando Polidora y Cintia en medio a Felismena, y las otras ninfas a los pastores y pastoras, que por su discreción eran de ellas muy estimados, se salieron en un gran patio, cuyos arcos y columnas eran de mármol jaspeado, y las basas y chapiteles de alabastro con muchos follajes a la romana, dorados en algunas partes; todas las paredes eran labradas de obra mosaica; las columnas estaban asentadas sobre leones, onzas, tigres de alambre y tan al vivo que parecía que querían arremeter a los que allí entraban. En medio del patio había un padrón ochavado de bronce tan alto como diez codos, encima del cual estaba armado de todas armas a la manera antigua el fiero Marte, aquel a quien los gentiles llamaban el dios de las batallas. En este padrón, con gran artificio, estaban figurados los soberbios escuadrones romanos a una parte, y a otra los cartagineses; delante el uno estaba el bravo Aníbal, y del otro el valeroso Escipión Africano, que primero que la edad y los años le acompañasen, naturaleza mostró en él gran ejemplo de virtud y esfuerzo. A la otra parte estaba el gran Marco Furio Camilo, combatiendo en el alto Capitolio por poner en libertad la patria, de donde él había sido desterrado. Allí estaba Horacio, Mucio Escévola, el venturoso cónsul Marco Varrón, César, Pompeyo, con el magno Alejandro y todos aquellos que por las armas acabaron grandes hechos, con letreros en que se declaraban sus nombres y las cosas en que cada uno más se había señalado. Un poco más arriba de estos estaba un caballero armado de todas armas con una espada desnuda en la mano, muchas cabezas de moros debajo de sus pies, con un letrero que decía:



    Soy el Cid, honra de España,
si alguno pudo ser más
en mis obras lo verás.


    A la otra parte estaba otro caballero español, armado de la misma manera, alzada la sobrevista y con este letrero:



    El conde fui primero de Castilla,
Fernán González, alto y señalado;
soy honra y prez de la española silla,
pues con mis hechos tanto la he ensalzado.

    Mi gran virtud sabrá muy bien decirla
la fama que la vio, pues ha juzgado
mis altos hechos dignos de memoria,
como os dirá la castellana historia.


    Junto a este estaba otro caballero de gran disposición y esfuerzo, según en su aspecto lo mostraba, armado en blanco, y por las armas sembrados muchos leones y castillos; en el rostro mostraba una cierta braveza que casi ponía pavor en los que lo miraban. Y el letrero decía así:



    Bernardo del Carpio soy,
espanto de los paganos,
honra y prez de los cristianos,
pues que de mi esfuerzo doy
tal ejemplo con mis manos.

    Fama, no es bien que las calles
mis hazañas singulares,
y si acaso las callares
pregunten a Roncesvalles
qué fue de los doce Pares.


    A la otra parte, estaba un valeroso capitán, armado de unas armas doradas, con seis bandas sangrientas por medio del escudo y por otra parte muchas banderas y un rey, preso con una cadena, cuyo letrero decía de esta manera:



    Mis grandes hechos verán
los que no los han sabido,
en que solo he merecido
nombre de Gran Capitán.

    Y tuve tan gran renombre,
en nuestras tierras y extrañas,
que se tienen mis hazañas
por mayores que mi nombre.


    Junto a este valeroso capitán, estaba un caballero, armado en blanco, y por las armas, sembradas muchas estrellas, y de la otra parte un rey con tres flordelises en su escudo, delante del cual él rasgaba ciertos papeles y un letrero que decía:



    Soy Fonseca, cuya historia
en Europa es tan sabida
que, aunque se acabó la vida
no se acaba la memoria.

    Fui servidor de mi rey,
a mi patria tuve amor,
jamás dejé por temor
de guardar aquella ley
que el siervo debe al señor.


    En otro cuadro del padrón estaba un caballero armado, y por las armas sembrados muchos escudos pequeños de oro, el cual en el valor de su persona, daba bien a entender la alta sangre de a donde procedía. Los ojos, puestos en otros muchos caballeros de su antiguo linaje. El letrero que a sus pies tenía decía de esta manera:



    Don Luis de Vilanova soy llamado,
del gran marqués de Trans he procedido,
mi antigÜedad, valor muy señalado,
en Francia, Italia, España es conocido.

    Bicorbe, antigua casa, es el estado
que la fortuna ahora ha concedido,
y un corazón tan alto, y sin segundo,
que poco es para él mandar el mundo.


    Después de haber particularmente mirado el padrón, estos y otros muchos caballeros que en él estaban esculpidos, entraron en una rica sala, lo alto de la cual era todo de marfil, maravillosamente labrado: las paredes de alabastro y en ellas esculpidas muchas historias antiguas, tan al natural que verdaderamente parecía que Lucrecia acababa allí de darse la muerte, y que la cautelosa Medea deshacía su tela en la isla de Ítaca; y que la ilustre romana se entregaba a la Parca por no ofender su honestidad con la vista del horrible monstruo; y que la mujer de Mauseolo estaba con grandísima agonía entendiendo en que el sepulcro de su marido fuese contado por una de las siete maravillas del mundo. Y otras muchas historias y ejemplos de mujeres castísimas y dignas de ser su fama por todo el mundo esparcida, porque no tan solamente a alguna de ellas parecía haber con su vida dado muy claro ejemplo de castidad, mas otras que con la muerte dieron muy grande testimonio de su limpieza, entre las cuales estaba la grande española Coronel, que quiso más entregarse al fuego que dejarse vencer de un deshonesto apetito.

    Después de haber visto cada una de las figuras y varias historias, que por las paredes de la sala estaban, entraron en otra cuadra más adentro, que según su riqueza les pareció que todo lo que habían visto era aire en su comparación, porque todas las paredes eran cubiertas de oro fino y el pavimento de piedras preciosas. En torno de la rica cuadra estaban muchas figuras de damas españolas y de otras naciones, y en lo muy alto la diosa Diana de la misma estatura que ella era, hecha de metal corintio, con ropas de cazadora, engastadas por ellas muchas piedras y perlas de grandísimo valor, con su arco en la mano y su aljaba al cuello, rodeada de ninfas, más hermosas que el sol. En tan grande admiración puso a los pastores y pastoras las cosas que allí veían, que no sabían qué decir, porque la riqueza de la casa era tan grande, las figuras que allí estaban, tan naturales, el artificio de la cuadra y la orden que las damas que allí había retratadas tenían, que no les parecía poderse imaginar en el mundo cosa más perfecta.

    A una parte de la cuadra, estaban cuatro laureles de oro, esmaltados de verde, tan naturales que los del campo no lo eran más; y junto a ellos, una pequeña fuente, toda de fina plata, en medio de la cual estaba una ninfa de oro que por los hermosos pechos una agua muy clara echaba; y junto a la fuente sentado el celebrado Orfeo, encantado de la edad que era el tiempo que su Eurídice fue del importuno Aristeo requerida. Tenía vestida una cuera de tela de plata, guarnecida de perlas, las mangas le llegaban a medios brazos solamente, y de allí adelante desnudos; tenía unas calzas hechas a la antigua, cortadas en la rodilla, de tela de plata, sembradas en ellas unas cítaras de oro; los cabellos eran largos y muy dorados, sobre los cuales tenía una muy hermosa guirnalda de laurel. En llegando a él las hermosas ninfas, comenzó a tañer en una arpa que en las manos tenía muy dulcemente, de manera que los que lo oían estaban tan ajenos de sí, que a nadie se le acordaba la cosa que por él hubiese pasado.

    Felismena se sentó en un estrado que en la hermosa cuadra estaba todo cubierto de paños de brocado, y las ninfas y pastoras en torno de ella; los pastores se arrimaron a la clara fuente. De la misma manera estaban todos oyendo al celebrado Orfeo que al tiempo que en la tierra de los Ciconios cantaba, cuando Cipariso fue convertido en ciprés y Atis en pino. Luego comenzó el enamorado Orfeo al son de su arpa a cantar tan dulcemente, que no hay saberlo decir. Y volviendo el rostro a la hermosa Felismena, dio principio a los versos siguientes:



Canto de Orfeo

    Escucha, oh Felismena el dulce canto
de Orfeo, cuyo amor tan alto ha sido;
suspende tu dolor, Selvagia, en tanto
que canta un amador de amor vencido,

    olvida ya, Belisa, el triste llanto; 5
oíd a un triste, ¡oh ninfas!, que ha perdido
sus ojos por mirar, y vos pastores
dejad un poco estar el mal de amores.

    No quiero yo cantar, ni Dios lo quiera,
aquel proceso largo de mis males, 10
ni cuando yo cantaba de manera
que a mí traía las plantas y animales;

    ni cuando a Plutón vi, que no debiera,
y suspendí las penas infernales,
ni cómo volví el rostro a mi señora, 15
cuyo tormento aún vive hasta ahora.

    Mas cantaré con voz suave y pura,
la grande perfección, la gracia extraña,
el ser, valor, beldad sobre natura,
de las que hoy dan valor y lustre a España. 20

    Mirad pues, ninfas, ya la hermosura
de nuestra gran Diana y su compaña,
que allí está el fin, allí veréis la suma
de lo que contar puede lengua y pluma.

    Los ojos levantad mirando aquella 25
que en la suprema silla está sentada,
el cetro y la corona junto a ella,
y de otra parte la fortuna airada.

    Esta es la luz de España y clara estrella,
con cuya ausencia está tan eclipsada; 30
su nombre, ¡oh ninfas!, es doña María,
gran reina de Bohemia, de Austria, Hungría.

    La otra junto a ella es doña Joana
de Portugal princesa, y de Castilla
infanta, a quien quitó fortuna insana 35
el cetro, la corona y alta silla,

    y a quien la muerte fue tan inhumana
que aun ella así se espanta y maravilla
de ver cuán presto ensangrentó sus manos,
en quien fue espejo y luz de lusitanos. 40

    Mirad, ninfas, la gran doña María
de Portugal, infanta soberana,
cuya hermosura y gracia sube hoy día
a do llegar no puede vista humana;

    mirad que aunque fortuna allí porfía, 45
la vence el gran valor que de ella mana,
y no son parte el hado, tiempo y muerte,
para vencer su gran bondad y suerte.

    Aquellas dos que tiene allí a su lado,
y el resplandor del sol ha suspendido, 50
las mangas de oro, sayas de brocado,
de perlas y esmeraldas guarnecido,

    cabellos de oro fino, crespo, ondado,
sobre los hombros, suelto y esparcido,
son hijas del infante lusitano, 55
Duarte, valeroso y gran cristiano.

    Aquellas dos duquesas señaladas,
por luz de hermosura en nuestra España,
que allí veis tan al vivo dibujadas,
con una perfección y gracia extraña, 60

    de Nájara y de Sesa son llamadas,
de quien la gran Diana se acompaña
por su bondad, valor y hermosura,
saber y discreción sobre natura.

    ¿Veis un valor no visto en otra alguna? 65
¿Veis una perfección jamás oída?
¿Veis una discreción cual fue ninguna
de hermosura y gracia guarnecida?

    ¿Veis la que está domando a la fortuna
y a su pesar la tiene allí rendida? 70
La gran doña Leonor Manuel se llama,
de Lusitania luz que al orbe inflama.

    Doña Luisa Carrillo, que en España
la sangre de Mendoza ha esclarecido,
de cuya hermosura y gracia extraña 75
el mismo amor, de amor está vencido,

    es la que a nuestra Dea así acompaña,
que de la vista nunca la ha perdido,
de honestas y hermosas claro ejemplo,
espejo y clara luz de nuestro templo. 80

    ¿Veis una perfección tan acabada,
de quien la misma fama está envidiosa?
¿Veis una hermosura más fundada
en gracia y discreción que en otra cosa,

    que con razón obliga a ser amada 85
porque es lo menos de ella el ser hermosa?
Es doña Eufrasia de Guzmán su nombre,
digna de inmortal fama y gran renombre.

    Aquella hermosura peregrina
no vista en otra alguna, sino en ella, 90
que a cualquier seso aprenda y desatina
y no hay poder de amor que apremie el de ella;

    de carmesí vestida, y muy más fina
de su rostro el color que no el de aquella,
doña María de Aragón se llama, 95
en quien se ocupará de hoy más la fama.

    ¿Sabéis quién es aquella que señala
Diana, y nos la muestra con la mano,
que en gracia y discreción a ella iguala
y sobrepuja a todo ingenio humano; 100

    y aun igualarla en arte, en ser y en gala,
sería, según es, trabajo en vano?
Doña Isabel Manrique y de Padilla,
que al fiero Marte vence y maravilla.

    Doña María Manuel, y doña Joana 105
Osorio son las dos que estáis mirando,
cuya hermosura y gracia sobrehumana
al mismo amor de amor está matando.

    Y está nuestra Dea muy ufana
de ver a tales dos de nuestro bando, 110
loarlas, según son, es excusado;
la fama y la razón tendrán cuidado.

    Aquellas dos hermanas tan nombradas
cada una es una sola y sin segundo;
su hermosura y gracias extremadas 115
son hoy en día un sol que alumbra el mundo.

    Al vivo me parecen trasladadas
de la que a buscar fui hasta el profundo;
doña Beatriz Sarmiento y Castro es una
con la hermosa hermana cual ninguna. 120

    El claro sol que veis resplandeciendo,
y acá y allá sus rayos va mostrando,
la que del mal de amor se está riendo,
del arco, aljaba y flechas no curando,

    cuyo divino rostro está diciendo 125
muy más que yo sabré decir loando,
doña Joana es de Zárate en quien vemos
de hermosura y gracia los extremos.

    Doña Ana Osorio y Castro está cabe ella,
de gran valor y gracia acompañada, 130
ni deja entre las bellas de ser bella,
ni en toda perfección muy señalada;

    mas su infelice hado usó con ella
de una crueldad no vista ni pensada,
porque al valor, linaje y hermosura, 135
no fuese igual la suerte y la ventura.

    Aquella hermosura guarnecida
de honestidad y gracia sobrehumana,
que con razón y causa fue escogida
por honra y prez del templo de Diana; 140

    continuo vencedora y no vencida,
su nombre, ¡oh ninfas!, es doña Juliana
de aquel gran duque nieta y condestable
de quien yo callaré, la fama hable.

   Mira de la otra parte la hermosura 145
de las ilustres damas de Valencia,
a quien mi pluma ya de hoy más procura
perpetuar su fama y su excelencia.

    Aquí fuente Helicona el agua pura
otorga, y tú, Minerva, empresta ciencia, 150
para saber decir quién son aquellas,
que no hay cosa que ver después de verlas.

    Las cuatro estrellas ved resplandecientes,
de quien la fama tal valor pregona
de tres insignes reinos descendientes 155
y de la antigua casa de Cardona;

    de la una parte duques excelentes,
de otra el trono, el cetro y la corona,
del de Segorbe hijas, cuya fama
del Bórea al Austro, al Euro se derrama. 160

    La luz del orbe, y la flor de España,
el fin de la beldad y hermosura,
el corazón real que le acompaña,
el ser, valor, bondad sobrenatura,

    aquel mirar que en verlo desengaña 165
de no poder llegar allí criatura,
doña Ana de Aragón se nombra y llama,
a do paró el amor, cansó la fama.

    Doña Beatriz su hermana, junto de ella
veréis, si tanta luz podéis mirarla; 170
quien no podré alabar es sola ella,
pues no hay poderlo hacer, sin agraviarla;

    aquel pintor que tanto hizo en ella
se queda el cargo de poder loarla,
que a do no llega entendimiento humano 175
llegar mi flaco ingenio, es muy en vano.

    Doña Francisca de Aragón quisiera
mostraros, pero siempre está escondida
su vista soberana es de manera
que a nadie que la ve deja con vida; 180

    por eso no parece. ¡Oh quién pudiera
mostraros esa luz, que al mundo olvida!,
porque el pintor que tanto hizo en ella
los pasos le atajó de merecerla.

    A doña Madalena estáis mirando, 185
hermana de las tres que os he mostrado,
miradla bien, veréis que está robando
a quien la mira y vive descuidado;

    su grande hermosura amenazando
está; y el fiero Amor el arco armado, 190
porque no pueda nadie ni aun mirarla
que no le rinda o mate sin batalla.

    Aquellos dos luceros que a porfía,
acá y allá sus rayos van mostrando,
y a la excelente casa de Gandía 195
por tan insigne y alta señalando;

    su hermosura y suerte sube hoy día
muy más que a nadie sube imaginando.
¿Quién ve tal Margarita y Madalena
que no tema de amor la horrible pena? 200

    ¿Queréis, hermosas ninfas, ver la cosa,
que el seso más admira y desatina?:
mirad una ninfa, más que el sol hermosa,
pues quién es ella o él, jamás se atina;

    el nombre de esta fénix tan famosa 205
es en Valencia doña Catalina
Milán, y en todo el mundo es hoy llamada
la más discreta, hermosa y señalada.

    Alzad los ojos y veréis de frente
del caudaloso río y su ribera, 210
peinando sus cabellos, la excelente
doña María Pejón y Zanoguera,

    cuya hermosura y gracia es evidente,
y en discreción la prima y la primera.
Mirad los ojos, rostro cristalino, 215
y aquí puede hacer fin vuestro camino.

    Las dos mirad que están sobrepujando
a toda discreción y entendimiento,
y entre las más hermosas señalando
se van por solo un par, sin par ni cuento; 220

    los ojos que las miran sojuzgando,
pues nadie las miró que viva exento.
¡Ved qué dirá quien alabar promete
las dos Beatrices, Vique y Fenollete!

    Al tiempo que se puso allí Diana 225
con su divino rostro y excelente,
salió un lucero, luego una mañana
de mayo, muy serena y refulgente;

    sus ojos matan y su vista sana;
despunta allí el amor su flecha ardiente; 230
su hermosura hable y testifique
ser sola y sin igual doña Ana Vique.

    Volved, ninfas, veréis doña Teodora
Carroz, que del valor y hermosura
la hace el tiempo reina y gran señora 235
de toda discreción y gracia pura;

    cualquiera cosa suya os enamora,
ninguna cosa vuestra os asegura
para tomar tan grande atrevimiento
como es poner en ella el pensamiento. 240

    Doña Ángela de Borja contemplando
veréis que está, pastores, en Diana;
y en ella la gran Dea está mirando
la gracia y hermosura soberana;

    Cupido allí a sus pies está llorando, 245
y la hermosa ninfa muy ufana
de ver delante de ella estar rendido
aquel tirano fuerte y tan temido.

    De aquella ilustre cepa Zanoguera
salió una flor tan extremada y pura 250
que siendo de su edad la primavera
ninguna se le iguala en hermosura.

    De la excelente madre es heredera
en todo cuanto pudo dar natura;
y así doña Jerónima ha llegado 255
en gracia y discreción al sumo grado.

    ¿Queréis quedar, oh ninfas, admiradas
y ver lo que a ninguna dio ventura?
¿Queréis al puro extremo ver llegadas
valor, saber, bondad y hermosura? 260

    Mirad doña Verónica Marradas,
pues solo verla os dice y asegura
que todo sobra y nada falta en ella,
sino es quien pueda, o piense, merecerla.

    Doña Luisa Peñarroja vemos 265
en hermosura y gracia más que humana,
en toda cosa llega a los extremos
y a toda hermosura vence y gana.

    No quiere el crudo amor que la miremos,
y quien la vio, si la ve, no sana, 270
aunque después de vista el crudo fuego
en su vigor y fuerza vuelve luego.

    Ya veo, ninfas, que miráis aquella
en quien estoy continuo contemplando;
los ojos se os irán, por fuerza a ella, 275
que aun los del mismo amor está robando.

    Mirad la hermosura que hay en ella,
mas ved que no ceguéis quizá mirando
a doña Joana de Cardona, estrella
que el mismo amor está rendido a ella. 280

    Aquella hermosura no pensada
que veis, si verla cabe en vuestro vaso;
aquella cuya suerte fue extremada,
pues no teme fortuna, tiempo y caso;

    aquella discreción tan levantada, 285
aquella que es mi musa y mi parnaso;
Joana Ana es Catalana, fin y cabo
de lo que en todas por extremo alabo.

    Cabe ella está un extremo no vicioso,
mas en virtud muy alto y extremado, 290
disposición gentil, rostro hermoso,
cabellos de oro, cuello delicado;

    mirar que alegra, movimiento airoso,
juicio claro y nombre señalado,
doña Ángela Fernando, a quien natura 295
conforme al nombre, dio la hermosura.

    Veréis cabe ella doña Mariana,
que de igualarle nadie está segura;
miradla junto a la excelente hermana;
veréis en poca edad gran hermosura. 300

    Veréis con ella nuestra edad ufana,
veréis en pocos años gran cordura,
veréis que son las dos el cabo y suma
de cuanto decir puede lengua y pluma.

    Las dos hermanas Borjas escogidas 305
Hipólita, Isabel, que estáis mirando,
de gracia y perfección tan guarnecidas
que al sol su resplandor está cegando,

    miradlas y veréis de cuántas vidas
su hermosura siempre va triunfando, 310
mirad los ojos, rostro y los cabellos
que el oro queda atrás y pasan ellos.

    Mirad doña María Zanoguera,
la cual de Catarroja es hoy señora,
cuya hermosura y gracia es de manera 315
que a toda cosa vence y la enamora.

    Su fama resplandece por doquiera
y su virtud la ensalza de hora en hora,
pues no hay qué desear después de verla,
¿quién la podrá loar sin ofenderla? 320

    Doña Isabel de Borja está de frente
y al fin y perfección de toda cosa.
Mirad la gracia, el ser y la excelente
color, más viva que purpúrea rosa;

    mirad que es de virtud y gracia fuente 325
y nuestro siglo ilustra en toda cosa,
al cabo está de todas su figura,
por cabo y fin de gracia y hermosura.

    La que esparcidos tiene sus cabellos
con hilo de oro fino atrás tomados, 330
y aquel divino rostro, que él y ellos
a tantos corazones trae domados;

    el cuello de marfil, los ojos bellos,
honestos, bajos, verdes y rasgados,
doña Joana Milán por nombre tiene, 335
en quien la vista para y se mantiene.

    Aquella que allí veis, en quien natura
mostró su ciencia ser maravillosa,
pues no hay pasar de allí en hermosura
ni hay más que desear a una hermosa, 340

    cuyo valor, saber y gran cordura
levantarán su fama en toda cosa,
doña Mencia se nombra Fenollete
a quien se rinde amor y se somete.

    La canción del celebrado Orfeo fue tan agradable a los oídos de Felismena y de todos los que la oían, que así los tenía suspensos, como si por ninguno de ellos hubiera pasado más de lo que presente tenían. Pues habiendo muy particularmente mirado el rico aposento con todas las cosas que en él había que ver, salieron las ninfas por una puerta a la gran sala, y por otra de la sala a un hermoso jardín, cuya vista no menos admiración les causó que lo que hasta allí habían visto, entre cuyos árboles y hermosas flores había muchos sepulcros de ninfas y damas, las cuales habían con gran limpieza conservado la castidad debida a la castísima diosa. Estaban todos los sepulcros coronados de enredosa yedra, otros de olorosos arrayanes, otros de verde laurel. Demás de esto había en el hermoso jardín muchas fuentes de alabastro, otras de mármol jaspeado y de metal, debajo de parrales que por encima de artificiosos arcos extendían sus ramas, los mirtos hacían cuatro paredes almenadas; y por encima de las almenas parecían muchas flores de jazmín, madreselva y otras muy apacibles a la vista. En medio del jardín estaba una piedra negra sobre cuatro pilares de metal, y en medio de ella un sepulcro de jaspe que cuatro ninfas de alabastro en las manos sostenían. En torno de él estaban muchos blandones y candeleros de fina plata muy bien labrados, y en ellos hachas blancas ardiendo. En torno de la capilla había algunos bultos de caballeros y damas; unos, de metal; otros, de alabastro; otros, de mármol jaspeado y de otras diferentes materias. Mostraban estas figuras tan gran tristeza en el rostro que la pusieron en el corazón de la hermosa Felismena y de todos los que el sepulcro veían. Pues, mirándolo muy particularmente vieron que a los pies de él, en una tabla de metal que una muerte tenía en las manos, estaba este letrero:


    Aquí reposa doña Catalina
de Aragón y Sarmiento, cuya fama
al alto cielo llega y se avecina
y desde el Bórea al Austro se derrama.

    Matela siendo muerte tan aína
por muchos que ella ha muerto siendo dama;
aquí está el cuerpo; el alma allá en el cielo,
que no la mereció gozar el suelo.


    Después de leído el epigrama, vieron cómo en lo alto del sepulcro estaba una águila de mármol negro, con una tabla de oro en las uñas, y en ella estos versos:


    Cual quedaría, ¡oh muerte!, el alto cielo
sin el dorado Apolo y su Diana,
sin hombre ni animal el bajo suelo,
sin norte el marinero en mar insana,
sin flor ni hierba el campo y sin consuelo,
sin el rocío de aljófar la mañana,
así quedó el valor, la hermosura,
sin la que yace en esta sepultura.


   Cuando estos dos letreros hubieron leído, y Belisa entendido por ellos quién era la hermosa ninfa que allí estaba sepultada, y lo mucho que nuestra España había perdido en perderla, acordándose de la temprana muerte del su Arsileo, no pudo dejar de decir con muchas lágrimas:

    -¡Ay, Muerte, cuán fuera estoy de pensar que me has de consolar con males ajenos! Duéleme en extremo lo poco que se gozó tan gran valor y hermosura como esta ninfa me dicen que tenía, porque ni estaba presa de amor, ni nadie mereció que ella lo estuviese, que si otra cosa entendiera, por tan dichosa la tuviera yo en morirse como a mí por desdichada en ver, ¡oh cruda Muerte!, cuán poco caso haces de mí, pues llevándome todo mi bien, me dejas, no para más que para sentir esta falta. ¡Oh mi Arsileo! ¡Oh discreción jamás oída! ¡Oh el más firme amador que jamás pudo verse! ¡Oh el más claro ingenio que naturaleza pudo dar! ¿Qué ojos pudieron verte? ¿Qué ánimo pudo sufrir tu desastrado fin? ¡Oh Arsenio, Arsenio, cuán poco pudiste sufrir la muerte del desastrado hijo, teniendo más ocasión de sufrirla que yo! ¿Por qué, cruel Arsenio, no quisiste que yo participase de dos muertes, que por estorbar la que menos me dolía, diera yo cien mil vidas, si tantas tuviera? Adiós, bienaventurada ninfa, lustre y honra de la real casa de Aragón. Dios dé gloria a tu ánima y saque la mía de entre tantas desventuras.

    Después que Belisa hubo dicho estas palabras, después de haber visto otras muchas sepulturas muy riquísimamente labradas, salieron por una puerta falsa que en el jardín estaba al verde prado, adonde hallaron a la sabia Felicia, que sola se andaba recreando, la cual los recibió con muy buen semblante. Y en cuanto se hacía hora de cenar, se fueron a una gran alameda que cerca de allí estaba, lugar donde las ninfas del suntuoso templo algunos días salían a recrearse. Y sentados en un pradecillo, cercado de verdes salces, comenzaron a hablar unos con otros, cada uno en la cosa que más contento le daba. La sabia Felicia llamó junto a sí al pastor Sireno y a Felismena. La ninfa Dórida se puso con Silvano hacia una parte del verde prado; y las dos pastoras, Selvagia y Belisa, con las hermosas ninfas Cintia y Polidora, se apartaron hacia otra parte; de manera que aunque no estaban unos muy lejos de los otros, podían muy bien hablar sin que estorbase uno lo que el otro decía.

    Pues queriendo Sireno que la plática y conversación se conformase con el tiempo y lugar y también con la persona a quien hablaba, comenzó a hablar de esta manera:

    -No me parece fuera de propósito, señora Felicia, preguntar yo una cosa que jamás pude llegar al cabo del conocimiento de ella, y es esta: afirman todos los que algo entienden que el verdadero amor nace de la razón, y si esto es así, ¿cuál es la causa porque no hay cosa más desenfrenada en el mundo ni que menos se deje gobernar por ella?

    Felicia le respondió:

    -Así como esa pregunta es más que de pastor, así era necesario que fuese más que mujer la que a ella respondiese, mas con lo poco que yo alcanzo, no me parece que porque el amor tenga por madre a la razón se ha de pensar que él se limite ni gobierne por ella. Antes has de presuponer que después que la razón del conocimiento lo ha engendrado, las menos veces quiere que le gobierne. Y es de tal manera desenfrenado que las más de las veces viene en daño y perjuicio del amante, pues por la mayor parte los que bien aman se vienen a desamar a sí mismos, que es contra razón y derecho de naturaleza. Y esta es la causa porque le pintan ciego y falto de toda razón, y como su madre, Venus, tiene los ojos hermosos, así él desea siempre lo más hermoso. Píntanlo desnudo porque el buen amor ni puede disimularse con la razón, ni encubrirse con la prudencia. Píntanle con alas porque velocísimamente entra en el ánima del amante; y cuanto más perfecto es, con tanto mayor velocidad y enajenamiento de sí mismo va a buscar la persona amada; por lo cual, decía Eurípides que el amante vivía en el cuerpo del amado. Píntanlo asimismo flechando su arco porque tira derecho al corazón como a propio blanco, y también porque la llaga de amor es como la que hace la saeta, estrecha en la entrada y profunda en lo intrínseco del que ama. Es esta llaga difícil de ver, mala de curar y muy tardía en el sanar. De manera, Sireno, que no debe admirarte, aunque el perfecto amor sea hijo de razón, que no se gobierne por ella, porque no hay cosa que después de nacida menos corresponda al origen de adonde nació. Algunos dicen que no es otra la diferencia entre el amor vicioso y el que no lo es sino que el uno se gobierna por razón y el otro no se deja gobernar por ella; y engáñanse porque aquel exceso e ímpetu no es más propio del amor deshonesto que del honesto, antes es una propiedad de cualquiera género de amor, salvo que en uno hace la virtud mayor, y en el otro acrecienta más el vicio. ¿Quién puede negar que en el amor que verdaderamente es honesto no se hallen maravillosos y excesivos efectos? Pregúntenlo a muchos que por solo el amor de Dios no hicieron cuenta de sus personas, ni estimaron por él perder la vida, aunque sabido el premio que por ello se esperaba, no daban mucho. Pues ¿cuántos han procurado consumir sus personas y acabar sus vidas inflamados del amor de la virtud, y de alcanzar fama gloriosa? Cosa que la razón ordinaria no permite, antes guía cualquiera efecto, de manera que la vida pueda honestamente conservarse. Pues ¡cuántos ejemplos te podría yo traer de muchos que por solo el amor de sus amigos perdieron la vida y todo lo más que con ella se pierde! Dejemos este amor, volvamos al amor del hombre con la mujer. Has de saber que si el amor que el amador tiene a su dama, aunque inflamado en desenfrenada afición, nace de la razón y del verdadero conocimiento y juicio, que por solas sus virtudes la juzgue digna de ser amada; que este tal amor, a parecer (y no me engaño), no es ilícito ni deshonesto, porque todo el amor de esta manera no tira a otro fin, sino a querer la persona por ella misma, sin esperar otro interés ni galardón de sus amores. Así que esto es lo que me parece que se puede responder a lo que en este caso me has preguntado.

    Sireno entonces le respondió:

    -Yo estoy, discreta señora, satisfecho de lo que deseaba entender y así creo que lo estaré, según tu claro juicio, de todo lo que quisiere saber de ti, aunque otro entendimiento era menester más abundante que el mío para alcanzar lo mucho que tus palabras comprenden.

    Silvano, que con Polidora estaba hablando, le decía:

    -Maravillosa cosa es, hermosa ninfa, ver lo que sufre un triste corazón que a los trances de amor está sujeto porque el menor mal que hace es quitarnos el juicio, perder la memoria de toda cosa, y henchirla de sólo él, vuelve ajeno de sí todo hombre, y propio de la persona amada. Pues ¿qué hará el desventurado que se ve enemigo de placer, amigo de soledad, lleno de pasiones, cercado de temores, turbado de espíritu, martirizado del seso, sustentado de esperanza, fatigado de pensamientos, afligido de molestias, traspasado de celos, lleno perpetuamente de suspiros, enojos, agravios, que jamás le faltan? Y lo que más me maravilla es que, siendo este amor tan intolerable y extremado en crueldad, no espere el espíritu apartarse de él, ni lo procure, mas antes tenga por enemigo a quien se lo aconseja.

    -Bien está todo -dijo Polidora- pero yo sé muy bien que por la mayor parte los que aman tienen más de palabras que de pasiones.

    -Señal es esa -dijo Silvano- que no las sabes sentir, pues no las puedes creer, y bien parece que no has sido tocada de este mal, ni plega a Dios que lo seas; el cual ninguno lo puede creer, ni la calidad y multitud de los males que de él proceden, sino el que participa de ellos. ¿Cómo que piensas tú, hermosa ninfa, que hallándose continuamente el amante confusa la razón, ocupada la memoria, enajenada la fantasía, y el sentido del excesivo amor fatigado, quedará la lengua tan libre que pueda fingir pasiones, ni mostrar otra cosa de la que sientes? Pues no te engañes en eso, que yo te digo que es muy al revés de lo que tú lo imaginas. Vesme aquí donde estoy que verdaderamente ninguna cosa hay en mí que se pueda gobernar por razón, ni aun la podrá haber en quien tan ajeno estuviere de su libertad, como yo; porque todas las sujeciones corporales dejan libre, a lo menos, la voluntad, mas la sujeción de amor es tal que la primera cosa que hace, es tomaros posesión de ella. ¿Y quieres tú, pastora, que forme quejas y finja suspiros, el que de esta manera se ve tratado? Bien parece, en fin, que estás libre de amor, como yo poco a ti decía.

    Polidora le respondió:

    -Yo conozco, Silvano, que los que aman reciben muchos trabajos y aficiones todo el tiempo que ellos no alcanzan lo que desean; pero después de conseguida la causa deseada, se les vuelve en descanso y contentamiento. De manera que todos los males que pasaban más proceden de deseo de amor que tengan a lo que desean.

    -Bien parece que hablas en mal que no tienes experimentado -dijo Silvano- porque el amor de aquellos amantes cuyas penas cesan después de haber alcanzado lo que desean, no procede su amor de la razón, sino de un apetito bajo y deshonesto.

    Selvagia, Belisa y la hermosa Cintia estaban tratando cuál era la razón porque en ausencia, las más de las veces se resfriaba el amor. Belisa no podía creer que por nadie pasase tan gran deslealtad, diciendo que pues siendo muerto el su Arsileo y estando bien segura de no verle más, le tenía el mismo amor que cuando vivía; que cómo era posible ni se podía sufrir que nadie olvidase en ausencia los amores que algún tiempo esperase ver. La ninfa Cintia le respondió:

    -No podré, Belisa, responderte con tanta suficiencia como por ventura la materia lo requería, por ser cosa que no se puede esperar del ingenio de una ninfa como yo. Mas lo que a mí me parece es que cuando uno se parte de la presencia de quien quiere bien, la memoria le queda por ojos, pues solamente con ella ve lo que desea. Esta memoria tiene cargo de representar al entendimiento lo que contiene en sí, y del entenderse la persona que ama viene la voluntad, que es la tercera potencia del ánima, a engendrar el deseo, mediante el cual tiene el ausente pena por ver aquel que quiere bien. De manera que todos estos efectos se derivan de la memoria, como de una fuente donde nace el principio del deseo. Pues habéis de saber ahora, hermosas pastoras, que como la memoria sea una cosa que cuanto más va, más pierde su fuerza y vigor, olvidándose de lo que le entregaron los ojos, así también lo pierden las otras potencias, cuyas obras en ella tenían su principio. De la misma manera que a los ríos se les acabaría su corriente si dejasen de manar las fuentes adonde nacen; y si como esto se entiende en el que parte, se entendiera también en el que queda. Y pensar tú, hermosa pastora, que el tiempo no curaría tu mal si dejases el remedio de él en manos de la sabia Felicia, será muy gran engaño, porque ninguno hay a quien ella no dé remedio, y en el de amores más que en todos los otros.

    La sabia Felicia que aunque estaba algo apartada oyó lo que Cintia dijo, le respondió:

    -No sería pequeña crueldad poner yo el remedio de quien tanto lo ha menester en manos de médico tan espacioso como es el tiempo, que puesto caso que algunas veces no lo sea, en fin las enfermedades grandes, si otro remedio no tienen sino el suyo, se han de gastar tan de espacio, que primero que se acaben, se acabe la vida de quien las tiene. Y porque mañana pienso entender en lo que toca al remedio de la hermosa Felismena y de toda su compañía, y los rayos del dorado Apolo parece que van ya dando fin a su jornada, será bien que nosotros lo demos a nuestra plática y nos vamos a mi aposento, que ya la cena pienso que nos está aguardando.

    Y así se fueron en casa de la gran sabia Felicia, donde hallaron ya las mesas puestas, debajo de unos verdes parrales que estaban en un jardín que en la casa había. Y acabando de cenar y tomando licencia de la sabia Felicia, se fue cada uno al aposento que aparejado le estaba.


 
 

Fin del cuarto libro de la Diana


Libro quinto


    Otro día por la mañana la sabia Felicia se levantó, y se fue al aposento de Felismena, la cual halló acabándose de vestir no con pocas lágrimas, pareciéndole cada hora de las que allí estaba mil años. Y tomándola por la mano, se salieron a un corredor que estaba sobre el jardín, adonde la noche antes habían cenado, y habiéndole preguntado la causa de sus lágrimas y consolándola con darle esperanza que sus trabajos habrían el fin que ella deseaba, le dijo:

    -Ninguna cosa hay hoy en la vida más aparejada para quitarla a quien quiere bien, que quitarle con esperanzas inciertas el remedio de su mal, porque no hay hora en cuanto de esta manera vive que no le parezca tan espaciosa cuanto las de la vida son apresuradas. Y porque mi deseo es que el vuestro se cumpla y después de algunos trabajos consigáis el descanso que la fortuna os tiene prometido, vos partiréis de esta vuestra casa en el mismo hábito en que veníais cuando a mis ninfas defendisteis de la fuerza que los fieros salvajes les querían hacer. Y tened entendido que todas las veces que mi ayuda y favor os fuere necesario, lo hallaréis sin que hayáis menester enviármelo a pedir. Así que, hermosa Felismena, vuestra partida sea luego, y confiad en Dios que vuestro deseo habrá buen fin, porque si yo de otra suerte lo entendiera, bien podéis creer que no me faltaran otros remedios para haceros mudar el pensamiento como a algunas personas lo he hecho.

    Muy grande alegría recibió Felismena de las palabras que la sabia Felicia le dijo, a las cuales respondió:

    -No puedo alcanzar, discreta señora, con qué palabras podría encarecer ni con qué obras podría servir la merced que de vos recibo. Dios me llegue a tiempo en que la experiencia os dé a entender mi deseo. Lo que mandáis, pondré yo luego por obra, lo cual no puede dejar de sucederme muy bien siguiendo el consejo de quien para todas las cosas sabe darlo tan bueno.

    La sabia Felicia la abrazó diciendo:

    -Yo espero en Dios, hermosa Felismena, de veros en esta casa con más alegría de la que lleváis. Y porque los dos pastores y pastoras nos están esperando, razón será que vaya a darles el remedio que tanto han menester.

    Y saliéndose ambas a dos a una sala, hallaron a Silvano y Sireno y a Belisa, y Selvagia, que esperándolos estaban; y la sabia Felicia dijo a Felismena:

    -Entretened, hermosa señora, vuestra compañía, entre tanto que yo vengo.

    Y entrándose en un aposento, no tardó mucho en salir con dos vasos en las manos de fino cristal con los pies de oro esmaltados; y llegándose a Sireno, le dijo:

    -Olvidado pastor, si en tus males hubiera otro remedio sino este, yo te le buscara con toda la diligencia posible, pero ya que no puedes gozar de aquella que tanto te quiso sin muerte ajena (y esta esté en mano de solo Dios), es menester que recibas otro remedio para no desear cosa que es imposible alcanzarla. Y tú, hermosa Selvagia, y desamado Silvano, tomad este vaso, en el cual hallaréis grandísimo remedio para el mal pasado y principio para grandísimo contento, del cual vosotros estáis bien descuidados.

    Y tomando el vaso que tenía en la mano izquierda, le puso en la mano a Sireno y le mandó que lo bebiese, y Sireno lo hizo luego; y Selvagia y Silvano bebieron ambos el otro. Y en este punto cayeron todos tres en el suelo adormidos, de que no poco se espantó Felismena y la hermosa Belisa que allí estaba, a la cual dijo la sabia Felicia:

    -No te desconsueles, oh Belisa, que aún yo espero de verte tan consolada como la que más lo estuviere. Y hasta que la ventura se canse de negarte el remedio que para tan grave mal has menester, yo quiero que quedes en mi compañía.

    La pastora le quiso besar las manos por ello, Felicia no lo consintió, mas antes la abrazó, mostrándole mucho amor. Felismena estaba espantada del sueño de los pastores y dijo a Felicia:

    -Paréceme, señora, que si el descanso de estos pastores está en dormir, ellos lo hacen de manera que vivirán los más descansados del mundo.

    Felicia le respondió:

    -No os espantéis de eso, porque el agua que ellos bebieron tiene tal fuerza, así una como la otra, que todo el tiempo que yo quisiere dormirán, sin que baste ninguna persona a despertarlos. Y para que veáis si esto es así, probá a llamarlo.

    Felismena llegó entonces a Silvano y tirándole por un brazo, le comenzó a dar grandes voces, las cuales aprovecharon tanto como si las diera a un muerto, y lo mismo le avino con Sireno y Selvagia, de lo que Felismena quedó asaz maravillada. Felicia le dijo:

    -Pues más os maravillaréis después que despierten, porque veréis una cosa, la más extraña que nunca imaginasteis. Y porque me parece que el agua debe haber obrado lo que es menester, yo los quiero despertar y estad atenta porque oiréis maravillas.

    Y sacando un libro de la manga, se llegó a Sireno, y en tocándole con él sobre la cabeza, el pastor se levantó luego en pie con todo su juicio, y Felicia le dijo:

    -Dime, Sireno, si acaso vieses la hermosa Diana con su esposo, y estar los dos con todo el contentamiento del mundo, riéndose de los amores que tú con ella habías tenido, ¿qué harías?

    Sireno respondió:

    -Por cierto, señora, ninguna pena me darían, mas antes los ayudaría a reír de mis locuras pasadas.

    Felicia le replicó:

    -Y si acaso ella fuera ahora soltera, y se quisiera casar con Silvano y no contigo, ¿qué hicieras?

    Sireno le respondió:

    -Yo mismo fuera el que tratara de concertarlo.

    -¿Qué os parece -dijo Felicia contra Felismena- si el agua sabe desatar los nudos que este perverso del amor hace?

    Felismena respondió:

    -Jamás pudiera creer yo que la ciencia de una persona humana pudiera llegar a tanto como esto.

    Y volviendo a Sireno, le dijo:

    -¿Qué es esto, Sireno? Pues las lágrimas y suspiros con que manifestabas tu mal, ¿tan presto se han acabado?

    Sireno le respondió:

    -Pues que los amores se acabaron, no es mucho que se acabe lo que ellos me hacían hacer.

    Felismena le volvió a decir:

    -¿Y qué es posible, Sireno, que ya no quieres bien ni más a Diana?

    -El mismo bien le quiero -dijo Sireno- que os quiero a vos, y a otra cualquiera persona que no me haya ofendido.

    Y viendo Felicia cuán espantada estaba Felismena de la súbita mudanza de Sireno, le dijo:

    -Con esta medicina curara yo, hermosa Felismena, vuestro mal; y el vuestro, pastora Belisa, si la fortuna no os tuviera guardadas para muy mayor contentamiento de lo que fuera veros en vuestra libertad. Y para que veáis cuán diferentemente ha obrado en Silvano y en Selvagia la medicina, bien será despertarlos, pues basta lo que han dormido.

    Y poniendo el libro sobre la cabeza a Silvano, se levantó diciendo:

    -¡Oh Selvagia, cuán gran locura ha sido haber empleado en otra parte el pensamiento, después que mis ojos te vieron!

    -¿Qué es eso, Silvano -dijo Felicia- teniendo tan puesto el pensamiento en tu pastora Diana, tan súbitamente le pones ahora en Selvagia?

    Silvano le respondió:

    -Discreta señora, como el navío anda perdido por la mar sin poder tomar puerto seguro, así anduvo mi pensamiento en los amores de Diana todo el tiempo que la quise bien; mas ahora he llegado a un puerto, donde plega a Dios que sea tan bien recibido como el amor que yo le tengo lo merece.

    Felismena quedó tan espantada del segundo género de mudanza que vio en Silvano, como del primero que en Sireno había visto, y díjole riendo:

    -¿Pues qué haces que no despiertas a Selvagia? Que mal podrá oír tu pena una pastora que duerme.

    Silvano entonces, tirándole del brazo, le comenzó a decir a grandes voces:

    -¡Despierta, hermosa Selvagia, pues despertaste mi pensamiento del sueño de las ignorancias pasadas! Dichoso yo, pues la fortuna me ha puesto en el mayor estado que se podía desear; ¿qué es esto, no me oyes? ¿Oyes y no quieres responderme? ¡Cata, que no sufre el amor que te tengo, no ser oído! ¡Oh Selvagia, no duermas tanto ni permitas que tu sueño sea causa que el de la muerte dé fin a mis días!

    Y viendo que no aprovechaba nada llamarla, comenzó a derramar lágrimas en tan gran abundancia que los presentes no pudieron dejar de ayudarle; mas Felicia dijo:

    -Silvano amigo, no te aflijas, que yo haré que te responda Selvagia y que la respuesta sea tal como tú deseas.

    Y tomándole por la mano, le metió en un aposento y le dijo:

    -No salgas de ahí hasta que yo te llame.

    Y luego volvió a donde Selvagia estaba, y tocándola con el libro despertó como los demás habían hecho. Felicia le dijo:

    -Pastora, muy descuidada duermes.

    Selvagia respondió:

    -Señora, ¿qué es del mi Silvano? ¿No estaba él junto conmigo? ¡Ay Dios! ¿Quién me lo llevó de aquí? ¡Si volverá!

    Y Felicia le dijo:

    -Escucha, Selvagia, que parece que desatinas; has de saber que el tu querido Alanio está a la puerta y dice que ha andado por muchas partes perdido en busca tuya y trae licencia de su padre para casarse contigo.

    -Esa licencia -dijo Selvagia- le aprovechará a él muy poco, pues no la tiene de mi pensamiento. Silvano, ¿qué es de él? ¿Adónde está?

    Pues como el pastor Silvano oyó hablar a Selvagia, no pudo sufrirse sin salir luego a la sala donde estaba, y mirándose los dos con mucho amor, lo confirmaron tan grande entre sí, que sola la muerte bastó para acabarlo, de que no poco contentamiento recibió Sireno y Felismena y aun la pastora Belisa. Felicia les dijo:

    -Razón será, pastores y hermosa pastora, que os volváis a vuestros ganados, y tened entendido que mi favor jamás os podrá faltar y el fin de vuestros amores será cuando por matrimonio cada uno se ajunte con quien desea. Yo tendré cuidado de avisaros cuando será tiempo; y vos, hermosa Felismena, aparejaos para la partida, porque mañana cumple que partáis de aquí.

    En esto entraron todas las ninfas por la puerta de la sala, las cuales ya sabían el remedio que la sabia Felicia había puesto en el mal de los pastores, de lo cual recibieron grandísimo placer, mayormente Dórida, Cintia y Polidora, por haber sido ellas la principal ocasión de su contentamiento. Los dos nuevos enamorados no entendían otra cosa sino en mirarse uno a otro, con tanta afición y blandura como si hubiera mil años que hubieran dado principio a sus amores. Y aquel día estuvieron allí todos con grandísimo contentamiento, hasta que otro día de mañana, despidiéndose los dos pastores y pastora de la sabia Felicia, y de Felismena y de Belisa, y asimismo de todas aquellas ninfas, se volvieron con grandísima alegría a su aldea, donde aquel mismo día llegaron.

    Y la hermosa Felismena, que ya aquel día se había vestido en traje de pastora, despidiéndose de la sabia Felicia, y siendo muy particularmente avisada de lo que había de hacer, con muchas lágrimas la abrazó, y acompañada de todas aquellas ninfas, se salieron al gran patio que delante de la puerta estaba, y abrazando a cada una por sí, se partió por el camino donde la guiaron. No iba sola Felismena este camino, ni aún sus imaginaciones le daban lugar a que lo fuese, pensando iba en lo que la sabia Felicia le había dicho y por otra parte considerando la poca ventura que hasta allí había tenido en sus amores, le hacía dudar de su descanso. Con esta contrariedad de pensamientos iba lidiando, los cuales aunque por una parte le cansaban, por otra la entretenían de manera que no sentía la soledad del camino.

    No hubo andado mucho por en medio de un hermoso valle cuando a la caída del sol, vio de lejos una choza de pastores que entre unas encinas estaba a la entrada de un bosque y, persuadida de la hambre, se fue hacia ella, y también porque la siesta comenzaba, de manera que le sería forzado pasarla debajo de aquellos árboles. Llegando a la choza, oyó que un pastor decía a una pastora que cerca de él estaba asentada:

    -No me mandes, Amarílida, que cante, pues entiendes la razón que tengo de llorar los días que el alma no desampare estos cansados miembros; que, puesto caso que la música es tanta parte para hacer acrecentar la tristeza del triste como la alegría del que más contento vive, no es mi mal de suerte que pueda ser disminuido ni acrecentado con ninguna industria humana. Aquí tienes tu zampoña, tañe y canta, pastora, que muy bien lo puedes hacer, pues que tienes el corazón libre y la voluntad exenta de las sujeciones de amor.

    La pastora le respondió:

    -No seas, Arsileo, avariento de lo que naturaleza con tan larga mano te ha concedido, pues quien te lo pide sabrá complacerte en lo que tú quisieres pedirle. Canta si es posible aquella canción que a petición de Argasto hiciste en nombre de tu padre Arsenio, cuando ambos servíais a la hermosa pastora Belisa.

    El pastor le respondió:

    -Extraña condición es la tuya, oh Amarílida, que siempre me pides que haga lo que menos contento me da. ¿Qué haré? Que por fuerza he de complacerte, y no por fuerza, que asaz de mal aconsejado sería quien de su voluntad no te sirviese. Mas ya sabes cómo mi fortuna me va a la mano todas las veces que algún alivio quiero tomar. Oh Amarílida, viendo la razón que tengo de estar continuo llorando, ¿me mandas cantar? ¿Por qué quieres ofender a las ocasiones de mi tristeza? ¡Plega a Dios que nunca mi mal vengas a sentirlo en causa tuya propia, porque tan a tu costa no te informe la fortuna de mi pena! Ya sabes que perdí a Belisa, ya sabes que vivo sin esperanza de cobrarla. ¿Por qué me mandas cantar? Mas no quiero que me tengas por descomedido, que no es de mi condición serlo con las pastoras a quien todos estamos obligados a complacer.

    Y tomando un rabel que cerca de sí tenía, le comenzó a templar para hacer lo que la pastora le mandaba. Felismena, que acechando estaba, oyó muy bien lo que el pastor y pastora pasaban; y cuando vio que hablaban en Arsenio y Arsileo, servidores de la pastora Belisa, a los cuales tenía por muertos, según lo que Belisa había contado a ella, y a las ninfas y pastores, cuando en la cabaña de la isleta la hallaron, verdaderamente pensó lo que veía ser alguna visión o cosa de sueño. Y estando atenta, vio cómo el pastor comenzó a tocar el rabel tan divinamente, que parecía cosa del cielo; y habiendo tañido un poco con una voz más angélica que de hombre humano dio principio a esta canción:


    ¡Ay, vanas esperanzas, cuántos días
anduve hecho siervo de un engaño,
y cuán en vano mis cansados ojos
con lágrimas regaron este valle!
Pagado me han amor y la fortuna, 5
pagado me han, no sé de qué me quejo.

    Gran mal debo pasar, pues yo me quejo,
que hechos a sufrir están mis ojos
los trances del amor y la fortuna.
¿Sabéis de quién me agravio? De un engaño 10
de una cruel pastora de este valle,
do puse por mi mal mis tristes ojos.

   Con todo mucho debo yo a mis ojos,
aunque con el dolor de ellos me quejo,
pues vi por causa suya en este valle 15
la cosa más hermosa que en mis días
jamás pensé mirar y no me engaño.
Pregúntenlo al amor y a la fortuna.

   Aunque por otra parte la fortuna,
el tiempo, la ocasión, los tristes ojos, 20
el no estar receloso del engaño,
causaron todo el mal de que me quejo;
y así pienso acabar mis tristes días
contando mis pasiones a este valle.

   Si el río, el soto, el monte, el prado, el valle, 25
la tierra, el cielo, el hado, la fortuna,
las horas, los momentos, años, días,
el alma, el corazón, también los ojos,
agravian mi dolor cuando me quejo,
¿por qué dices, pastora, que me engaño? 30

    Bien sé que me engañé, mas no es engaño,
porque de haber yo visto en este valle
tu extraña perfección, jamás me quejo;
sino de ver que quiso la fortuna
dar a entender a mis cansados ojos 35
que allá vendría el remedio tras los días.

   Y son pasados años, meses, días,
sobre esta confianza y claro engaño,
cansados de llorar mis tristes ojos,
cansado de escucharme el soto, el valle, 40
y al cabo, me responde la fortuna
burlándose del mal de que me quejo.

   Mas, ¡oh triste pastor! ¿De qué me quejo
si no es de no acabarse ya mis días?
¿Por dicha era mi esclava la fortuna? 45
¿Halo ella de pagar, si yo me engaño?
¿No anduve libre, exento en este valle?
¿Quién me mandaba a mí alzar los ojos?

   Mas, ¿quién podrá también domar sus ojos,
o cómo viviré si no me quejo 50
del mal que amor me hizo en este valle?
¡Mal haya un mal que dura tantos días!
Mas no podrá tardar, si no me engaño,
que muerte no dé fin a mi fortuna.

    Venir suele bonanza tras fortuna, 55
mas nunca la verán jamás mis ojos,
ni aun yo pienso caer en este engaño,
bien basta ya el primero de quien quejo,
y quejaré, pastora, cuantos días
durare la memoria de este valle. 60

    Si el mismo día, pastora, que en el valle
dio causa que te viese mi fortuna
llegara el fin de mis cansados días,
o al menos viera esquivos esos ojos,
cesara la razón con que me quejo, 65
y no pudiera yo llamarme a engaño.

    Mas tú, determinando hacerme engaño
cuando me viste luego en este valle,
mostrábaste benigna. ¡Ved si quejo
contra razón, de amor y de fortuna! 70
Después no sé por qué vuelves tus ojos;
cansarte deben ya mis tristes días.

    Canción, de amor y de fortuna quejo,
y pues duró un engaño tantos días,
regad ojos, regad el soto, el valle. 75

    Esto cantó el pastor con muchas lágrimas, y la pastora lo oyó con grande contentamiento de ver la gracia con que tañía y cantaba; mas el pastor, después que dio fin a su canción, soltando el rabel de las manos, dijo contra la pastora:

    -¿Estás contenta, Amarílida? ¡Que por solo tu contentamiento me hagas hacer cosa que tan fuera del mío es! ¡Plega a Dios, oh Alfeo, la fortuna te traiga al punto a que yo por tu causa he venido, para que sientas el cargo en que te soy y por el mal que me hiciste! ¡Oh Belisa! ¿Quién hay en el mundo que más te deba que yo? Dios me traiga a tiempo que mis ojos gocen de ver tu hermosura y los tuyos vean si soy en conocimiento de lo que les debo.

    Esto decía el pastor con tantas lágrimas que no hubiera corazón por duro que fuera, que no se ablandara; oyéndole la pastora le dijo:

    -Pues que ya, Arsileo, me has contado el principio de tus amores y cómo Arsenio tu padre fue la principal causa de que tú quisieses bien a Belisa, porque sirviéndola él, se aprovechaba de tus cartas y canciones, y aun de tu música, cosa que él pudiera muy bien excusar, te ruego me cuentes cómo la perdiste.

    -Cosa es esa -le respondió el pastor- que yo querría pocas veces contar, mas ya que es tu condición mandarme hacer y decir aquello en que más pena recibo, escucha que en breves palabras te lo diré. Había en mi lugar un hombre llamado Alfeo, que entre nosotros tuvo siempre fama de grandísimo nigromante, el cual quería bien a Belisa, primero que mi padre la comenzase a servir. Y ella no tan solamente no podía verle, mas aun si le hablaban en él, no había cosa que más pena le diese. Pues como este supiese un concierto que entre mí y Belisa había de irle a hablar desde encima de un moral que en una huerta suya estaba, el diabólico Alfeo hizo a dos espíritus que tomase el uno la forma de mi padre Arsenio y el otro la mía; y que fuese el que tomó mi forma al concierto, y el que tomó la de mi padre viniese allí, y le tirase con una ballesta, fingiendo que era otro y que viniese él luego, como que lo había conocido, y se matase de pena de haber muerto a su hijo, a fin de que la pastora Belisa se diese la muerte viendo muerto a mi padre y a mí; o a lo menos hiciese lo que hizo. Esto hacía el traidor de Alfeo por lo mucho que le pesaba de saber lo que Belisa me quería y lo poco que se daba por él. Pues como esto así fuese hecho, y a Belisa le pareciese que mi padre y yo fuésemos muertos de la forma que he contado, desesperada se salió de casa, y se fue donde hasta ahora no se ha sabido de ella. Esto me contó la pastora Armida; y yo verdaderamente lo creo, por lo que después acá ha sucedido.

    Felismena, que entendió lo que el pastor había dicho, quedó en extremo maravillada, pareciéndole que lo que decía llevaba camino de ser así; y por las señales que en él vio, vino en conocimiento de ser aquel Arsileo, servidor de Belisa, al cual ella tenía por muerto, y dijo entre sí:

    -No sería razón que la fortuna diese contento ninguno a la persona, que lo negase a un pastor que tan bien lo merece y lo ha menester. A lo menos no partiré yo de este lugar, sin dársele tan grande como lo recibirá con las nuevas de su pastora.

    Y llegándose a la puerta de la choza, dijo contra Amarílida:

    -Hermosa pastora, a una sin ventura que ha perdido el camino y aun la esperanza de cobrarle, ¿no le daríais licencia para que pasase la siesta en este vuestro aposento?

    La pastora, cuando la vio, quedó tan espantada de ver su hermosura y gentil disposición, que no supo responderle, empero Arsileo le dijo:

    -Por cierto, pastora, no falta otra cosa para hacer lo que por vos es pedido, sino la posada ser tal como vos la merecéis, pero si de esta manera sois servida, entrá, que no habrá cosa que por serviros no se haga.

    Felismena le respondió:

    -Esas palabras, Arsileo, bien parecen tuyas, mas el contento que yo en paga de ellas te dejaré, me dé Dios a mí en lo que tanto ha que deseo.

    Y diciendo esto se entró en la choza, y el pastor y la pastora se levantaron, haciéndole mucha cortesía y volviéndose a sentar todos, Arsileo le dijo:

    -¿Por ventura, pastora, haos dicho alguno mi nombre, o habéisme visto en alguna parte antes de ahora?

    Felismena le respondió:

    -Arsileo, más sé de ti de lo que te piensas, aunque estés en traje de pastor, muy fuera de como yo te vi cuando en la Academia salmantina estudiabas. Si alguna cosa hay que comer, mándamela dar porque después te diré una cosa que tú muchos días ha que deseas saber.

    -Eso haré yo de muy buena gana -dijo Arsileo- porque ningún servicio se os puede hacer que no quepa en vuestro merecimiento.

    Y descolgando Amarílida y Arsileo sendos zurrones, dieron de comer a Felismena de aquello que para sí tenían. Y después que hubo acabado, deseando Felismena de alegrar a aquel que con tanta tristeza vivía, le empezó a hablar de esta manera:

    -No hay en la vida, ¡oh Arsileo!, cosa que en más se deba tener que la firmeza, y más en corazón de mujer, adonde las menos veces suele hallarse; mas también hallo otra cosa, que las más de las veces son los hombres causa de la poca constancia que con ellos se tiene. Digo esto por lo mucho que debes a una pastora que yo conozco, la cual, si ahora supiese que eres vivo, no creo que habría cosa en la vida que mayor contento le diese.

    Y entonces le comenzó a contar por orden todo lo que había pasado, desde que mató los tres salvajes hasta que vino en casa de la sabia Felicia. En la cual cuenta Arsileo oyó nuevas de la cosa que más quería, con todo lo que con ella habían pasado las ninfas al tiempo que la hallaron durmiendo en la isleta del estanque, como atrás habéis oído, y lo que sintió de saber que la fe que su pastora le tenía jamás su corazón había desamparado, y el lugar cierto donde la había de hallar, fue su contentamiento tan fuera de medida, que estuvo en poco de ponerle a peligro la vida. Y dijo contra Felismena:

    -¿Qué palabras bastarían, hermosa pastora, para encarecer la gran merced que de vos he recibido, o qué obra para podérosla servir? ¡Plega a Dios que el contentamiento que vos me habéis dado, os dé él en todas las cosas que vuestro corazón deseare! ¡Oh mi señora Belisa! ¿Que es posible que tan presto he yo de ver aquellos ojos que tan gran poder en mí tuvieron? ¿Y que después de tantos trabajos me había de suceder tan soberano descanso?

    Y diciendo esto con muchas lágrimas, tomaba las manos a Felismena y se las besaba. Y la pastora Amarílida hacía lo mismo diciendo:

    -Verdaderamente, hermosa pastora, vos habéis alegrado un corazón, el más triste que yo he pensado ver y el que menos merecía estarlo. Seis meses ha que Arsileo vive en esta cabaña la más triste vida que nadie puede pensar. Y unas pastoras que por estos prados repastan sus ganados de cuya compañía yo soy, algunas veces le entrábamos a ver y a consolar, si su mal sufriera consuelo.

    Felismena le respondió:

    -No es el mal de que está doliente de manera que pueda recibir consuelo de otro, sino es de la causa de él o de quien le dé las nuevas que yo ahora le he dado.

    -Tan buenas son para mí, hermosa pastora -le dijo Arsileo- que me han renovado un corazón envejecido en pesares.

    A Felismena se le enterneció el corazón tanto de ver las palabras que el pastor decía, y de las lágrimas que de contento lloraba, cuanto con las suyas dio testimonio. Y de esta manera estuvieron allí toda la tarde hasta que la siesta fue toda pasada, que, despidiéndose Arsileo de las dos pastoras, se partió con mucho contento para el templo de Diana, por donde Felismena le había guiado.

    Silvano y Selvagia, con aquel contento que suelen tener los que gozan después de larga ausencia de la vista de sus amores, caminaban hacia el deleitoso prado donde sus ganados andaban paciendo, en compañía del pastor Sireno, el cual aunque iba ajeno del contentamiento que en ellos veía, también lo iba de la pena que la falta de él suele causar, porque ni él pensaba en querer bien, ni se le daba nada en no ser querido. Silvano le decía:

    -Todas las veces que te miro, amigo Sireno, me parece que ya no eres el que solías, mas antes creo que te has mudado, juntamente con los pensamientos. Por una parte casi tengo piedad de ti, y por otra no me pesa de verte tan descuidado de las desventuras de amor.

    -¿Por qué parte -dijo Sireno- tienes de mí mancilla?

    Silvano le respondió:

    -Porque me parece que estar un hombre sin querer ni ser querido es el más enfadoso estado que puede ser en la vida.

    -No ha muchos días -dijo Sireno- que tú entendías eso muy al revés; plega a Dios que en este mal estado me sustente a mí la fortuna, y a ti en el contento que recibes con la vista de Selvagia, que puesto caso que se te pueda haber envidia de amar y ser amado de tan hermosa pastora, yo te aseguro que la fortuna no se descuide de templaros el contento que recibís con vuestros amores.

    Selvagia dijo entonces:

    -No será tanto el mal que ella con sus desvariados sucesos nos puede hacer, cuanto es el bien de verme tan bien empleada.

    Sireno le respondió:

    -¡Ah Selvagia!, que yo me he visto tan bien querido cuanto nadie puede verse y tan sin pensamiento de ver fin a mis amores, como vosotros lo estáis ahora. Mas nadie haga cuenta sin la fortuna, ni fundamento sin considerar las mudanzas de los tiempos. Mucho debo a la sabia Felicia; Dios se lo pague, que nunca yo pensé poder contar mi mal en tiempo que tan poco lo sintiese.

    -En mayor deuda le soy yo -dijo Selvagia-, pues fue causa que quisiese bien a quien yo jamás dejé de ver delante mis ojos.

    Silvano dijo, volviendo los suyos hacia ella:

    -Esa deuda, esperanza mía, yo soy el que con más razón la debía pagar, a ser cosa que con la vida pagar se pudiera.

    -Esa os dé Dios, mi bien -dijo Selvagia-, porque sin ella la mía sería muy excusada.

    Sireno, viendo las amorosas palabras que se decían, medio riendo les dijo:

    -No me parece mal que cada uno se sepa pagar tan bien que ni quiera quedar en deuda ni que le deban, y aun lo que me parece es que según las palabras que uno a otro os decís, sin yo ser el tercero, sabríais tratar vuestros amores.

    En estas y otras razones pasaban los nuevos enamorados y el descuidado Sireno el trabajo de su camino, al cual dieron fin al tiempo que el sol se quería poner, y antes que llegasen a la fuente de los alisos, oyeron una voz de una pastora que dulcemente cantaba; la cual fue luego conocida, porque Silvano, en oyéndola, les dijo:

    -Sin duda es Diana la que junto a la fuente de los alisos canta.

    Selvagia respondió:

    -Verdaderamente aquella es; metámonos entre los mirtos que están junto a ella porque mejor podamos oírla.

    Sireno les dijo:

    -Sea como vosotros lo ordenareis, aunque tiempo fue que me diera mayor contento su música y aun su vista, que no ahora.

    Y entrándose todos tres por entre los espesos mirtos, ya que el sol se quería poner, vieron junto a la fuente a la hermosa Diana con tan grande hermosura que, como si nunca la hubieran visto, así quedaron admirados: tenía sueltos sus hermosos cabellos y tomados atrás con una cinta encarnada que por medio de la cabeza los repartía, los ojos puestos en el suelo y otras veces en la clara fuente, y limpiando algunas lágrimas que de cuando en cuando le corrían, cantaba este romance:



    Cuando yo triste nací,
luego nací desdichada;
luego los hados mostraron
mi suerte desventurada.

    El sol escondió sus rayos, 5
la luna quedó eclipsada,
murió mi madre en pariendo,
moza hermosa y mal lograda.

    El ama que me dio leche
jamás tuvo dicha en nada, 10
ni menos la tuve yo,
soltera ni desposada.

    Quise bien y fui querida,
olvidé y fui olvidada,
esto causó un casamiento 15
que a mí me tiene cansada.

    Casara yo con la tierra,
no me viera sepultada
entre tanta desventura,
que no puede ser contada. 20

    Moza me casó mi padre,
de su obediencia forzada,
puse a Sireno en olvido,
que la fe me tenía dada.

    Pago también mi descuido 25
cual no fue cosa pagada;
celos me hacen la guerra
sin ser en ellos culpada.

    Con celos voy al ganado,
con celos a la majada, 30
y con celos me levanto
continuo a la madrugada.

    Con celos como a su mesa
y en su cama soy acostada,
si le pido de qué ha celos 35
no sabe responder nada.

    Jamás tiene el rostro alegre,
siempre la cara inclinada,
los ojos por los rincones,
la habla triste y turbada. 40

    ¿Cómo vivirá la triste
que se ve tan mal casada?


    A tiempo pudiera tomar a Sireno el triste canto de Diana con las lágrimas que derramaba cantando, y la tristeza de que su rostro daba testimonio, que al pastor pusieran en riesgo de perder la vida, sin ser nadie parte para remediarle; mas como ya su corazón estaba libre de tan peligrosa prisión, ningún contento recibió con la vista de Diana, ni pena con sus tristes lamentaciones. Pues el pastor Silvano no tenía, a su parecer, por qué pesarle de ningún mal que a Diana sucediese, visto cómo ella jamás se había dolido de lo que a su causa había pasado. Sola Selvagia le ayudó con lágrimas, temerosa de su fortuna. Y dijo contra Sireno:

    -Ninguna perfección ni hermosura puede dar la naturaleza que con Diana largamente no la haya repartido, porque su hermosura no creo yo que tiene par, su gracia, su discreción, con todas las otras partes que una pastora debe tener. Nadie le hace ventaja, sola una cosa le faltó de que yo siempre le hube miedo, y esto es la ventura, pues no quiso darle compañía con que pudiese pasar la vida con el descanso que ella merece.

    Sireno respondió:

    -Quien a tantos le ha quitado, justa cosa es que no le tenga. Y no digo esto porque no me pese del mal de esta pastora, sino por la grandísima causa que tengo de deseársele.

    -No digas eso -dijo Selvagia- que yo no puedo creer que Diana te haya ofendido en cosa alguna. ¿Qué ofensa te hizo ella en casarse, siendo cosa que estaba en la voluntad de su padre y deudos, más que en la suya? Y después de casada, ¿qué pudo hacer por lo que tocaba a su honra, sino olvidarte? Cierto, Sireno, para quejarte de Diana, más legítimas causas había de haber que las que hasta ahora hemos visto.

    Silvano dijo:

    -Por cierto, Sireno, Selvagia tiene tanta razón en lo que dice que nadie con ella se lo puede contradecir. Y si alguno con causa se puede quejar de su ingratitud, yo soy, pues la quise todo lo que se puede querer; y tuvo tan mal conocimiento como fue el tratamiento que viste que siempre me hacía.

    Selvagia respondió, poniendo en él unos amorosos ojos, y dijo:

    -Pues no erais vos, mi pastor, para ser mal tratado que ninguna pastora hay en el mundo que no gane mucho en que vos la queráis.

    A este tiempo, Diana sintió que cerca de ella hablaban, porque los pastores se habían descuidado algo de hablar de manera que ella no les oyese; y levantándose en pie, miró entre los mirtos, y conoció los pastores y pastora que entre ellos estaba asentada, los cuales, viendo que habían sido vistos, se vinieron a ella, y la recibieron con mucha cortesía. Y ella a ellos, con muy gran comedimiento, preguntándoles adónde habían estado. A lo cual ellos respondieron con otras palabras y otros movimientos de rostro de lo que le respondían a lo que ella solía preguntarles, cosa tan nueva para Diana que, puesto caso que los amores de ninguno de ellos le diesen pena, en fin le pesó de verlos tan otros de lo que solían, y más cuando entendió en los ojos de Silvano el contentamiento que los de Selvagia le daban. Y porque era ya hora de recogerse y el ganado tomaba su acostumbrado camino hacia la aldea, ellos se fueron tras él, y la hermosa Diana dijo contra Sireno:

    -Muchos días ha, pastor, que por este valle no te he visto.

    -Más ha -dijo Sireno- que a mí me iba la vida que no me viese quien tan mala me la ha dado; mas en fin no da poco contento hablar en la fortuna pasada el que ya se halla en seguro puerto.

    -¿En seguro te parece -dijo Diana- el estado en que ahora vives?

    -No debe ser muy peligroso -dijo Sireno-, pues yo oso hablar delante de ti de esta manera.

    Diana respondió:

    -Nunca yo me acuerdo verte por mí tan perdido que tu lengua no tuviese la libertad que ahora tiene.

    Sireno le respondió:

    -Tan discreta eres en imaginar eso, como en todas las otras cosas.

    -¿Por qué causa? -dijo Diana.

    -Porque no hay otro remedio -dijo Sireno- para que tú no sientas lo que perdiste en mí, sino pensar que no te quería yo tanto que mi lengua dejase de tener la libertad que dices. Mas con todo eso, plega a Dios, hermosa Diana, que siempre te dé tanto contento cuanto en algún tiempo me quitaste, que puesto caso que ya nuestros amores sean pasados, las reliquias que en el alma me han quedado bastan para desearte yo todo el contentamiento posible.

    Cada palabra de estas para Diana era arrojarle una lanza, que Dios sabe si quisiera ella más ir oyendo quejas, que creyendo libertades, y aunque respondía a todas las cosas que los pastores le decían con un cierto descuido, y se aprovechaba de toda su discreción para no darles a entender que le pesaba de verlos tan libres, todavía se entendía muy bien el descontento que sus palabras le daban. Y hablando en estas y otras cosas, llegaron a la aldea, a tiempo que de todo punto el sol había escondido sus rayos y, despidiéndose unos de otros, se fueron a sus posadas.

    Pues volviendo a Arsileo, el cual con grandísimo contentamiento y deseo de ver su pastora, caminaba hacia el bosque donde el templo de la diosa Diana estaba, llegó junto a un arroyo que cerca del suntuoso templo por entre unos verdes alisos corría, a la sombra de los cuales se asentó, esperando que viniese por allí alguna persona con quien hiciese saber a Belisa de su venida, porque le parecía peligroso darle algún sobresalto, teniéndolo ella por muerto. Por otra parte, el ardiente deseo que tenía de verla no le daba lugar a ningún reposo. Estando el pastor consultando consigo mismo el consejo que tomaría, vio venir hacia sí una ninfa de admirable hermosura, con un arco en la mano y una aljaba al cuello, mirando a una y a otra parte si veía alguna caza en que emplear una aguda saeta que en el arco traía puesta. Y cuando vio al pastor, se fue derecha a él, y él se levantó y le hizo el acatamiento que a tan hermosa ninfa debía hacerse. Y de la misma manera fue de ella recibido porque esta era la hermosa Polidora, una de las tres que Felismena y los pastores libraron de poder de los salvajes, y muy aficionada a la pastora Belisa.

    Pues volviéndose ambos a sentar sobre la verde hierba, Polidora le preguntó de qué tierra era y la causa de su venida. A lo cual Arsileo respondió:

    -Hermosa ninfa, la tierra donde yo nací me ha tratado de manera que parece que me hago agravio en llamarla mía, aunque por otra parte le debo más de lo que yo sabría encarecer. Y para que yo te diga la causa que tuvo la fortuna de traerme a este lugar, sería menester que primero me dijeses si eres de la compañía de la sabia Felicia, en cuya casa me dicen que está la hermosa pastora Belisa, causa de mi destierro y de toda la tristeza que la ausencia me ha hecho sufrir.

    Polidora le respondió:

    -De la compañía de la sabia Felicia soy, y la mayor amiga de esa pastora que has nombrado que ella en la vida puede tener. Y para que también me tengas en la misma posesión, si aprovechase algo, te aconsejaría que siendo posible olvidarla, que lo hicieses, porque tan imposible es el remedio de tu mal como del que ella padece, pues la dura tierra come ya aquel de quien con tanta razón lo esperaba.

    Arsileo le respondió:

    -¿Será por ventura ese que dices que la tierra come su servidor Arsileo?

    -Sí, por cierto -dijo Polidora- ese mismo es el que ella quiso más que a sí y el que con más razón podemos llamar desdichado después de ti, pues tienes puesto el pensamiento en lugar donde el remedio es imposible, que puesto caso que jamás fui enamorada, yo tengo por averiguado que no es tan grande mal la muerte, como el que debe padecer la persona que ama a quien tiene la voluntad empleada en otra parte.

    Arsileo le respondió:

    -Bien creo, hermosa ninfa, que según la constancia y bondad de Belisa no será parte la muerte de Arsileo para que ella ponga el pensamiento en otra cosa, y que no habría nadie en el mundo que de su pensamiento le quitase. Y en ser esto así consiste toda mi bienaventuranza.

    -¿Cómo, pastor -le dijo Polidora- queriéndola tú de la manera que dices, está tu felicidad en que ella tenga en otra parte tan firme el pensamiento? Esa es la más nueva manera de amor que yo hasta ahora he oído.

    Arsileo le respondió:

    -Para que no te maravilles, hermosa ninfa, de mis palabras ni de mi suerte del amor que a mi señora Belisa tengo, está un poco atenta y contarte he lo que tú jamás pensaste oír, aunque el principio de ello te debe haber contado esa tu amiga y señora de mi corazón.

    Y luego le contó desde el principio de sus amores hasta el engaño de Alfeo con los encantamientos que hizo, y todo lo demás que de estos amores hasta entonces había sucedido de la manera que atrás le he contado, lo cual contaba el pastor, ahora con lágrimas causadas de traer a la memoria sus desventuras pasadas, ahora con suspiros que del alma le salían, imaginando lo que en aquellos pasos su señora Belisa podía sentir. Y con las palabras y movimientos del rostro daba tan grande espíritu a lo que decía, que a la ninfa Polidora puso en grande admiración; mas cuando entendió que aquel era verdaderamente Arsileo, el contento que de esto recibió no se atrevía darlo a entender con palabras ni aun le parecía que podría hacer más que sentirlo. ¡Ved qué se podía esperar de la desconsolada Belisa cuando lo supiese! Pues poniendo los ojos en Arsileo, no sin lágrimas de grandísimo contentamiento, le dijo:

    -Quisiera yo, Arsileo, tener tu discreción y claridad de ingenio para darte a entender lo que siento del alegre suceso que a mi Belisa le ha solicitado la fortuna, porque de otra manera sería excusado pensar yo que tan bajo ingenio como el mío, podría darlo a entender. Siempre yo tuve creído que en algún tiempo la tristeza de mi Belisa se había de volver en grandísima alegría, porque su hermosura y discreción, juntamente con la grandísima fe que siempre te ha tenido, no merecía menos. Mas por otra parte, tuve temor que la fortuna no tuviese cuenta con darle lo que yo tanto le deseaba, porque su condición es lo más de las veces traer los sucesos muy al revés del deseo de los que quieren bien. ¡Dichoso te puedes llamar, Arsileo, pues mereciste ser querido en la vida, de manera que en la muerte no pudieses ser olvidado! Y porque no se sufre dilatar mucho tan gran contentamiento a un corazón que tan necesitado de él está, dame licencia para que yo vaya a dar tan buenas nuevas a tu pastora como son las de tu vida y su desengaño. Y no te vayas de este lugar hasta que yo vuelva con la persona que tú más deseas ver, y con más razón te lo merece.

    Arsileo le respondió:

    -Hermosa ninfa, de tan gran discreción y hermosura como la tuya no se puede esperar sino todo el contento del mundo. Y pues tanto deseas dármele, haz en ello tu voluntad, que por ella me pienso regir, así en esto como en lo demás que sucediere.

    Y despidiéndose uno de otro, Polidora se partió a dar la nueva a Belisa, y Arsileo la quedó esperando a la sombra de aquellos alisos, el cual por entretener el tiempo en algo, como suelen hacer las personas que esperan alguna cosa que gran contento les dé, sacó su rabel y comenzó a cantar de esta manera:



    Ya dan vuelta el amor y la fortuna,
y una esperanza muerta o desmayada
la esfuerza cada uno, y la asegura.

    Ya dejan infortunios la posada
de un corazón en fuego consumido, 5
y una alegría viene no pensada.

    Ya quita el alma el luto y el sentido;
la posada apareja a la alegría,
poniendo en el pesar eterno olvido.

    Cualquiera mal de aquellos que solía 10
pasar cuando reinaba mi tormento,
y en un fuego de ausencia me encendía,

    a todos da fortuna tal descuento
que no fue tanto el mal del mal pasado,
cuanto es el bien del bien que ahora siento. 15

    Volved mi corazón sobresaltado
de mil desasosiegos, mil enojos;
sabed gozar siquiera un buen estado.

    Dejad vuestro llorar, cansados ojos,
que presto gozaréis de ver aquella 20
por quien gozó el amor de mis despojos.

    Sentidos que buscáis mi clara estrella,
enviando acá y allá los pensamientos,
a ver lo que sentís delante de ella.

    Afuera soledad y los tormentos 25
sentidos a su causa, y dejen de esto
mis fatigados miembros muy exentos.

    ¡Oh tiempo, no te pares, pasa presto!,
¡fortuna, no le estorbes su venida!,
¡ay Dios, que aún me quedó por pasar esto! 30

    Ven, mi pastora dulce, que la vida
que tú pensaste que era ya acabada,
está para servirte apercibida.

    ¿No vienes, mi pastora deseada?
¡Ay Dios! ¡Si la ha topado o se ha perdido 35
en esta selva, de árboles poblada!

    ¡Oh si esta ninfa que de aquí se ha ido,
quizá que se olvidó de ir a buscarla !
Mas no, tal voluntad no sufre olvido.

    Tú sola eres, pastora, adonde halla 40
mi alma su descanso y su alegría.
¿Por qué no vienes presto a asegurarla?

    ¿No ves cómo se va pasando el día?
Y si se pasa acaso sin yo verte,
yo volveré al tormento que solía, 45
y tú, de veras, llorarás mi muerte.


    Cuando Polidora se partió de Arsileo, no muy lejos de allí topó a la pastora Belisa, que en compañía de las dos ninfas Cintia y Dórida, se andaban recreando por el espeso bosque; y como ellas la viesen venir con grande prisa, no dejaron de alborotarse, pareciéndoles que venía huyendo de alguna cosa de que ellas también les cumpliese huir. Ya que hubo llegado un poco más cerca, la alegría que en su hermoso rostro vieron las aseguró; y, llegando a ellas, se fue derecho a la pastora Belisa y, abrazándola, con grandísimo gozo y contentamiento, le dijo:

    -Este abrazo, hermosa pastora, si vos supieseis de qué parte viene, con mayor contento le recibiríais del que ahora tenéis.

    Belisa le respondió:

    -De ninguna parte, hermosa ninfa, él puede venir que yo en tanto le tenga como es de la vuestra, que la parte de que yo lo pudiera tener en más, ya no es en el mundo; ni aun yo debería querer vivir, faltándome todo el contento que la vida me podía dar.

    -Esa vida espero yo en Dios -dijo Polidora- que vos de aquí adelante tendréis con más alegría de la que podéis pensar; y sentémonos a la sombra de este verde aliso, que grandes cosas traigo que deciros.

    Belisa y las ninfas se asentaron, tomando en medio a Polidora, la cual dijo a Belisa:

    -Dime, hermosa pastora, ¿tienes tú por cierta la muerte de Arsenio y Arsileo?

    Belisa le respondió sin poder tener las lágrimas:

    -Téngola por tan cierta como quien con sus mismos ojos vio al uno atravesado con una saeta, y al otro matarse con su misma espada.

    -¿Y qué dirías -dijo Polidora- a quien te dijese que esos dos que tú viste muertos son vivos y sanos como tú lo eres?

    -Respondería yo a quien eso me dijese -dijo Belisa- que tendría deseo de renovar mis lágrimas trayéndomelos a la memoria, o que gustaba de burlarse de mis trabajos.

    -Bien segura estoy -dijo Polidora- que tú eso pienses de mí, pues sabes que me han dolido más que a ninguna persona que tú los hayas contado. Mas, dime: ¿quién es un pastor de tu tierra que se llama Alfeo?

    Belisa respondió:

    -El mayor hechicero y encantador que hay en nuestra Europa; y aun algún tiempo se preciaba él de servirme. Es hombre, hermosa ninfa, que todo su trato y conversación es con los demonios, a los cuales él hace tomar la forma que quiere. De tal manera que muchas veces pensáis que con una persona a quien conocéis estáis hablando, y vos habláis con el demonio a quien él hace tomar aquella figura.

    -Pues has de saber, hermosa pastora -dijo Polidora- que ese mismo Alfeo, con sus hechicerías, ha dado causa al engaño en que hasta ahora has vivido y a las infinitas lágrimas que por esta causa has llorado, porque, sabiendo él que Arsileo te había de hablar aquella noche que entre vosotros estaba concertado, hizo que dos espíritus tomasen las figuras de Arsileo y su padre; y queriéndote Arsileo hablar, pasase delante de ti lo que viste, porque pareciéndote que eran muertos, desesperases o a lo menos hicieses lo que hiciste.

    Cuando Belisa oyó lo que la hermosa Polidora le había dicho, quedó tan fuera de sí que por un rato no supo responderle, pero volviendo en sí le dijo:

    -Grandes cosas, hermosa ninfa, me has contado, si mi tristeza no me estorbase creerlas. Por lo que dices que me quieres, te suplico que me digas de quién has sabido que los dos que yo vi delante de mis ojos muertos no eran Arsenio y Arsileo.

    -¿De quién? -dijo Polidora-. Del mismo Arsileo.

    -¿Cómo Arsileo? -respondió Belisa-. ¿Que es posible que el mi Arsileo está vivo y en parte que te lo pudiese contar?

    -Yo te diré cuán posible es -dijo Polidora-, que si vienes conmigo antes que lleguemos a aquellas tres hayas que delante de los ojos tienes, te lo mostraré.

    -¡Ay, Dios! -dijo Belisa-. ¿Qué es esto que oigo? ¿Que es verdad que está allí todo mi bien? Pues ¿qué haces, hermosa ninfa, que no me llevas a verle? No cumples con el amor que dices que siempre me has tenido.

    Esto decía la hermosa pastora con una mal segura alegría y con una dudosa esperanza de lo que tanto deseaba; mas levantándose Polidora y tomándola por la mano, juntamente con las ninfas Cintia y Dórida, que de placer no cabían en ver el buen suceso de Belisa, se fueron hacia el arroyo donde Arsileo estaba. Y antes que allá llegasen, un templado aire que de la parte de donde estaba Arsileo venía, les hirió con la dulce voz del enamorado pastor en los oídos, el cual, aun a este tiempo, no había dejado la música, mas antes comenzó de nuevo a cantar este mote antiguo con la glosa que él mismo allí a su propósito hizo:



Ven, ventura, ven y tura
G L O S A

    ¡Qué tiempos, qué movimientos,
qué caminos tan extraños,
qué engaños, qué desengaños,
qué grandes contentamientos
nacieron de tantos daños! 5

    Todo lo sufre una fe
y un buen amor lo asegura
y pues que mi desventura
ya de enfadada se fue
ven, ventura, ven y tura. 10

    Sueles, ventura, moverte
con ligero movimiento,
y si en darme este contento
no imaginas tener suerte,
más me vale mi tormento. 15

    Que si te vas, al partir
falta el seso y la cordura,
mas si para estar segura
te determinas venir,
ven, ventura, ven y tura. 20

    Si es en vano mi venida,
si acaso vivo engañado,
que todo teme un cuitado,
¿no fuera perder la vida
consejo más acertado? 25

    ¡Oh temor! Eres extraño;
siempre el mal se te figura,
mas ya que en tal hermosura
no puede caber engaño,
ven, ventura, ven y tura. 30


    Cuando Belisa oyó la música de su Arsileo, tan gran alegría llegó a su corazón que sería imposible saberlo decir, y acabando de todo punto de dejar la tristeza que el alma le tenía ocupada, de adonde procedía su hermoso rostro, no mostrar aquella hermosura de que la naturaleza tanta parte le había dado, ni aquel aire y gracia, causa principal de los suspiros del su Arsileo, dijo con una tan nueva gracia y hermosura que las ninfas dejó admiradas:

    -¡Esta, sin duda, es la voz del mi Arsileo! Si es verdad que no me engaño en llamarle mío...

    Cuando el pastor vio delante de sus ojos la causa de todos sus males pasados, fue tan grande el contentamiento que recibió que los sentidos, no siendo parte para comprenderle en aquel punto, se le turbaron, de manera que por entonces no pudo hablar. Las ninfas, sintiendo lo que en Arsileo había causado la vista de la pastora, se llegaron a él a tiempo que, suspendiendo el pastor por un poco lo que el contentamiento presente le causaba, con muchas lágrimas decía:

    -¡Oh pastora Belisa, con qué palabras podré yo encarecer la satisfacción que la fortuna me ha hecho de tantos y tan desusados trabajos, como a causa tuya he pasado! ¡Oh quién me dará un corazón nuevo y no tan hecho a pesares como el mío para recibir un gozo tan extremado como el que tu vista me causa! ¡Oh fortuna, ni yo tengo más que te pedir, ni tú tienes más que darme! Sola una cosa te pido, ya que tienes por costumbre no dar a nadie ningún contento extremado sin darle algún disgusto en cuenta de él: que con pequeña tristeza y de cosa que duela poco me sea templada la gran fuerza de la alegría que en este día me diste. ¡Oh hermosas ninfas! ¿En cúyo poder había de estar tan gran tesoro sino en el vuestro? ¿O adónde pudiera él estar mejor empleado? Alégrense vuestros corazones con el gran contentamiento que el mío recibe, que si algún tiempo quisisteis bien, no os parecerá demasiado. ¡Oh hermosa pastora! ¿Por qué no me hablas? ¿Hate pesado por ventura de ver al tu Arsileo? ¿Ha turbado tu lengua el pesar de haberlo visto o el contentamiento de verle? Respóndeme, porque no sufre lo que te quiero estar yo dudoso de cosa tuya.

    La pastora entonces le respondió:

    -Muy poco sería el contento de verte, ¡oh Arsileo!, si yo con palabras pudiese decirlo. Conténtate con saber el extremo en que tu fingida muerte me puso, y por él verás la gran alegría en que tu vida me pone.

    Y viniéndole a la pastora, al postrero punto de estas palabras, las lágrimas a los ojos, calló lo más que decir quisiera; a las cuales las ninfas, enternecidas de las blandas palabras que los dos amantes se debían, les ayudaron. Y porque la noche se les acercaba, se fueron todos juntos hacia la casa de Felicia, contándose uno a otro lo que hasta allí habían pasado. Y Belisa preguntó a Arsileo por su padre Arsenio; y él respondió que en sabiendo que ella era desaparecida se había recogido en una heredad suya, que está en el camino adonde vivía, con toda la quietud posible, por haber puesto todas las cosas del mundo en olvido, de que Belisa en extremo se holgó. Y así llegaron en casa de la sabia Felicia, donde fueron muy bien recibidos. Y Belisa le besó muchas veces las manos, diciendo que ella había sido causa de su buen suceso; y lo mismo hizo Arsileo, a quien Felicia mostró gran voluntad de hacer siempre por él lo que en ella fuese.


 
 

Fin del quinto libro de la Diana


Libro sexto


    Después que Arsileo se partió, quedó Felismena con Amarílida, la pastora que con él estaba, pidiéndole una a otra cuenta de sus vidas, cosa muy natural de las que en semejantes partes se hallan. Y estando Felismena contando a la pastora la causa de su venida, llegó a la choza un pastor de muy gentil disposición y arte, aunque la tristeza parecía que le traía encubierta gran parte de ella. Cuando Amarílida le vio, con la mayor presteza que pudo, se levantó para irse, mas Felismena le trabó de la saya, sospechando lo que podía ser y le dijo:

    -No sería justo, hermosa pastora, que ese agravio recibiese de ti, quien tanto deseo tiene de servirte como yo.

    Mas como ella porfiase de irse de allí, el pastor con muchas lágrimas decía:

    -Amarílida, no quiero que teniendo respecto a lo que me haces sufrir, te duelas de este desventurado pastor, sino que tengas cuenta con tu gran valor y hermosura, y con que no hay cosa en la vida que peor esté a una pastora de tu cualidad que tratar mal a quien tanto le quiere. Mira, Amarílida mía, estos cansados ojos que tantas lágrimas han derramado, y verás la razón que los tuyos tienen de no mostrarse airados contra este sin ventura pastor. ¡Ay, que me huyes por no ver la razón que tienes de aguardarme! Espera, Amarílida, óyeme lo que te digo y siquiera, no me respondas. ¿Qué te cuesta oír a quien tanto le ha costado verte?

    Y volviéndose a Felismena con muchas lágrimas le pedía que no le dejase ir; la cual importunaba con muy blandas palabras a la pastora que no tratase tan mal a quien mostraba quererle más que a sí y que le escuchase lo que quería decirle, pues que en escucharle aventuraba tan poco. Mas Amarílida respondió:

    -Hermosa pastora, no me mandéis oír a quien da más crédito a sus pensamientos que a mis palabras. Cata que este que delante de ti está, es uno de los desconfiados pastores que se sabe y de los que mayor trabajo dan a las pastoras que quieren bien.

    Filemón dijo contra Felismena:

    -Yo quiero, hermosa pastora, que seas el juez entre mí y Amarílida y si yo tengo culpa del enojo que conmigo tiene, quiero perder la vida. Y si ella la tuviere, no quiero otra cosa sino que conozca lo que me debe.

    -De perder tú la vida -dijo Amarílida- yo estoy bien segura porque ni a ti te quieres tanto mal que lo hagas, ni a mí tanto bien que por mi causa te pongas en esa aventura. Mas yo quiero que esta hermosa pastora juzgue, vista mi razón y la tuya, cuál es más digno de culpa entre los dos.

    -Sea así -dijo Felismena- y sentémonos al pie de esta verde haya junto al prado florido que delante los ojos tenemos porque quiero ver la razón que cada uno tiene de quejarse del otro.

    Después que todos se hubieron sentado sobre la verde hierba, Filemón comenzó a hablar de esta manera:

    -Hermosa pastora, confiado estoy que si acaso has sido tocada de amores, conocerás la poca razón que Amarílida tiene de quejarse de mí y de sentir tan mal de la fe que le tengo, que venga a imaginar lo que nadie de su pastor imaginó. Has de saber, hermosa pastora, que cuando yo nací (y aun ante mucho que naciese), los hados me destinaron para que amase a esta hermosa pastora que delante mis tristes y tus hermosos ojos está; y a esta causa he respondido con el efecto de tal manera que no creo que hay amor como el mío, ni ingratitud como la suya. Sucedió, pues, que, sirviéndola desde mi niñez lo mejor que yo he sabido, habrá como cinco o seis meses que mi desventura aportó por aquí a un pastor llamado Arsileo, el cual buscaba una pastora que se llama Belisa, que por cierto mal suceso anda por estos bosques desterrada. Y como fuese tanta su tristeza, sucedió que esta cruel pastora que aquí ves, o por mancilla que tuvo de él o por la poca que tiene de mí, o por lo que ella se sabe, jamás la he podido apartar de su compañía. Y si acaso le hablaba en ello parecía que me quería matar, porque aquellos ojos que allí veis no causan menos espanto, cuando miran estando airados, que alegría cuando están serenos. Pues como yo estuviese tan ocupado el corazón, de grandísimo amor, el alma de una afición jamás oída, el entendimiento de los mayores celos que nunca nadie tuvo, quejábame a Arsileo con suspiros, y a la tierra con amargo llanto, mostrando la sinrazón que Amarílida me hacía, hale causado tan grande aborrecimiento haber yo imaginado cosa contra su honestidad que, por vengarse de mí ha perseverado en ello hasta ahora, y no tan solamente hace esto, mas en viéndome delante sus ojos, se va huyendo como la medrosa cierva de los hambrientos lebreles. Así que por lo que debes a ti misma, te pido que juzgues si es bastante la causa que tiene de aborrecerme y si mi culpa es tan grave que merezca por ella ser aborrecido.

    Acabado Filemón de dar cuenta de su mal y de la sinrazón que su Amarílida le hacía, la pastora Amarílida comenzó a hablar de esta manera:

    -Hermosa pastora, haberme Filemón, que ahí está, querido bien, o a lo menos haberlo mostrado, sus servicios han sido tales, que me sería mal contado decir otra cosa; pero si yo también he desechado por causa suya el servicio de otros muchos pastores que por estos valles repastan sus ganados y zagales a quien naturaleza no ha dotado de menos gracia que a otros, él mismo puede decirlo, porque las muchas veces que yo he sido recuestada y las que he tenido la firmeza que a su fe debía, no creo que ha sido muy lejos de su presencia, mas no había de ser esto parte para que él tuviese tan en poco que imaginase de mí cosa contra lo que a mí misma soy obligada; porque si es así y él lo sabe, que a muchos que por mí se perdían yo he desechado por amor de él, ¿cómo había yo de desechar a él por otro? O pensaba en ál o en mis amores. Cien mil veces me ha Filemón acechado, no perdiendo pisada de las que el pastor Arsileo y yo dábamos por este hermoso valle, mas él mismo diga si algún día oyó que Arsileo me dijese cosa que supiese a amores o yo si le respondía alguna que lo pareciese. ¿Qué día me vio hablar Filemón con Arsileo que entendiese de mis palabras otra cosa que consolarle de tan grave mal como padecía? Pues si esto había de ser causa que sospechase mal de su pastora, ¿quién mejor puede juzgarlo que él mismo? Mira, hermosa ninfa, cuán entregado estaba a sospechas falsas y dudosas imaginaciones que jamás mis palabras pudieron satisfacerle ni acabar con él que dejase de ausentarse de este valle pensando él que con ausencia daría fin a mis días, engañose porque antes me parece que lo dio al contentamiento de los suyos. Y lo bueno es que aun no se contentaba Filemón de tener celos de mí, que tan libre estaba, como tú, hermosa pastora, habrás entendido, mas aun lo publicaba en todas las fiestas, bailes, luchas que entre los pastores de esta sierra se hacían. Y esto ya tú conoces si venía en mayor daño de mi honra que de su contentamiento. En fin, él se ausentó de mi presencia, y pues tomó por medicina de su mal cosa que más se lo ha acrecentado, no me culpe si me he sabido mejor aprovechar del remedio de lo que él ha sabido tomarle. Y pues tú, hermosa pastora, has visto el contentamiento que yo recibí en que dijeses al desconsolado Arsileo nuevas de su pastora, y que yo misma fui la que le importuné que luego fuese a buscarla, claro está que no podía haber entre los dos cosa de que pudiésemos ser tan mal juzgados como este pastor inconsideradamente nos ha juzgado. Así que esta es la causa de yo me haber resfriado del amor que a Filemón tenía, y de no me querer más poner a peligro de sus falsas sospechas, pues me ha traído mi buena dicha a tiempo que, sin forzarme a mí misma, pudiese muy bien hacerlo.

    Después que Amarílida hubo mostrado la poca razón que el pastor había tenido de dar crédito a sus imaginaciones y la libertad en que el tiempo le había puesto, cosa muy natural de corazones exentos, el pastor le respondió de esta manera:

    -No niego yo, Amarílida, que tu bondad y discreción no basta para disculparte de cualquiera sospecha, mas ¿quieres tú, por ventura, hacer novedades en amores y ser inventora de otros nuevos efectos de los que hasta ahora hemos visto? ¿Cuándo quiso bien un amador que cualquiera ocasión de celos, por pequeña que fuese, no le atormentase el alma, cuanto más siendo tan grande como la que tú con la larga conversación y amistad de Arsileo, me ha dado? ¿Piensas tú, Amarílida, que para los celos son menester certidumbres? Pues engáñaste, que las sospechas son las principales causas de tenerlos. Creer yo que querías bien a Arsileo por vía de amores, no era mucho, pues el publicarlo yo, tampoco era de manera que tu honra quedase ofendida; cuanto más que la fuerza de amor era tan grande que me hacía publicar el mal de que me temía. Y puesto caso que tu bondad me asegurase cuando a hurto de mis sospechas la consideraba, todavía tenía temor de lo que me podía suceder si la conversación iba delante. Cuanto a lo que dices que yo me ausenté, no lo hice por darte pena, sino por ver si en la mía podría haber algún remedio, no viendo delante mis ojos a quien tan grande me la daba y también porque mis importunidades no te la causasen. Pues si en buscar remedio para tan grave mal, fui contra lo que te debía, ¿qué más pena que la que tu ausencia me hizo sentir? ¿O qué más muestra de amor que no ser ella causa de olvidarte? ¿Y qué mayor señal del poco que conmigo tenías que haberle tú perdido de todo punto con mi ausencia? Si dices que jamás quisiste bien a Arsileo, aun eso me da a mí mayor causa de quejarme, pues por cosa en que tan poco te iba, dejabas a quien tanto te deseaba servir. Así que tanto mayor queja tengo de ti, cuanto menos fue el amor que a Arsileo has tenido. Estas son, Amarílida, las razones, y otras muchas que no digo que en mi favor puedo traer; las cuales no quiero que me valgan, pues en caso de amores suelen valer tan poco. Solamente te pido que tu clemencia y la fe que siempre te he tenido estén, pastora, de mi parte, porque si esta me falta, ni en mis males podrá haber fin, ni medio en tu condición.

    Y con esto el pastor dio fin a sus palabras y principio a tantas lágrimas que bastaron juntamente con los ruegos, y sentencia que en este caso Felismena dio, para que el duro corazón de Amarílida se ablandase, y el enamorado pastor volviese en gracia de su pastora; de lo cual quedó tan contento como nunca jamás lo estuvo, y aun Amarílida no poco gozosa de haber mostrado cuán engañado estaba Filemón en las sospechas que de ella tenía. Y después de haber pasado allí aquel día con muy gran contentamiento de los dos confederados amadores, y con mayor desasosiego de la hermosa Felismena, ella otro día por la mañana se partió de ellos, después de muy grandes abrazos y prometimientos de procurar siempre la una de saber del buen suceso de la otra.

    Pues Sireno, muy libre del amor, Selvagia y Silvano, muy más enamorados que nunca, la hermosa Diana muy descontenta del triste suceso de su camino, pasaba la vida apacentando su ganado por la ribera del caudaloso Ezla, adonde muchas veces, topándose unos a otros, hablaban en lo que mayor contento les daba. Y estando un día la discreta Selvagia con el su Silvano junto a la fuente de los alisos, llegó acaso la pastora Diana, que venía en busca de un cordero que de la manada se le había huido, el cual Silvano tenía atado a un mirto, porque cuando allí llegaron, le halló bebiendo en la clara fuente y por la marca conoció ser de la hermosa Diana. Pues siendo, como digo, llegada y recibida de los dos nuevos amantes con gran cortesía, se asentó entre la verde hierba, arrimada a uno de los alisos que la fuente rodeaban y después de haber hablado en muchas cosas, le dijo Silvano:

    -¿Cómo, hermosa Diana, no nos preguntas por Sireno?

    Diana entonces le respondió:

    -Como no querría tratar de cosas pasadas por lo mucho que me fatigan las presentes, tiempo fue que preguntar yo por él le diera más contento, y aun a mí el hablarle de lo que a ninguno de los dos nos dará, mas el tiempo cura infinitas cosas que a la persona le parecen sin remedio. Y si esto así no entendiese, ya no habría Diana en el mundo, según los disgustos y pesadumbre que cada día se me ofrecen.

    -No querrá Dios tanto mal al mundo -respondió Selvagia- que le quite tan grande hermosura como la tuya.

    -Esa no le faltará en cuanto tú vivieres -dijo Diana-; y adonde está tu gracia y gentileza muy poco se perdería en mí. Sino míralo por el tu Silvano que jamás pensé yo que él me olvidara por otra pastora alguna, y en fin me ha dado de mano por amor de ti.

    Esto decía Diana con una risa muy graciosa, aunque no se reía de estas cosas tanto ni tan de gana como ellos pensaban, que, puesto caso que ella hubiese querido a Sireno más que a su vida y a Silvano le hubiese aborrecido, más le pesaba del olvido de Silvano, por ser a causa de otra, de cuya vista estaba cada día gozando con gran contentamiento de sus amores, que del olvido de Sireno, a quien no movía ningún pensamiento nuevo.

    Cuando Silvano oyó lo que Diana había dicho, le respondió:

    -Olvidarte yo, Diana, sería excusado, porque no es tu hermosura y valor de los que olvidarse pueden. Verdad es que yo soy de la mía Selvagia, porque demás de haber en ella muchas partes que hacerlo me obligan, no tuvo en menos su suerte por ser amada de aquel a quien tú en tan poco tuviste.

    -Dejemos eso -dijo Diana- que tú estás muy bien empleado, y yo no lo miré bien en no quererte como tu amor me lo merecía. Si algún contento en algún tiempo deseaste darme, ruégote todo cuanto puedo que tú y la hermosa Selvagia cantéis alguna canción por entretener la siesta, que me parece que comienza, de manera que será forzado pasarla debajo de estos alisos, gustando del ruido de la clara fuente, el cual no ayudará poco a la suavidad de vuestro canto.

    No se hicieron de rogar los nuevos amadores, aunque la hermosa Selvagia no gustó mucho de la plática que Diana con Silvano había tenido. Mas porque en la canción pensó satisfacerse, al son de la zampoña que Diana tañía, comenzaron los dos a cantar de esta manera:


    Zagal, alegre te veo
y tu fe firme y segura.
Cortome amor la ventura
a medida del deseo.

   ¿Qué deseaste alcanzar 5
que tal contento te diese?
Querer a quien me quisiese,
que no hay más que desear.

    Esa gloria en que te veo,
¿tiénesla por muy segura? 10
No me la ha dado ventura
para burlar al deseo.

   Si yo no estuviese firme,
¿morirías suspirando?
De oírlo decir burlando 15
estoy ya para morirme.

    ¿Te mudarías, aunque es feo,
viendo mayor hermosura?
No, porque sería locura
pedirme más el deseo. 20


    ¿Tiénesme tan grande amor
como en tus palabras siento?
Eso a tu merecimiento
lo preguntarás mejor.

    Algunas veces lo creo 25
y otras no estoy muy segura.
Solo en eso la ventura
hace ofensa a mi deseo.

   Finge que de otra zagala
te enamoras más hermosa. 30
No me mandes hacer cosa
que aun para fingida es mala.

    Muy más firmeza te veo
pastor, que a mí hermosura.
Y a mí muy mayor ventura 35
que jamás cupo en deseo.

    A este tiempo bajaba Sireno de la aldea a la fuente de los alisos con grandísimo deseo de topar a Selvagia o a Silvano, porque ninguna cosa por entonces le daba más contento que la conversación de los dos nuevos enamorados. Y pasando por la memoria los amores de Diana, no dejaba de causarle soledad el tiempo que la había querido. No porque entonces le diese pena su amor, mas porque en todo tiempo la memoria de un buen estado causa soledad al que le ha perdido. Y antes que llegase a la fuente, en medio del verde prado, que de mirtos y laureles rodeado estaba, halló las ovejas de Diana, que solas por entre los árboles andaban paciendo, so el amparo de los bravos mastines. Y como el pastor se parase a mirarlas, imaginando el tiempo en que le habían dado más en que entender que las suyas propias, los mastines con gran furia se vinieron a él; mas, como llegasen, y de ellos fuese conocido, meneando las colas y bajando los pescuezos, que de agudas puntas de acero estaban rodeados, se le echaron a los pies; y otros se empinaban con el mayor regocijo del mundo. Pues las ovejas no menos sentimiento hicieron porque la borrega mayor, con su rústico cencerro, se vino al pastor, y todas las otras, guiadas por ella o por el conocimiento de Sireno, le cercaron alrededor, cosa que él no pudo ver sin lágrimas, acordándosele que en compañía de la hermosa pastora Diana había repastado aquel rebaño. Y viendo que en los animales sobraba el conocimiento que en su señora había faltado, cosa fue esta que si la fuerza del agua que la sabia Felicia le había dado no le hubiera hecho olvidar los amores, quizá no hubiera cosa en el mundo que le estorbara volver a ellos. Mas viéndose cercado de las ovejas de Diana y de los pensamientos que la memoria de ella ante los ojos le ponía, comenzó a cantar esta canción al son de su lozano rabel:


    Pasados contentamientos,
¿qué queréis?;
dejadme, no me canséis.

   Memoria, ¿queréis oírme?
Los días, las noches buenas, 5
paguelos con las setenas,
no tenéis más que pedirme;
todo se acabó en partirme,
como veis,
dejadme, no me canséis. 10

    Campo verde, valle umbroso
donde algún tiempo gocé,
ved lo que después pasé
y dejadme en mi reposo;
si estoy con razón medroso 15
ya lo veis,
dejadme, no me canséis.

    Vi mudado un corazón
cansado de asegurarme;
fue forzado aprovecharme 20
del tiempo y de la ocasión;
memoria, do no hay pasión,
¿qué queréis?;
dejadme, no me canséis.

   Corderos y ovejas mías, 25
pues algún tiempo lo fuisteis,
las horas ledas o tristes
pasáronse con los días,
no hagáis las alegrías
que soléis, 30
pues ya no me engañaréis.

    Si venís por me turbar,
no hay pasión ni habrá turbarme,
si venís por consolarme,
ya no hay mal que consolar, 35
si venís por me matar,
bien podéis;
matadme y acabaréis.

    Después que Sireno hubo cantado, en la voz fue conocido de la hermosa Diana y de los dos enamorados, Selvagia y Silvano. Ellos le dieron voces diciendo que si pensaba pasar la siesta en el campo, que allí estaba la sabrosa fuente de los alisos y la hermosa pastora Diana, que no sería mal entretenimiento para pasarla. Sireno le respondió que por fuerza había de esperar todo el día en el campo hasta que fuese hora de volver con el ganado a su aldea; y viniéndose a donde el pastor y pastoras estaban, se sentaron en torno de la clara fuente, como otras veces solían. Diana, cuya vida era tan triste cual puede imaginar quien viese una pastora, la más hermosa y discreta que entonces se sabía, tan fuera de su gusto casada, siempre andaba buscando entretenimientos para pasar la vida hurtando el cuerpo a sus imaginaciones. Pues estando los dos pastores hablando en algunas cosas tocantes al pasto de los ganados y al aprovechamiento de ellos, Diana les rompió el hilo de su plática diciendo contra Silvano:

    -Buena cosa es, pastor, que estando delante de la hermosa Selvagia trates de otra cosa sino de encarecer su hermosura y el gran amor que te tiene. Deja el campo y los corderos, los malos o buenos sucesos del tiempo y fortuna, y goza, pastor, de la buena que has tenido en ser amado de tan hermosa pastora, que a donde el contentamiento del espíritu es razón que sea tan grande, poco al caso hacen los bienes de fortuna.

    Silvano entonces le respondió:

    -Lo mucho que yo, Diana, te debo, nadie lo sabría encarecer como ello es, sino quien hubiese entendido la razón que tengo de conocer esta deuda, pues no tan solo me enseñaste a querer bien, mas aun ahora me guías, y muestras a usar del contentamiento que mis amores me dan. Infinita es la razón que tienes de mandarme que no trate de otra cosa, estando mi señora delante, sino del contento que su vista me causa, y así prometo de hacerlo, en cuanto el alma no se despidiere de estos cansados miembros. Mas de una cosa estoy espantado y es de ver cómo el tu Sireno vuelve a otra parte los ojos cuando hablas, parece que no le agradan tus palabras ni se satisface de lo que respondes.

    -No le pongas culpa -dijo Diana- que hombres descuidados y enemigos de lo que a sí mismos deben, eso y más harán.

    -¿Enemigo de lo que a mí mismo debo? -respondió Sireno-. Si yo jamás lo fui, la muerte me dé la pena de mi yerro. ¡Buena manera es esa de disculparte!

    -¿Disculparme yo, Sireno? - dijo Diana-. Si la primera culpa contra ti no tengo por cometer, jamás me vea con más contento que el que ahora tengo. ¡Bueno es que me pongas tú culpa por haberme casado, teniendo padres!

    -Más bueno es -dijo Sireno- que te casases teniendo amor.

    -¿Y qué parte -dijo Diana- era el amor, adonde estaba la obediencia que a los padres se debía?

    -¿Mas qué parte -respondió Sireno- eran los padres, la obediencia, los tiempos ni los malos o favorables sucesos de la fortuna para sobrepujar un amor tan verdadero como antes de mi partida me mostraste? ¡Ah, Diana, Diana, que nunca yo pensé que hubiera cosa en la vida que una fe tan grande pudiera quebrar! ¡Cuanto más, Diana, que bien te pudieras casar y no olvidar a quien tanto te quería! Mas mirándolo desapasionadamente, muy mejor fue para mí, ya que te casabas, el olvidarme.

    -¿Por qué razón? -dijo Diana.

    -Porque no hay -respondió Sireno- peor estado que es querer un pastor a una pastora casada, ni cosa que más haga perder el seso al que verdadero amor le tiene. Y la razón de ello es que, como todos sabemos, la principal pasión que a un amador atormenta, después del deseo de su dama, son los celos. Pues ¿qué te parece que será para un desdichado que quiere bien saber que su pastora está en brazos de su velado, y él llorando en la calle su desventura? Y no para aquí el trabajo, mas en ser un mal que no os podéis quejar de él, porque, en la hora que os quejaréis, os tendrán por loco o desatinado. Cosa la más contraria al descanso que puede ser, que ya cuando los celos son de otro pastor que la sirva, en quejar de los favores que le hace y en oír disculpas, pasáis la vida, mas este otro mal es de manera que en un punto la perderéis, si no tenéis cuenta con vuestro deseo.

    Diana entonces respondió:

    -Deja esas razones, Sireno, que ninguna necesidad tienes de querer ni ser querido.

    -A trueque de no tenerla de querer -dijo Sireno- me alegro en no tenerla de ser querido.

    -Extraña libertad es la tuya -dijo Diana.

    -Más lo fue tu olvido -respondió Sireno- si miras bien en las palabras que a la partida me dijiste, mas, como dices, dejemos de hablar en cosas pasadas y agradezcamos al tiempo y a la sabia Felicia las presentes. Y tú, Silvano, toma tu flauta y templemos mi rabel con ella y cantaremos algunos versos; aunque corazón tan libre como el mío ¿qué podrá cantar que dé contento a quien no le tiene?

    -Para eso yo te daré buen remedio -dijo Silvano-. Hagamos cuenta que estamos los dos de la manera que esta pastora nos traía al tiempo que por este prado esparcíamos nuestras quejas.

    A todos pareció bien lo que Silvano decía, aunque Selvagia no estaba muy bien en ello, mas por no dar a entender celos donde tan gran amor conocía, calló por entonces y los pastores comenzaron a cantar de esta manera:



SILVANO, SIRENO

Si lágrimas no pueden ablandarte,
cruel pastora, ¿qué hará mi canto,
pues nunca cosa mía vi agradarte?

    ¿Qué corazón habrá que sufra tanto
que vengas a tomar en burla y risa 5
un mal que al mundo admira y causa espanto?

    ¡Ay ciego entendimiento!, ¿qué te avisa
amor, el tiempo y tantos desengaños,
y siempre el pensamiento de una guisa?

    ¡Ah pastora cruel!, ¿en tantos daños, 10
en tantas cuitas, tantas sinrazones
me quieres ver gastar mis tristes años?

    De un corazón que es tuyo, ¿así dispones?
Un alma que te di, ¿así la tratas
que sea el menor mal sufrir pasiones? 15

SIRENO

Un nudo ataste, amor, que no desatas:
es ciego y ciego tú y yo más ciego
y ciega aquella por quien tú me matas.

    Ni yo me vi perder vida y sosiego,
ni ella ve que muero a causa suya, 20
ni tú que estoy39 abrasado en vivo fuego.

    ¿Qué quieres, crudo amor, que me destruya
Diana con ausencia? Pues concluye
con que la vida y suerte se concluya.

    El alegría tarda, el tiempo huye, 25
muere esperanza, vive el pensamiento,
amor lo abrevia, alarga y lo destruye.

    VergÜenza me es hablar en un tormento
que aunque me aflija, canse y duela tanto,
ya no podría sin él vivir contento. 30

SILVANO

¡Oh alma, no dejéis el triste llanto,
y vos, cansados ojos,
no os canse derramar lágrimas tristes!
Llorad, pues ver supisteis
la causa principal de mis enojos. 35

SIREN

La causa principal de mis enojos,
cruel pastora mía,
algún tiempo lo fue de mi contento.
¡Ay, triste pensamiento,
cuán poco tiempo dura un alegría! 40

SILVANO

¡Cuán poco tiempo dura un alegría,
y aquella dulce risa
con qué fortuna acaso os ha mirado!
Todo es bien empleado
en quien avisa el tiempo y no se avisa. 45

SIRENO

En quien avisa el tiempo y no se avisa,
hace el amor su hecho,
mas ¿quién podrá en sus casos avisarse,
o quién desengañarse?
¡Ay, pastora cruel, ay duro pecho! 50

SILVANO

¡Ay, pastora cruel, ay duro pecho!,
cuya dureza extraña
no es menos que la gracia y hermosura
y que mi desventura.
¡Cuán a mi costa el mal me desengaña! 55

SILVANO

Pastora mía, más blanca y colorada
que ambas rosas por abril cogidas,
y más resplandeciente
que el sol que de oriente
por la mañana asoma a tu majada, 60
¿cómo podré vivir si tú me olvidas?
No seas, mi pastora, rigurosa,
que no está bien crueldad a una hermosa.

SIRENO

Diana mía, más resplandeciente,
que esmeralda y diamante a la vislumbre, 65
0 cuyos hermosos ojos
son fin de mis enojos
si a dicha los revuelves mansamente;
así con tu ganado llegues a la cumbre
de mi majada, gordo y mejorado, 70
que no trates tan mal a un desdichado.

SILVANO

Pastora mía, cuando tus cabellos
a los rayos del sol estás peinando,
¿no ves que los oscureces,
y a mí me ensoberbeces?, 75
¿que desde acá me estoy mirando en ellos,
perdiendo ora esperanza, ora ganando?
Así goces, pastora, esa hermosura,
que des un medio en tanta desventura.

SIRENO

Diana, cuyo nombre en esta sierra 80
los fieros animales trae domados,
y cuya hermosura
sojuzga a la ventura
y al crudo amor no teme y hace guerra,
sin temor de ocasiones, tiempo, hados, 85
así goces tu hato y tu majada,
que de mi mal no vivas descuidada.

SILVAN

La siesta, mi Sireno, es ya pasada,
los pastores se van a su manida
y la cigarra calla de cansada. 90

    No tardará la noche, que escondida
está, mientras que Febo en nuestro cielo
su lumbre acá y allá trae esparcida.

    Pues antes que tendida por el suelo
veas la oscura sombra y que cantando 95
de encima de este aliso está el mochuelo,

    nuestro ganado vamos allegando,
y todo junto allí lo llevaremos
a do Diana nos está esperando.

SIRENO

Silvano mío, un poco aquí esperemos, 100
pues aún del todo el sol no es acabado
y todo el día por nuestro le tenemos.

    Tiempo hay para nosotros y el ganado,
tiempo hay para llevarle al claro río,
pues hoy ha de dormir por este prado; 105
y aquí cese, pastor, el cantar mío.

    En cuanto los pastores esto cantaban, estaba la pastora Diana con el hermoso rostro sobre la mano, cuya manga, cayéndole un poco, descubría la blancura de un brazo que a la de la nieve oscurecía, tenía los ojos inclinados al suelo, derramando por ellos unas espaciosas lágrimas, las cuales daban a entender de su pena más de lo que ella quisiera decir: y en acabando los pastores de cantar, con un suspiro, en compañía del cual parecía habérsele salido el alma, se levantó, y sin despedirse de ellos, se fue por el valle abajo, entrazando sus dorados cabellos, cuyo tocado se le quedó preso en un ramo al tiempo que se levantó. Y si con la poca mancilla que Diana de los pastores había tenido, ellos no templaran la mucha que de ella tuvieron, no bastara el corazón de ninguno de los dos a poderlo sufrir. Y así, unos como otros, se fueron a recoger sus ovejas que desmandadas andaban saltando por el verde prado.


 
 

Fin del sexto libro de la Diana


Libro séptimo


    Después que Felismena hubo puesto fin en las diferencias de la pastora Amarílida y el pastor Filemón, y los dejó con propósito de jamás hacer el uno cosa de que el otro tuviese ocasión de quejarse, despedida de ellos, se fue por el valle abajo, por el cual anduvo muchos días sin hallar nueva que algún contento le diese, y como todavía llevaba esperanza en las palabras de la sabia Felicia, no dejaba de pasarle por el pensamiento que después de tantos trabajos se había de cansar la fortuna de perseguirla. Y estas imaginaciones la sustentaban en la gravísima pena de su deseo.

    Pues yendo una mañana por en medio de un bosque, al salir de una asomada que por encima de una alta sierra parecía, vio delante sí un verde y amenísimo campo de tanta grandeza que con la vista no se le podía alcanzar el cabo; el cual doce millas adelante iba a fenecer en la falda de unas montañas, que casi no se parecían. Por medio del deleitoso campo corría un caudaloso río, el cual hacía una muy graciosa ribera, en muchas partes poblada de salces y verdes alisos, y otros diversos árboles; y en otras dejaba descubiertas las cristalinas aguas recogiéndose a una parte un grande y espacioso arenal que de lejos más adornaba la hermosa ribera. Las mieses que por todo el campo parecían sembradas, muy cerca estaban de dar el deseado fruto, y a esta causa, con la fertilidad de la tierra, estaban muy crecidos y meneados de un templado viento, hacían unos verdes, claros y oscuros, cosa que a los ojos daba muy gran contento. De ancho tenía bien el deleitoso y apacible prado tres millas en partes; y en otras poco más, y en ninguna había menos de esto.

    Pues bajando la hermosa pastora por su camino abajo, vino a dar en un bosque muy grande, de verdes alisos y acebuches asaz poblado, por en medio del cual vio muchas cosas, tan suntuosamente labradas que en gran admiración le pusieron. Y de súbito, fue a dar con los ojos en una muy hermosa ciudad que desde lo alto de una sierra que de frente estaba, con sus hermosos edificios, venía hasta tocar con el muro en el caudaloso río que por medio del campo pasaba. Por encima del cual estaba el más suntuoso y admirable puente que en el universo se podía hallar. Las casas y edificios de aquella ciudad insigne eran tan altos, y con tan grande artificio labrados, que parecía haber la industria humana mostrado su poder. Entre ellos había muchas torres y pirámides, que de altos se levantaban a las nubes. Los templos eran muchos y muy suntuosos; las casas, fuertes; los soberbios muros, los bravos baluartes daban gran lustre a la grande y antigua población, la cual desde allí se divisaba toda.

    La pastora quedó admirada de ver lo que delante los ojos tenía, y de hallarse tan cerca de poblado, que era la cosa de que con mayor cuidado andaba huyendo. Y con todo eso se asentó un poco a la sombra de un olivo, y mirando muy particularmente lo que habéis oído, viendo aquella populosa ciudad, le vino a la memoria la gran Soldina, su patria y naturaleza, de adonde los amores de don Felis la traían desterrada; lo cual fue ocasión para no poder pasar sin lágrimas, porque la memoria del bien perdido pocas veces deja de dar ocasión a ellas. Dejando, pues, la hermosa pastora aquel lugar y la ciudad a mano derecha, se fue su paso a paso por una senda que junto al río iba hacia la parte donde sus cristalinas aguas con un manso y agradable ruido, se iban a meter en el mar Océano.

    Y habiendo caminado seis millas por la graciosa ribera adelante, vio dos pastoras que al pie de un roble a la orilla del río pasaban la siesta, las cuales, aunque en la hermosura tuviesen una razonable medianía, en la gracia y donaire había un extremo grandísimo: el color del rostro, moreno y gracioso; los cabellos no muy rubios; los ojos negros, gentil aire y gracioso en el mirar; sobre las cabezas tenían sendas guirnaldas de verde yedra, por entre las hojas entretejidas muchas rosas y flores. La manera del vestido le pareció muy diferente del que hasta entonces había visto. Pues levantándose la una con grande prisa a echar una manada de ovejas de un linar adonde se habían entrado, y la otra llegando a beber a un rebaño de cabras al claro río, se volvieron a la sombra del umbroso fresno.

    Felismena que entre unos juncales muy altos se había metido, tan cerca de las pastoras que pudiese oír lo que entre ellas pasaba, sintió que la lengua era portuguesa y entendió que el reino en que estaba era Lusitania, porque la una de las pastoras decía con gracia muy extremada en su misma lengua a la otra, tomándose de las manos:

    -¡Ay, Duarda, cuán poca razón tienes de no querer a quien te quiere más que a sí! ¡Cuánto mejor te estaría no tratar mal a un pensamiento tan ocupado en tus cosas! Pésame que a tan hermosa pastora le falte piedad para quien en tanta necesidad está de ella.

    La otra, que algo más libre parecía, con cierto desdén y un dar de mano, cosa muy natural de personas libres, respondía:

    -¿Quieres que te diga, Armia si yo me fiare otra vez de quien tan mal me pagó el amor que le tuve, no tendrá él la culpa del mal que a mí de eso me sucediere? No me pongas delante los ojos servicios que ese pastor algún tiempo me haya hecho, ni me digas ninguna razón de las que él te da para moverme, porque ya pasó el tiempo en que sus razones le valían. Él me prometió de casarse conmigo y se casó con otra. ¿Qué quiere ahora? ¿O qué me pide ese enemigo de mi descanso? Dice que, pues su mujer es finada, que me case con él. No querrá Dios que yo a mí misma me haga tan gran engaño. Déjalo estar, Armia, déjalo, que si él a mí me desea tanto como dice, ese deseo me dará venganza de él.

    La otra le replicaba con palabras muy blandas, juntando su rostro con el de la exenta Duarda con muy estrechos abrazos:

    -¡Ay, pastora, y cómo te está bien todo cuanto dices; nunca deseé ser hombre, sino ahora para quererte más que a mí! Mas dime, Duarda, ¿por qué has tú de querer que Danteo viva tan triste vida? Él dice que la razón con que de él te quejas, esa misma tiene para su disculpa, porque antes que se casase, estando contigo un día junto al soto de Fremoselle, te dijo: «Duarda, mi padre quiere casarme, ¿qué te parece que haga?», y que tú le respondiste muy sacudidamente: «¿Cómo, Danteo, tan vieja soy yo o tan gran poder tengo en ti que me pidas parecer y licencia para tus casamientos? Bien puedes hacer lo que tu voluntad y la de tu padre te obligare, porque lo mismo haré yo.» Y que esto fue dicho con una manera tan extraña de lo que solía como si nunca te hubiera pasado por el pensamiento quererle bien.

    Duarda le respondió:

    -Armia, ¿eso llamas tú disculpa? Si no te tuviera tan conocida, en este punto perdía tu discreción grandísimo crédito conmigo. ¿Qué había yo de responder a un pastor que publicaba que no había cosa en el mundo en quien sus ojos pusiese sino en mí? ¡Cuánto más que no es Danteo tan ignorante que no entendiese en el rostro y arte con que yo eso le respondí que no era aquello lo que yo quisiera responderle! Qué donaire tan grande fue toparme él un día antes que eso pasase junto a la fuente, y decirme con muchas lágrimas: «¿Por qué, Duarda, eres tan ingrata a lo que te deseo, que no te quieres casar conmigo a hurto de tus padres, pues sabes que el tiempo les ha de curar el enojo que de eso recibieren?» Yo entonces le respondí: «Conténtate, Danteo, con que yo soy tuya y jamás podré ser de otro, por cosa que me suceda. Y pues yo me contento con la palabra que de ser mi esposo me has dado, no quieras que a trueque de esperar un poco de tiempo más, haga una cosa que tan mal nos está.» Y despedirse él de mí con estas palabras, y al otro día decirme que su padre le quería casar y que le diese licencia, y no contento con esto, casarse dentro de tres días. ¿Parécete, pues, Armia, que es esta harto suficiente causa para yo usar de la libertad, que con tanto trabajo de mi pensamiento tengo ganada?

    -Esas cosas -respondió la otra- fácilmente se dicen y se pasan entre personas que se quieren bien, mas no se han de llevar por eso tan al cabo como tú las llevas.

    La pastora le replicó:

    -Las que se dicen, Armia, tienes razón, mas las que se hacen, ya tú lo ves si llegan al alma de las que queremos bien. En fin, Danteo se casó. Pésame mucho que se lograse poco tan hermosa pastora, y mucho más de ver que no ha un mes que la enterró y ya comienzan a dar vueltas sobre él pensamientos nuevos.

    Armia le respondió:

    -Matola Dios, porque en fin Danteo era tuyo y no podía ser de otra.

    -Pues si eso es así -respondió Duarda-, que quien es de una persona no puede ser de otra, yo la hora de ahora me hallo mía y no puedo ser de Danteo. Y dejemos cosa tan excusada como gastar el tiempo en esto. Mejor será que se gaste en cantar una canción.

    Y luego las dos en su misma lengua con mucha gracia comenzaron a cantar lo siguiente:


    Os tempos se mudarão,
a vida se acabará
mas a fe sempre estará
onde meus ollos estão.

    Os dias e os momentos, 5
as horas con sus mudanças,
inmigas são desperanças
e amigas de pensamentos.
Os pensamentos estão,
a esperança acabará, 10
a fe, menão deixará
por honra do coração.

    E causa de muytos danos
duvidosa confiança,
que a vida sen esperança 15
ja não teme desenganos.
Os tempos se ven e vão,
a vida se acabará,
mas a fe não quererá,
fazerme esta sin razão. 20

    Acabada esta canción, Felismena salió del lugar donde estaba escondida, y se llegó a donde las pastoras estaban, las cuales espantadas de su gracia y hermosura se llegaron a ella y la recibieron con muy estrechos abrazos, preguntándole de qué tierra era y de dónde venía. A lo cual la hermosa Felismena no sabía responder, mas antes con muchas lágrimas les preguntaba qué tierra era aquella en que moraban, porque de la suya lengua daba testimonio de ser de la provincia de Vandalia y que por cierta desdicha venía desterrada de sus tierras. Las pastoras portuguesas con muchas lágrimas la consolaban, doliéndose de su destierro, cosa muy natural de aquella nación y mucho más de los habitadores de aquella provincia.

    Y preguntándoles Felismena qué ciudad era aquella que había dejado hacia la parte donde el río, con sus cristalinas aguas apresurando su camino, con gran ímpetu venía; y que también deseaba saber qué castillo era aquel que sobre aquel monte mayor, que todos estaba edificado y otras cosas semejantes. Y una de aquellas, que Duarda se llamaba, le respondió que la ciudad se llamaba Coimbra, una de las más insignes y principales de aquel reino y aun de toda la Europa, así por la antigÜedad y nobleza de linajes que en ella había, como por la tierra comarcana a ella, la cual aquel caudaloso río, que Mondego tenía por nombre, con sus cristalinas aguas regaba. Y que todos aquellos campos que con tan gran ímpetu iba discurriendo, se llamaban el campo de Mondego, y el castillo que delante los ojos tenían era la luz de nuestra España. Y que este nombre le convenía más que el suyo propio, pues en medio de la infidelidad del mahomético rey Marsilio, que tantos años le había tenido cercado, se había sustentado de manera que siempre había salido vencedor y jamás vencido; y que el nombre que tenía en lengua portuguesa era Monte moro vello, adonde la virtud, el ingenio, valor y esfuerzo habían quedado por trofeos de las hazañas que los habitadores de él en aquel tiempo habían hecho; y que las damas que en él había, y los caballeros que lo habitaban, florecían hoy en todas las virtudes que imaginar se podían. Y así le contó la pastora otras muchas cosas de la fertilidad de la tierra, de la antigÜedad de los edificios, de la riqueza de los moradores, de la hermosura y discreción de las ninfas y pastoras que por la comarca del inexpugnable castillo habitaban.

    Cosas que a Felismena pusieron en gran admiración, y rogándole las pastoras que comiese, porque no debía venir con poca necesidad de ello, tuvo por bien de aceptarlo. Y en cuanto Felismena comía de lo que las pastoras le dieron, la veían derramar algunas lágrimas, de que ellas en extremo se dolían. Y queriéndole pedir la causa, se lo estorbó la voz de un pastor que muy dulcemente, al son de un rabel, cantaba, el cual fue luego conocido de las dos pastoras porque aquel era el pastor Danteo por quien Armia terciaba con la graciosa Duarda; la cual, con muchas lágrimas, dijo a Felismena:

    -Hermosa pastora, aunque el manjar es de pastoras, la comida es de princesa, que mal pensaste tú cuando aquí venías que habías de comer con música.

    Felismena entonces le respondió:

    -No habría en el mundo, graciosa pastora, música más agradable para mí que vuestra vista y conversación, y esto me daría a mí mayor ocasión para tenerme por princesa que no la música que decís.

    Duarda respondió:

    -Más había de valer que yo quien eso os mereciese, y más subido de quilate había de ser su entendimiento para entenderlo; mas lo que fuere parte del deseo, hallarse ha en mí muy cumplidamente.

    Armia dijo contra Duarda:

    -¡Ay, Duarda, cómo eres discreta y cuánto más lo serías si no fueses cruel! ¿Hay cosa en el mundo como esta, que por no oír a aquel pastor que está cantando sus desventuras, está metiendo palabras en medio y ocupando en otra cosa el entendimiento?

    Felismena, entendiendo quién podía ser el pastor en las palabras de Armia, las hizo estar atentas y oírle; el cual cantaba al son de su instrumento esta canción en su misma lengua:


    Sospiros, miña lembrança
não quer, por que vos não vades,
que o mal que fazen saudades
se cure con esperança.

    A esperança não me val 5
po la causa en que se ten,
nem promete tanto ben
quanto a saudade faz mal.
Mas amor, desconfiança,
me deron tal qualidade 10
que nen me mata saudade
nen me da vida esperança.

Erarão se se queixaren
os ollos con que eu olley,
porqueu não me queixarey 15
en quãto os seus me lembraren.
Nem podrá ver mudança
jamais en miña vontade,
ora me mate saudade,
ora me deyxe esperança. 20

    A la pastora Felismena supieron mejor las palabras del pastor, que el convite de las pastoras, porque más le parecía que la canción se había hecho para quejarse de su mal, que para lamentar el ajeno. Y dijo cuando le acabó de oír:

    -¡Ay, pastor, que verdaderamente parece que aprendiste en mis males a quejarte de los tuyos! ¡Desdichada de mí, que no veo ni oigo cosa que no me ponga delante la razón que tengo de no desear la vida! Mas no quiera Dios que yo la pierda hasta que mis ojos vean la causa de sus ardientes lágrimas.

    Armia dijo a Felismena:

    -¿Paréceos, hermosa pastora, que aquellas palabras merecen ser oídas, y que el corazón de adonde ellas salen se debe tener en más de lo que esta pastora lo tiene?

    -No trates, Armia -dijo Duarda- de sus palabras, trata de sus obras, que por ellas se ha de juzgar el pensamiento del que las hace. Si tú te enamoras de canciones, y te parecen bien sonetos hechos con cuidado de decir buenas razones, desengáñate, que son la cosa de que yo menos gusto recibo y por la que menos me certifico del amor que se me tiene.

    Felismena dijo entonces favoreciendo la razón de Duarda:

    -Mira, Armia, muchos males se excusarían, muy grandes desdichas no vendrían en efecto, si nosotras dejásemos de dar crédito a palabras bien ordenadas y a razones compuestas de corazones libres, porque en ninguna cosa ellos muestran tanto serlo, como en saber decir por orden un mal que cuando es verdadero, no hay cosa más fuera de ella. ¡Desdichada de mí que no supe yo aprovecharme de este consejo!

    A este tiempo llegó el pastor portugués donde las pastoras estaban, y dijo contra Duarda en su misma lengua:

    -A, pastora, se as lagrimas destos ollos e as mago as deste coração, são pouca parte para abrandar a dureza con que sou tratado! Nano quero de ti mais, senão que miña compañia por estes campos tenão seja importuna, ne os tristes versos que meu mal junto a esta fermosa ribeyra me faz cantar, te den ocasião denfadamento. Passa, fremosa pastora, a sesta a asombra destes salgeiros, que o teu pastor te levara as cabras a o rio, e estara a o terreiro do sol en quanto elas nas crystalinas aguas se bañaren. Pentea, fremosa pastora, os teus cabelos douro junto aquela cara fonte, donde ven o ribeiro que cerca este fremoso prado, que eu yrei en tanto a repastar teu gado, e terei conta con que as ovellas não entren nas searas que a longo desta ribeira estão. Dessejo que não tomes traballo en cousa nenhua, nen heu descanço en quanto en cousas tuas não traballar. Se ysto te parece pouco amor, dize tu en que te poderei mostrar o ben que te quero; que não amor sinal da peso a dezir verdade en qualquier cousa que diz que ofrecerse ha a esperiencia dela.

    La pastora Duarda entonces respondió:

    -Danteo, se he verdade que ay amor no mundo, eu o tive contigo, e tan grande como tu sabes; jamais ninhun pastor de quantos apacentão seus ganados por los campos de Mondego, e ben as suas claras aguas, alcançou de mi ninhua so palabra con que tiveses occasião de queixarte de Duarda, nen do amor que te ela sempre mostrou a ninguen tuas lagrimas e ardentes sospiros mais magoaron que a mi; ho dia que te meus ollos não viãno, jamais se levantavão a cousa que a lles dese gosto. As vacas que tu guardavas, erão mais que miñas, muytas mais vezes, receosa que as aguardas deste deleitoso campo lles não impedissen ho pasto, me punã heu desdaquel outeiro por ver si parecião doque miñas ovellas erão por mi apacentadas, nen postas en parte onde sen sobresalto pescessen as ervas desta fermosa ribeyra; isto me danou a mi tanto en mostrarme sojeyta como a ti en fazerte confiado. Ben sey que de minan sogeicão naceu tua confíança e de tua confiança fazer ho que fiziste. Tu te casaste con Andresa, cuja alma este en gloria, que cousa he esta que algun tenpo não pidi a Deus, antes lle pidia vingança dela e de ti; eu passey despois de voso casamento o que tu e outros muytos saben, quis miña fortuna que a tua me não dese pena. Deixame gozar de miña libertade e não esperes que comigo poderas gañar o que por culpa tua perdeste.

    Acabando la pastora la terrible respuesta que habéis oído, y queriendo Felismena meterse en medio de la diferencia de los dos, oyeron a una parte del prado muy gran ruido, y golpes como de caballeros que se combatían, y todos con muy gran prisa se fueron a la parte donde se oían por ver qué cosa fuese. Y vieron en una isleta que el río con una vuelta hacía, tres caballeros que con uno solo se combatían; y aunque se defendía valientemente, dando a entender su esfuerzo y valentía, con todo eso los tres le daban tanto quehacer que le ponían en necesidad de aprovecharse de toda su fuerza. La batalla se hacía a pie y los caballos estaban arrendados a unos pequeños árboles que allí había. Y a este tiempo ya el caballero solo tenía uno de los tres tendido en el suelo, de un golpe de espada, con el cual le acabó la vida. Pero los otros dos, que muy valientes eran, le traían ya tal, que no se esperaba otra cosa sino la muerte.

    La pastora Felismena, que vio aquel caballero en tan gran peligro, y que si no le socorriese, no podría escapar con la vida, quiso poner la suya a riesgo de perderla por hacer lo que en aquel caso era obligada, y poniendo una aguda saeta en su arco, dijo contra uno de ellos:

    -¡Teneos afuera, caballeros, que no es de personas que de este nombre se precian, aprovecharse de sus enemigos con ventaja tan conocida!

    Y apuntándole a la vista de la celada, le acertó con tanta fuerza que, entrándole por entre los ojos, pasó de la otra parte, de manera que aquel vino muerto al suelo. Cuando el caballero solo vio muerto a uno de los contrarios, arremetió al tercero con tanto esfuerzo, como si entonces comenzara su batalla, pero Felismena le quitó de trabajo poniendo otra flecha en su arco, con la cual, no parando en las armas, le entró por debajo de la tetilla izquierda y le atravesó el corazón, de manera que el caballero llevó el camino de sus compañeros. Cuando los pastores vieron lo que Felismena había hecho, y el caballero vio de dos tiros matar dos caballeros tan valientes, así unos como otros quedaron en extremo admirados. Pues quitándose el caballero el yelmo, y llegándose a ella, le dijo:

    -Hermosa pastora, ¿con qué podré yo pagaros tan grande merced como la que de vos he recibido en este día, sino en tener conocida esta deuda para nunca jamás perderla del pensamiento?

    Cuando Felismena vio el rostro al caballero y lo conoció quedó tan fuera de sí que de turbada casi no le supo hablar. Mas, volviendo en sí, le respondió:

    -¡Ay, don Felis, que no es esta la primera deuda en que tú me estás, y no puedo yo creer que tendrás de ella el conocimiento que dices, sino el que de otras muy mayores me has tenido! Mira a qué tiempo me ha traído mi fortuna y tu desamor, que quien solía en la ciudad ser servida de ti con torneos, justas y otras cosas con que me engañabas, o con que yo me dejaba engañar, anda ahora desterrada de su tierra y de su libertad, por haber tú querido usar de la tuya. Si esto no te trae a conocimiento de lo que me debes, acuérdate que un año te estuve sirviendo de paje en la corte de la princesa Cesarina; y aun de tercero contra mí misma, sin jamás descubrirte mi pensamiento, por solo dar remedio al mal que el tuyo te hacía sentir. ¡Oh, cuántas veces te alcancé los favores de Celia, tu señora, a gran costa de mis lágrimas! Y no lo tengas en mucho, que cuando estas no bastaran, la vida diera yo a trueque de remediar la mala que tus amores te daban. Si no estás saneado de lo mucho que te he querido, mira las cosas que la fuerza de amor me ha hecho hacer. Yo me salí de mi tierra, yo te vine a servir y a dolerme del mal que sufrías, y a sufrir el agravio que yo en esto recibía y, a trueque de darte contento, no tenía en nada vivir la más triste vida que nadie vivió. En traje de dama te he querido como nunca nadie quiso; en hábito de paje te serví, en la cosa más contraria a mi descanso que se puede imaginar; y aun ahora en traje de pastora vine a hacerte este pequeño servicio. Ya no me queda más que hacer si no es sacrificar la vida a tu desamor si te parece que debo hacerlo, y que tú no te has de acordar de lo mucho que te he querido y quiero: la espada tienes en la mano, no quieras que otro tome en mí la venganza de lo que te merezco.

    Cuando el caballero oyó las palabras de Felismena y conoció todo lo que dijo haber sido así, el corazón se le cubrió de ver las sinrazones que con ella había usado; de manera que esto y la mucha sangre que de las heridas se le iba, fueron causa de un súbito desmayo, cayendo a los pies de la hermosa Felismena como muerto. La cual con la mayor pena que imaginar se puede, tomándole la cabeza en su regazo con muchas lágrimas que sobre el rostro de su caballero destilaba, comenzó a decir:

    -¿Qué es esto, fortuna? ¿Es llegado el fin de mi vida junto con la del mi don Felis? ¡Ay, don Felis, causa de todo mi mal! Si no bastan las muchas lágrimas que por tu causa he derramado, y las que sobre tu rostro derramo, para que vuelvas en ti, ¿qué remedio tendrá esta desdichada para que el gozo de verte no se le vuelva en ocasión de desesperarse? ¡Ay, mi don Felis! Despierta, si es sueño el que tienes, aunque no me espantaría si no le hicieses, pues jamás cosas mías te le hicieron perder.

    En estas y otras lamentaciones estaba la hermosa Felismena, y las pastoras portuguesas le ayudaban cuando por las piedras que pasaban a la isla, vieron venir una hermosa ninfa con un vaso de oro y otro de plata en las manos, la cual luego de Felismena fue conocida y le dijo:

    -¡Ay, Dórida! ¿Quién había de ser la que a tal tiempo socorriese a esta desdichada sino tú? Llégate acá, hermosa ninfa, y verás puesta la causa de todos mis trabajos en el mayor que es posible tenerse.

    Dórida entonces le respondió:

    -Para estos tiempos es el ánimo, y no te fatigues, hermosa Felismena, que el fin de tus trabajos es llegado y el principio de tu contentamiento.

    Y diciendo esto, le echó sobre el rostro de una odorífera agua que en el vaso de plata traía, la cual le hizo volver en todo su acuerdo, y le dijo:

    -Caballero, si queréis cobrar la vida y darla a quien tan mala a causa vuestra la ha pasado, bebed del agua de este vaso.

    Y tomando don Felis el vaso de oro en las manos, bebió gran parte del agua que en él venía. Y como hubo un poco reposado con ella, se sintió tan sano de las heridas que los tres caballeros le habían hecho, y de la que amor a causa de la señora Celia le había dado, que no sentía más la pena que cada una de ellas le podían causar que si nunca las hubiera tenido. Y de tal manera se le volvió a renovar el amor de Felismena, que en ningún tiempo le pareció haber estado tan vivo como entonces; y sentándose encima de la verde hierba, tomó las manos de la pastora y besándoselas muchas veces decía:

    -¡Ay, Felismena! ¡Cuán poco haría yo en dar la vida a trueque de lo que te debo! Que pues por ti la tengo, muy poco hago en darte lo que es tuyo. ¿Con qué ojos podrá mirar tu hermosura el que faltándole el conocimiento de lo que te debía, osó ponerlos en otra parte? ¿Qué palabras bastarían para disculparme de lo que contra ti he cometido? Desdichado de mí si tu condición no es en mi favor, porque ni bastará satisfacción para tan gran yerro ni razón para disculparme de la grande que tienes de olvidarme. Verdad es que yo quise bien a Celia y te olvidé, mas no de manera que de la memoria se me pasase tu valor y hermosura. Y lo bueno es que no sé a quién ponga parte de la culpa que se me puede atribuir, porque si quiero ponerla a la poca edad que entonces tenía, pues la tuve para querer, no me había de faltar para estar firme en la fe que te debía; si a la hermosura de Celia, muy claro está la ventaja que a ella y a todas las del mundo tienes; si a la mudanza de los tiempos, ese había de ser el toque donde mi firmeza había de mostrar su valor; si a la traidora de ausencia, tampoco parece bastante disculpa, pues el deseo de verte había estado ausente de sustentar tu imagen en mi memoria. Mira, Felismena, cuán confiado estoy en tu bondad y clemencia, que sin miedo te oso poner delante las causas que tienes de no perdonarme. Mas, ¿qué haré para que me perdones o para que después de perdonado, crea que estás satisfecha? Una cosa me duele más que cuantas en el mundo me pueden dar pena, y es ver que puesto caso que el amor que me has tenido y tienes te haga perdonar tantos yerros, ninguna vez alzaré los ojos a mirarte que no me lleguen al alma los agravios que de mí has recibido.

    La pastora Felismena que vio a don Felis tan arrepentido, y tan vuelto a su primero pensamiento, con muchas lágrimas le decía que ella le perdonaba, pues no sufría menos el amor que siempre le había tenido y que si pensara no perdonarle, no se hubiera por su causa puesto a tantos trabajos; y otras cosas muchas con que don Felis quedó confirmado en el primero amor. La hermosa ninfa Dórida se llegó al caballero, y después de haber pasado entre los dos muchas palabras y grandes ofrecimientos, de parte de la sabia Felicia, le suplicó que él y la hermosa Felismena se fuesen con ella al templo de la diosa Diana, donde los quedaba esperando con grandísimo deseo de verlos. Don Felis lo concedió y, despedido de las pastoras portuguesas, que en extremo estaban espantadas de lo que visto habían, y del afligido pastor Danteo, tomando los caballos de los caballeros muertos, los cuales, sobre tomar a Danteo el suyo, le habían puesto en tanto aprieto, se fueron por su camino adelante, contando Felismena a don Felis con muy gran contento lo que había pasado, después que no le había visto. De lo cual él se espantó extrañamente, y especialmente de la muerte de los tres salvajes, y de la casa de la sabia Felicia y suceso de los pastores y pastoras, y todo lo más que en este libro se ha contado. Y no poco espanto llevaba don Felis en ver que su señora Felismena le hubiese servido tantos días de paje y que de puro divertido el entendimiento, no la había conocido; y por otra parte era tanta su alegría de verse de su señora bien amado, que no podía encubrirlo. Pues caminando por sus jornadas, llegaron al templo de Diana, donde la sabia Felicia los esperaba, y asimismo los pastores Arsileo y Belisa, y Silvano y Selvagia, que pocos días había que eran allí venidos. Fueron recibidos con muy gran contento de todos, especialmente la hermosa Felismena, que por su bondad y hermosura de todos era tenida en gran posesión. Allí fueron todos desposados con las que bien querían, con gran regocijo y fiesta de todas las ninfas y de la sabia Felicia, a la cual no ayudó poco Sireno con su venida, aunque de ella se le siguió lo que en la segunda parte de este libro se contará, juntamente con el suceso del pastor y pastora portuguesa Danteo y Duarda.






FIN DE Los siete libros de la Diana